Los productos de que disponíamos debían bastarnos, en mi opinión, para los dos tercios de toda la duración de nuestro trayecto. Me puse de acuerdo, pues, con M. Merzliakov para que él enviara a un cierto udehé, llamado Salé, así como a dos de nuestros soldados, hacia el peñón de Van-Sine-Laza, a fin de depositar el revituallamiento en algún lugar muy visible.
Al día siguiente, 5 de octubre, nos pusimos en ruta, provistos de pesadas mochilas. Un sendero apenas perceptible conducía al lugar donde el río Dunantza desemboca en el Amagú. Hicimos aún cerca de un kilómetro antes de acampar sobre un banco cubierto de piedras. Como nos quedaba todavía más de una hora hasta la puesta del sol, aproveché aquel tiempo para ir a cazar, remontando el Dunantza. Era la plena estación de la caída de las hojas. Cada día, el bosque se revestía más de ese tinte monótono, gris e inanimado, que indica la proximidad del invierno. Sólo los robles conservaban aún su follaje, pero incluso éste parecía amarillento y triste. Despojadas de sus soberbias galas, las zarzas se parecían todas de una manera sorprendente. La tierra, negra y fría, cubierta de hojas caídas, entraba en un sueño profundo; la vegetación se preparaba a la muerte con resignación humilde, sin protestar.
Me dejé llevar de mis reflexiones hasta el punto de que olvidé completamente por qué había venido allí a la caída de la noche. Pero de repente oí un gran ruido que resonó a mi espalda. Me volví inmediatamente y vi un animal indecoroso y jorobado, de patas blancas, que franqueaba el bosque al trote, echando hacia delante su gruesa cabeza. Levanté mi fusil, apunté e hice fuego. El animal cayó, abatido por la bala. Al mismo instante, percibí a Dersu que descendía una pendiente escarpada para ir hacia el lugar donde la bestia había caído. Yo acababa de matar un alce macho, de unos tres años, que pesaría unos trescientos kilos. De aire torpe, este animal tiene un cuello muy poderoso; su cabeza, proyectada hacia adelante, se caracteriza por un grueso hocico curvado hacia abajo. Sus pelos largos, brillantes y lisos, son de un castaño oscuro, casi negro, salvo los de las patas, que son blanquecinos. El alce es muy meticuloso; el menor contratiempo basta para hacerle abandonar su región preferida. Perseguido, se va al trote; jamás al galope. Uno de sus grandes placeres consiste en bañarse en los pequeños lagos pantanosos. Cuando está herido, se escapa. En otoño, no obstante, se vuelve muy agresivo y no se limita a defenderse, sino que se dedica también a atacar al hombre. En tal caso, enderezándose sobre las patas traseras, trata de derribar al adversario con las delanteras, para patearlo a continuación con furor. Por su apariencia, el alce ussuriano difiere poco de su compañero europeo, salvo por los cuernos, que carecen completamente de superficies planas y se parecen más bien a los de los ciervos que a los de sus propios congéneres. Dersu se ocupó de despellejar al animal y tajear la carne. Si bien esta tarea no es agradable, no pude dejar de admirar el arte de mi amigo. Manejaba el cuchillo a la perfección, evitando todo corte inútil y todo movimiento superfluo. Se podía ver en seguida que sabía hacerlo con maña. Nos pusimos de acuerdo en que íbamos a llevar una pequeña parte de esta carne, encargando a Tchan-Bao y a Fokin de llevar el resto a nuestro destacamento. Después de cenar, Fokin y yo fuimos a acostarnos, mientras los dos guías se instalaban aparte y se encargaban de mantener la hoguera.
Me desperté a medianoche y noté que la luna estaba rodeada de un círculo opaco, anunciando con certeza helada para la mañana siguiente. En efecto, antes del alba, la temperatura bajó rápidamente y el agua se congeló en los charcos. Tchan-Bao y Dersu se levantaron los primeros. Añadieron leña al fuego, prepararon el té y vinieron después a despertarnos, a mí y al soldado.
Las cornejas son asombrosas. Olfatean enseguida la presencia de carne. Cuando los rayos del sol habían dorado ya las cimas de las montañas, varios de estos pájaros aparecieron alrededor de nuestro campamento. Interpelándose con gritos estridentes, revolotearon de árbol en árbol. Una de las cornejas se detuvo muy cerca de nosotros y se puso a graznar.
—¡Ah, la mala bestia! ¡Te voy a atizar una...! —gritó el soldado, aprestándose a coger su carabina.
—No hay que tirar —dijo Dersu—; no hace ningún mal. La corneja debe comer como todo el mundo. Ella viene a ver si hay alguien aquí o no. Si no tiene nada que hacer, se va. Y cuando nosotros, a nuestra vez, nos vayamos, volverá para comer los restos.
Estos argumentos parecieron concluyentes a los ojos de Fokin; depuso su arma y dejó de injuriar a los pájaros, incluso cuando ellos se acercaron más.
Yo tenía mucha sed y me puse a tragar ávidamente las airelas heladas que acababa de encontrar. El goldme miró con curiosidad.
—¿Cómo se llama esto? —me preguntó, poniendo varias bayas sobre la palma de su mano.
—Airelas —le respondí.
—¿Y estás seguro de que puede comerse? —volvió a preguntar.
—Desde luego —repliqué—. ¿Cómo es posible que no conozcas este fruto?
El goldme respondió que él lo había visto a menudo, pero no sabía que fuera comestible.
Había lugares donde las airelas abundaban a tal punto que espacios enteros parecían teñidos de un rojo burdeos.
Por la noche, anoté en mi diario mis observaciones, mientras Dersu asaba al espetón la carne del alce. En el curso de nuestra cena, arrojé a la hoguera un trozo de esta carne. El goldse dio cuenta y se apresuró a retirarla del fuego y ponerla de lado.
—¿Por qué tiras la carne al fuego? —me preguntó, en tono descontento—. ¿Cómo puede quemársela sin motivo? Nosotros partiremos mañana y otros hombres vendrán aquí y querrán comer. Pero la carne echada al fuego se habrá perdido.
—Pero ¿quién va a venir por aquí? —le pregunté a mi vez.
—¡Bueno, quien sea! —exclamó muy asombrado—. Vendrá una ratita, un tejón, o una corneja; a falta de cornejas, un ratoncillo o, en fin, una hormiga. La taiga pulula de hombres.
Esta vez me di cuenta de que Dersu pensaba no solamente en seres humanos sino también en animales, e incluso en bestezuelas tan diminutas como las hormigas. Amando la taiga y todo lo que la poblaba, cuidaba de ella tanto como podía.
25
Trayecto difícil
Al alba hizo de nuevo mucho frío y la tierra húmeda se congeló hasta el punto de crujir bajo nuestros pies. Antes de partir, contamos nuestras provisiones. No me inquieté en absoluto al comprobar que no nos quedaba pan más que para dos días, puesto que la mar no debía estar muy lejos y nuestro reavituallamiento debía sin duda haber sido depositado sobre la costa, cerca del peñón de Van-Sine-Laza, por el udehéSalé, asistido de nuestros soldados. Tras la salida del sol, Dersu y yo no tardamos en vestirnos y partimos con paso ligero.
Encerrado entre las montañas, el Kulumbé corre en meandros continuos y entre peñas. Se hubiera dicho que las crestas circundantes se habían aplicado en crear sin cesar un nuevo obstáculo al agua, tomando por fin esta última la ventaja para abrirse a la fuerza un camino hacia el litoral.