Fue entonces cuando me di cuenta de toda la previsión de mis guías y de la razón por la cual ellos habían recogido madera en el curso de la jornada. Dos grandes piezas de corteza de cedro habían sido fijadas por ellos sobre dos pértigas: era un cobertizo primitivo, que les había permitido encender la hoguera. Comenzamos sin tardar a instalar las tiendas. La alta escarpadura, al pie de la cual acabábamos de resguardarnos, nos protegía contra el viento. Pero fue imposible dormir. Sentados cerca del fuego, empleamos mucho tiempo en secarnos, mientras la tempestad bramaba con una furia cada vez mayor y el ruido del río aumentaba sin cesar.
El alba llegó al fin. A la luz del día, no reconocimos el lugar donde se encontraba nuestra fanza: no quedaba nada de ella. El bosque entero estaba sumergido. El agua iba a alcanzar nuestro campamento y llegó el momento de transportarlo más alto. Una palabra fue suficiente para informar a los soldados sobre lo que tenían que hacer. Unos se ocuparon de transportar las tiendas y otros se dedicaron a abatir ramas de coníferas para esparcir por el suelo húmedo. Dersu y Tchan-Bao volvieron a recoger leña. El transporte del campamento y la búsqueda de combustible duraron cerca de hora y media. Entretanto, la lluvia pareció calmarse un poco, pero no fue más que un pequeño intervalo. Una nueva espesa bruma se elevó enseguida para producir un nuevo aguacero. En mi vida había visto una cosa semejante. Los montes y los bosques vecinos fueron tapados por una muralla de agua. Nosotros nos agazapamos de nuevo en nuestras tiendas.
Pero de repente resonaron unos gritos: se presentaba aún otro peligro como consecuencia de una circunstancia que no habíamos previsto en absoluto. El agua bajaba entonces a lo largo de la garganta en cuya desembocadura estaba nuestro campamento. Felizmente, una parte de esta cavidad era más baja que el resto y el agua se trasladó allí enseguida, cavando rápidamente una profunda torrentera. Tchan-Bao y yo preservamos el fuego contra la lluvia, mientras que Dersu y los soldados luchaban contra el agua. Nadie pensó ya en secarse; todos nos considerábamos muy felices de poder calentarnos un poco de cuando en cuando. Apercibiendo, en raros intervalos, un rincón sombrío de cielo, se notaba que las luces no seguían la dirección del viento.
—Es malo —declaró el gold—. El fin no está próximo.
Antes del crepúsculo, fuimos todos a recoger leña, a fin de aprovisionarnos para la noche entera.
Al alba del 12 de agosto, se elevó un viento nordeste. Si bien se calmó poco tiempo después, la lluvia continuó sin interrupción. Estábamos todos tan derrengados que nuestras piernas apenas podían sostenernos. Tan pronto había que mantener una tienda amenazada de ser llevada por el viento, como proteger la hoguera o aportar una nueva reserva de combustible. Como el agua se abría a menudo camino hacia nuestro vivac, tuvimos también que levantar diques para desviar las oleadas que venían a embestirnos. Las hogueras, empapadas, en vez de hacer fuego nos enviaban humo. Éste, unido al insomnio prolongado, nos hacía mal a los ojos y nos daba la sensación de tenerlos llenos de arena. Los desgraciados perros se quedaban acostados, al pie del acantilado, sin levantar cabeza.
El río era terrible de ver. Su corriente impetuosa daba vértigo; las orillas parecían correr, con la misma rapidez del agua, en sentido inverso. La extensión entera del valle, hasta el pie mismo de las montañas circundantes, se encontraba ya sumergida. Gigantes del bosque, con las raíces socavadas por el agua, caían en el río, donde arrastraban con ellos montones de tierra y vegetación baja. Todos los árboles abatidos eran inmediatamente atrapados y llevados por la corriente. El agua se precipitaba por todas partes en movimientos furibundos. Cuando encontraba un montón de maderas flotante, se formaban torbellinos de espuma amarilla. En cada charca danzaban burbujas, que se elevaban con el viento, estallaban y reaparecían sin cesar.
La jornada tocó a su fin, pero la lluvia y el viento volvieron a empezar con nueva furia. Pasamos la noche en un estado de alelamiento. Cuando uno de nuestros hombres conseguía enderezarse, otros se desplomaban agotados. Así pasó la cuarta noche de tempestad.
El alba que le siguió no modificó en nada la situación. Agazapados bajo las tiendas y envueltos en sus capotes, los soldados permanecían inmóviles. Sólo Dersu y Tchan-Bao, aunque cediendo también a la fatiga, permanecían cerca del fuego. Yo me sentí completamente rendido y no experimentaba ya deseo de comer, beber o dormir, deseando sólo tenderme y no moverme más.
Hacia el mediodía, el cielo pareció aclararse, pero sin que la lluvia disminuyese. De repente, sobrevinieron ráfagas intermitentes de viento, tan cortas como violentas, todas ellas seguidas de calma. Estas ráfagas se esparcieron cada vez más, pero su vehemencia no hizo sino aumentar.
—Esto va a acabar pronto —saltó Dersu.
Sus palabras tuvieron el don de poner un fin súbito a la apatía general. Todos se animaron y se levantaron. El agua cayó del cielo por rachas y los chaparrones alternaron con la más fina de las lluvias. Aquello nos aportó una cierta variedad de impresiones y nos hizo esperar un cambio atmosférico. Al crepúsculo, la lluvia disminuyó sensiblemente y paró del todo durante la noche. El cielo se serenó poco a poco y las estrellas aparecieron aquí y allá. Tuvimos un placer infinito en poder secarnos, tomar el té y extendernos sobre literas no mojadas para gozar de un buen sueño. Aquel fue un verdadero reposo.
Al día siguiente, nos levantamos tarde. El sol había reaparecido en medio de nubes, pero parecía esconderse aún detrás de su cortina, para no tener que mirar la tierra y ver todos los estragos que la tempestad había producido. El agua turbia continuaba precipitándose en cascadas ruidosas desde todas las alturas; el follaje y las hierbas no habían tenido tiempo de secarse y brillaban como barnizados; el sol se reflejaba en cada gota, irisándola con todos los colores del arco iris. La naturaleza volvía a la vida. Las nubes se habían retirado hacia el este. En aquel momento, la tempestad debía hacer estragos cerca de las costas del Japón o en la extremidad sur de la isla de Sakhaline.
Nos quedamos allí todo el día, secando nuestros efectos y reposando. Pero el ser humano olvida pronto las adversidades. Los soldados volvieron a reír y a burlarse unos de otros. El resplandor del sol tomó un tinte púrpura y el crepúsculo fue largo. Nos acostamos temprano; necesitábamos el sueño para librarnos del pasado y asegurar el porvenir.
El 15 de agosto nos levantamos al alba. Una banda de nubes sombrías se extendía todavía en el horizonte, por el este. Según mis cálculos, M. Merzliakov y el resto del destacamento no podían encontrarse muy lejos, ya que la inundación los había sin duda detenido cerca del río Bilihe. Para reunimos con nuestros compañeros, debíamos pasar sobre la orilla derecha y hacerlo tanto más rápidamente cuanto que la corriente iba aumentando aguas abajo, lo que hacía la travesía más difícil en la región inferior. Para realizar ese proyecto, seguimos al principio el borde del valle, pero pronto nos vimos obligados a detenernos, ya que el río socavaba la base de los acantilados. El agua había aportado montones de ramas desgajadas, que formaban una gran barrera. Del otro lado, se percibía una pequeña colina emergiendo del agua, que debía ser explorada. Tchan-Bao fue el primero en hacer la travesía. Hundiéndose en el agua hasta la cintura, provisto de una estaca, siguió la orilla opuesta, sondeando el fondo de la corriente. Su examen le permitió establecer que el río, en este lugar, se dividía en dos brazos, separados uno del otro por una distancia de treinta metros. El segundo de estos brazos era ancho, más profundo que el primero y desprovisto de madera flotante. Arrastrada por la corriente, la pértiga no tocaba fondo. Dersu y Tchan-Bao se pusieron a abatir un gran álamo. Los soldados se apresuraron a venir en su ayuda, sirviéndose de una sierra transversal. Trabajaron con mucho celo, si bien el agua les montaba por encima de las rodillas. Al cabo de un escaso cuarto de hora, el árbol crujió y cayó ruidosamente en el agua. La copa del álamo fue primero llevada por la corriente, pero se enganchó enseguida con un obstáculo, impidiendo que el árbol entero fuera arrastrado. Nos servimos de él como de un puente para atravesar el segundo brazo. Después no quedaba más que franquear unos cincuenta metros de esa selva sumergida. Como estábamos convencidos de que no iban a surgir más canales, volvimos cerca de nuestros compañeros. Es cierto que los hombres eran capaces de emprender la travesía y que se podían transportar efectos y sillas; pero ¿qué hacer de los mulos? Si los obligábamos a ir a nado, la fuerza de la corriente los llevaría hacia las ramas desgajadas antes de que pudiéramos retirarlos con una cuerda. Tomamos el más sólido de los cabestros y le atamos una cuerda, cuyo otro cabo fue tendido por encima de todos los obstáculos formados por la madera flotante. Estando todo presto, la primera de nuestras bestias fue descendida, con precaución, en la corriente; tropezó en el agua turbia y se zambulló completamente. La corriente impetuosa se apoderó del animal y lo llevó hacia el montón de madera, mientras las ondas azotaban por todas partes la cabeza del pobre mulo. Este mostró los dientes y perdió el aliento. En ese momento, tiramos de él hacia la orilla. Esta primera experiencia no tuvo demasiado éxito y entonces elegimos otro lugar donde el descenso hacia el agua ofrecía una pendiente más suave. El trabajo subsiguiente tuvo más éxito.