Pero tuvimos aún mucha dificultad para franquear el bosque inundado. Hundiéndose por encima de las rodillas en el légamo del suelo aluvial, los mulos tropezaron, cayeron en profundos agujeros y se extenuaron completamente. Sólo hacia el crepúsculo pudimos por fin llegar a las alturas que dominaban el valle a nuestra derecha. Si los mulos estaban derrengados, los hombres lo estaban más aún. El frío venía a añadirse a la fatiga y nos costó bastante entrar en calor. No obstante, lo esencial estaba hecho y habíamos conseguido atravesar el río.
El buen tiempo cesó pronto de complacernos. En la noche del 16 de agosto hubo de nuevo niebla, acompañada de una lluvia fina. Ésta continuó toda la noche y todo el día siguiente, obligándonos a andar durante aquel día con el agua casi hasta las rodillas.
La oscuridad iba a instalarse y yo perdía ya la esperanza de llegar al estuario antes de la noche, cuando escuchamos súbitamente el ruido de las olas del mar. La niebla que nos rodeaba al llegar a la ribera marítima, nos lo había ocultado hasta el momento en que vimos a nuestros pies algas marinas y la espuma blanca de la marea alta.
Yo quería ir a la izquierda, pero Dersu me aconsejó tomar la dirección opuesta, porque él acababa de notar huellas de pies humanos que se extendían en los dos sentidos a lo largo de la costa que se sitúa entre los estuarios del Chakira y del Bilihe. Aquello le hizo presumir que el campamento de M. Merzliakov debía encontrarse a nuestra derecha. Yo disparé dos tiros al aire y la respuesta me llegó inmediatamente del lado del río Chakira. Unos minutos después, nos reuníamos con el resto del destacamento. De una parte y de otra nos hicimos preguntas sobre las aventuras y las experiencias de aquellos últimos días. Nos retardamos cerca del fuego para cambiar en detalle nuestras impresiones. La noche era fría y los soldados se levantaron a menudo para acercarse más a las hogueras. Al alba, el termómetro no indicó más que 7º. Cuando el sol hubo caldeado un poco la tierra, todo el mundo se volvió a dormir, para no levantarse hasta las nueve de la mañana.
Teníamos necesidad de reposo; los mulos parecían rendidos; había que acomodar nuestras ropas y nuestro calzado, reparar las sillas, limpiar las armas. Además, nuestras reservas de provisiones estaban a punto de agotarse. Yo decidí cazar y envié a dos soldados para hacer ciertas compras entre los chinos de la vecindad. Mientras estos dos hombres se preparaban, regresé hacia el Bilihe para examinar la disminución de la marea, que había tenido lugar durante la noche. Pero, apenas andados cien pasos, escuché que me llamaban y volví al campamento, donde vi llegar a dos chinos con caballos cargados. Eran precisamente dos obreros que venían de la fanzade Dun-Tavaiza, donde yo quería que fuesen a buscar las provisiones. Estos hombres me dijeron que sus patrones, figurándose nuestra impotencia para atravesar en aquel momento el Bilihe, habían resuelto enviarnos algunas mercancías. Agradecido por esta atención de los chinos, quise ofrecer a los enviados algunos regalos, pero ellos no quisieron aceptarlos. Los dos trabajadores pasaron la noche con nosotros y me contaron que había también una fuerte crecida del Yodzy-khé, en el curso de la cual varias personas se habían ahogado. Por otra parte, el río Sanhobé arrastró en su corriente algunas fanzas,sin que hubiera que deplorar pérdida de vidas humanas, si bien perecieron muchos caballos y otras bestias.
Acompañé a los chinos y llegué al estuario del Bilihe. El mar tenía un aspecto extraño: cerca de la costa, sobre una anchura de dos o tres kilómetros, se extendía una superficie de agua amarilla y embarrada, toda cubierta de madera flotante. De lejos, parecía una flotilla de barcos de diversas especies, veleros, chalupas y otros. Ciertos árboles mantenían todavía su verdor. Era el cambio de viento el que había empujado toda aquella madera hacia el litoral.
Dos días más tarde, el agua del río comenzó a bajar y pudimos planear su travesía. Mis compañeros se pusieron contentos al recibir la orden de partida. Todos se afanaron, poniéndose a ordenar y embalar sus efectos.
Después de la tempestad, la atmósfera había recobrado su equilibrio y la naturaleza entera se había vuelto apacible. Las tardes fueron particularmente calmas, pero seguidas de noches bastante frías.
Cuando los últimos resplandores nocturnos se extinguieron y reinó la oscuridad completa, tuvimos ocasión de observar un fenómeno meteorológico producido por la electricidad: era un fulgor marítimo, que se acompañaba esa vez de un estallido excepcional de la Vía Láctea. No se veía el menor remolino sobre el mar y su superficie lisa proyectaba una especie de luz mate. A veces, esta luz irradiaba de un extremo al otro como si un relámpago viniera a atravesar el océano entero. Los estallidos súbitos desaparecían en uno de los sectores para renacer en otro e ir a extinguirse en el horizonte. Al mismo tiempo, el cielo estaba sembrado de tantas estrellas que semejaba una inmensa nebulosa compacta en medio de la cual destacaba con resplandor especial la Vía Láctea. Todavía hoy me pregunto si aquello era un simple resultado de la transparencia del aire o si existía entre estas dos apariciones simultáneas, resplandor marítimo y claridad celeste, alguna relación directa. No nos acostamos hasta muy tarde, admirando tan pronto el cielo como el mar. Aquel resplandor, según me dijeron por la mañana nuestros centinelas, duró toda la noche y no cesó hasta un poco antes del alba.
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Travesía peligrosa