Al día siguiente, proseguimos nuestro camino a lo largo del valle del Takema. Sin nuevas aventuras, anduvimos tres días y medio para llegar, el 22 de septiembre, al borde del mar. Fue para mí una delicia extenderme sobre la cama preparada en una fanza.Los hospitalarios indígenas nos rodearon de toda clase de cuidados posibles: unos aportaron carne; otros, té o pescado seco. Pude lavarme, cambiarme de ropa y trabajar.
En la mañana del 25 de septiembre, dejamos el Takema para ir al norte. Quise comprometer a Tchan-Lin para que nos siguiera, pero él declinó la oferta. La caza de la cibelina iba a comenzar y él debía preparar sus redes, sus instrumentos y, en general, todo lo que le hacía falta para cazar durante el invierno entero. Le regalé una pequeña carabina y nos separamos como buenos amigos.
De las dos rutas que parten del Takema hacia el norte, una sigue la cornisa que se extiende a una cierta distancia de la costa, mientras que la otra recorre los terrenos aluviales del borde inmediato del mar. M. Merzliakov se adentró en la primera, acompañado de nuestras bestias. Yo seguí la segunda ruta.
Nos hicieron falta dos horas y media para llegar al río Kuliumbé. Habiéndolo vadeado, escalamos una terraza para hacer fuego y secarnos. Desde aquella altura, se podía fácilmente observar todo lo que pasaba en los cursos de agua. Los ketasacababan de emprender su emigración de otoño. Millones de peces recubrían literalmente el fondo del río. Quedándose a veces inmóviles, se apartaban súbitamente como espantados; después, retrocedían con lentitud. Tchan-Bao mató a dos, disparándoles, y aquello fue suficiente para nuestra cena.
En el extremo norte del valle, el camino está obstruido por un gran peñón que forma como un puente entre el acantilado del litoral y la montaña. Al trepar sobre este peñón, no hay que aferrarse a las piedras, ya que éstas acaban por bambolearse y desprenderse de sus bases. Franqueado este primer obstáculo, se encuentra el sendero que bordea la costa, a una altura de veinte metros. Pero éste no es más que una especie de cornisa, estrecha y peligrosa, donde solamente se puede avanzar de costado, volviéndose hacia el acantilado y agarrándose con las manos a sus salientes. Además, este pasaje estrecho y poco uniforme está inclinado hacia el mar. Mucha gente ha perecido allí. Los udehésllaman a este peñón Kulé-Gapani, mientras que los chinos le han dado el sobrenombre de Van-Sine-Laza, en memoria de su compatriota Van-Lin, que habría sido la primera víctima de este trayecto. Es mejor no meterse en él calzado con botas. Habitualmente, se pasa con los pies descalzos, a menos que se lleven zapatos blandos y secos. No hay que pasarlo tampoco en tiempo lluvioso, ni a las horas del rocío matinal, ni después de una helada.
Después de haber vadeado el Kuliumbé, teníamos los zapatos aún mojados, lo que nos hizo aplazar hasta el día siguiente el paso del peñón de Van-Sine-Laza. Mientras buscábamos un lugar bueno para acampar, un animal salió del agua, no lejos de la costa, y se puso a observarnos con una curiosidad manifiesta, con la cabeza echada hacia atrás. Era un ternero marino, anfibio perteneciente a la familia de los pinípedos. Este mamífero permanece habitualmente en el agua, pero trepa a veces sobre las rompientes para descansar. Tiene el sueño inquieto, despertándose a menudo y poniéndose al acecho. La vista y el oído son sus sentidos más desarrollados. Todo lo que tiene de torpe en tierra, lo tiene de ágil en su elemento natural, donde despliega un valor que llega hasta la audacia, permitiéndole incluso atacar al hombre. Este animal se caracteriza por su gran curiosidad y por su gusto por la música. Los cazadores indígenas saben atraer al ternero marino silbando o haciendo resonar, con golpes de varita, algún objeto metálico.
Dersu lanzó un grito al animal. Este se zambulló pero reapareció al cabo de un minuto. El goldle arrojó entonces una piedra, lo que causó una segunda zambullida. Pero la bestia emergió del agua para enderezar bien la cabeza y examinarnos con insistencia. Aquello hizo perder la paciencia a Dersu; apoderándose del primer fusil que encontró a mano, disparó. La bala rebotó sobre el agua, justo al lado del animal.
—¡Eh, viejito, fallaste el tiro! —dije al gold.
—Sólo quería asustarlo, no matarlo —me respondió.
Le pregunté entonces por qué había hecho huir a la bestia. Dersu me aseguró que ella (la bestia) había contado el número de personas que había sobre el litoral. Ahora bien, el ser humano tiene todo el derecho de contar los animales, pero que un ternero marino tenga la ocurrencia de reaccionar así hacia los hombres, ¡ah, eso no! El amor propio de cazador de Dersu se sentía herido.
Distribuimos las ocupaciones para el resto de la jornada: Tchan-Bao y Dersu irían a explorar el peñón, a fin de hacer rodar algunas piedras oscilantes para disponer de ellas, si era posible, a manera de escalones; por mi parte, pasé casi todo mi tiempo trazando nuestros itinerarios.
Cuanto más se adentra uno en el norte, más elevados se vuelven los acantilados de la costa. Al pie de los del Naina, volvimos a encontrar una fanzacoreana, situada totalmente al borde del mar, cuyos habitantes se ocupaban de recoger cangrejos cuando no cazaban cibelinas. Cerca de esta casa, vimos precisamente trampas de cibelinas de las llamadas «puentes».
Para instalarlas, los coreanos comienzan por unir las dos orillas de un curso de agua, empleando para esta obra ramajes caídos. Si faltan en la vecindad, abaten árboles expresamente con este fin. A través del madero que sirve de puente, se prepara un cerco formado de pequeñas estacas, dejando en medio un pasaje estrecho donde se coloca un lazo vertical, hecho de crines. Como el madero está cepillado por los dos lados, la cibelina no puede evitar este cerco. Un extremo del lazo está fijado a una estaca, cuya prolongación reposa precariamente sobre un pequeño soporte y a la cual se ata un peso, representado simplemente por una piedra de dos o tres kilogramos. Corriendo sobre el puente, la cibelina choca con el cerco y trata primero de sortearlo, pero los bordes lisos de la viga se lo impiden. El animal trata entonces de saltar a través del lazo, se encabestra y lo tira detrás de ella, arrancando la estaca de su soporte.
Los coreanos consideran esta forma de atrapar las cibelinas como la mejor de todas, funcionando la trampa con una precisión que no ha permitido jamás escapar a un animal. Además, el agua preserva a la presa contra todo ataque por parte de las cornejas o de los arrendajos.
Al día siguiente, continuamos la marcha hacia el norte.
El 4 de octubre, ordené hacer los preparativos necesarios para nuestra campaña de invierno. Me proponía remontar el río Amagú hasta sus fuentes para franquear a continuación la cresta del Cartú y redescender hacia el mar a lo largo del Kuliumbé.
Los viejos creyentes rusos establecidos en esta región me aseguraron que esos dos cursos de agua abundaban en rápidos y que había muchos desprendimientos en la montaña. Así que nos aconsejaron dejar los mulos y partir a pie, con la mochila a la espalda. Resolví entonces emprender esta expedición solo con el gold.Sólo Tchan-Bao y el tirador Fokin debían acompañarnos durante los dos primeros días. Nosotros tomaríamos a continuación una parte suplementaria de provisiones y proseguiríamos la marcha solos, mientras que ellos tendrían que regresar.