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Como el viaje no nos ofrecía el menor sendero, debimos avanzar de cualquier manera. No queriendo vadear el Kulumbé, tratamos de seguir siempre la misma orilla, pero nos vimos pronto en la imposibilidad de seguir. Desde el primer peñasco, estuvimos obligados a atravesar el curso de agua. Después, quise cambiar de calzado, pero Dersu me aconsejó proseguir la marcha, a pesar de mis botas mojadas, y entrar en calor mediante una marcha acelerada. Apenas hubimos hecho medio kilómetro, fue necesario pasar a la orilla derecha para repetir aún aquellas travesías un buen número de veces. Como el agua estaba fría, sentí un dolor en las rodillas como si tuviera agujetas.

Las montañas escarpadas que se levantaban a los dos lados del valle, terminaban hacia el río por acantilados a pico. No podíamos rodearlas, ya que eso representaba un retraso de cuatro días. Así que resolvimos los dos avanzar directamente, esperando encontrar el valle despejado al fin de estos acantilados. Pero la realidad no tardó en demostrarnos lo contrario; más allá, no encontramos más que la continuación de estos acantilados y estuvimos todavía obligados a pasar de una orilla a la otra.

—¡Uf! —exclamaba Dersu—. Nosotros hacemos como las nutrias. Marchamos un poco sobre la orilla, después nos zambullimos, y apenas hemos vuelto a trepar, ¡nueva zambullida!

Comparación muy justa, ya que las nutrias avanzan efectivamente de esta manera. Quizá fuese porque nos acostumbramos al agua, o porque nos reconfortara el sol, o tal vez por el concurso de las dos circunstancias a la vez, el hecho es que los vados acabaron por parecemos menos temibles y el agua nos pareció menos fría. Yo dejé de maldecir y Dersu de refunfuñar. En lugar de seguir una línea recta, no hicimos más que zigzags. Aquello duró hasta mediodía, pero hacia la noche llegamos a un verdadero desfiladero que alcanzaba poco más o menos medio kilómetro de longitud. Tuvimos que seguir directamente el lecho del curso de agua, subiendo a veces sobre un banco de la orilla donde nos calentamos al sol, para descender de nuevo al agua. Acabé por sentirme fatigado. Una superficie llana se presentó, por fin, entre las rocas, obstruida por una cantidad de madera flotante que las aguas habían arrojado. Trepamos encima para encender antes que nada un gran fuego y preparar a continuación la cena. Por la noche, hice la cuenta de nuestras travesías al vado y pude establecer treinta y dos, sobre un recorrido de quince kilómetros, además de nuestra marcha por el desfiladero.

Por la noche, el cielo se había cubierto de nubes, y antes del alba tuvimos una lluvia fina pero intensa. Nos levantamos más pronto que de costumbre para volver a partir después de un ligero desayuno. A lo largo de los seis primeros kilómetros, marchamos por el agua más a menudo que por la orilla, pero acabamos por franquear el sector estrecho y rocoso. Las montañas parecieron retroceder y yo me alegré mucho pensando que el mar no estaba ya lejos. Sin embargo, Dersu me mostró un pájaro que, según él, no habitaba más que en las selvas desiertas alejadas del litoral. Me di en seguida cuenta de la exactitud de sus razonamientos, puesto que las travesías del vado se multiplicaron de nuevo, presentando cada vez mayor profundidad. Dos veces hicimos fuego, sobre todo para poder calentarnos un poco. A mediodía llegamos a un gran peñasco, al pie del cual una senda recientemente apisonada atravesaba el río, dirigiéndose hacia el norte. Más allá de este peñón, Dersu encontró un vivac abandonado y pudo comprobar, según las trazas, que era Merzliakov quien había acampado durante su trayecto desde el Takema al Amagú.

Nos aseguramos de que este sendero nos conduciría hacia el río Naina, donde habitaban los coreanos, mientras que una marcha en línea recta nos debía llevar a la costa, hacia el peñón de Van-Sine-Laza. Ahora bien, el camino del Naina nos era desconocido y no estábamos en situación de calcular la longitud; por otra parte, contábamos con alcanzar el mar a lo largo de la jornada o al día siguiente a mediodía lo más tardar.

Comimos algunos restos de carne y reemprendimos nuestro camino. Hacia las dos de la tarde, la lluvia fina se transformó en aguacero, forzándonos a detenernos más pronto de lo que pensábamos y abrigarnos bajo nuestra tienda. Helado, con las manos transidas de frío y los dedos rígidos, mis dientes castañeteaban. Por desgracia, nuestra leña estaba húmeda y apenas si se quemaba. Yo me caía de fatiga y sentía escalofríos. Dersu sacó de su mochila la última rebanada de pan, aconsejándome probarlo. A mí no me gustó en absoluto; tragué el té y me acosté cerca del fuego, pero ya no pude entrar en calor. Hacia las once de la noche, la lluvia paró y le sucedió la escarcha. Dersu no durmió en toda la noche, atizando todo el tiempo la hoguera.

Hacia la mañana, el cielo se aclaró de golpe, pero la temperatura bajó tan velozmente que el agua de lluvia no tuvo tiempo de escurrirse de las ramas y quedó transformada en carámbanos. El aire se hizo claro y transparente. El sol salió revestido de una púrpura glacial. Yo me desperté con dolor de cabeza, todavía con escalofríos y con los huesos molidos. Dersu se quejaba a su vez de su falta de fuerzas. No teníamos nada para comer y por otra parte no teníamos ningún apetito. Después de haber bebido agua caliente, nos volvimos a poner en ruta. Pronto tuvimos que entrar otra vez en el agua, que yo encontré entonces excepcionalmente fría. Habiendo ganado la orilla opuesta, no pudimos entrar en calor en mucho tiempo. Sin embargo, cuando el sol hubo traspasado la cresta de las montañas, sus rayos vivificantes suavizaron el aire helado.

Por muy constantes que fuesen nuestros esfuerzos por evitar los vados, no pudimos evitarlos, aunque se hicieron cada vez menos frecuentes. Al cabo de cinco kilómetros aproximadamente, el río se dividió en varios brazos. Las islas allí formadas estaban cubiertas de gruesas cañas, donde abundaban las ortegas. Tiramos sobre ellas sin abatir una sola; nuestras manos temblorosas no nos permitían apuntar con firmeza. Seguimos marchando mohínos uno detrás del otro, sin hablarnos apenas.

Percibiendo súbitamente un claro del bosque, creí que estábamos cerca del mar. Pero cuando avanzamos, tuve una gran desilusión. No se veía más que madera abatida, como resultado del ciclón del año precedente. Se trataba del mismo huracán que nos había sorprendido en la noche del 22 al 23 de octubre, en el momento del paso del Sijote-Alin. El centro del ciclón había evidentemente asolado aquella región.

Teníamos que rodear aquel montón de ramas desgajadas, o bien meternos en el cañaveral de las islas. Ignorando la extensión de la superficie obstruida por los árboles abatidos, preferimos la segunda alternativa. Como el río estaba enteramente cubierto de madera flotante, en una extensión de por lo menos cinco kilómetros, pudimos atravesarlo sin importarnos por dónde. Pero avanzábamos bastante lentamente, haciendo altos frecuentes para reposar. Por fin, los obstáculos se terminaron y la superficie del agua volvió a quedar libre. Conté todavía nuestras travesías del vado; pero después de haber anotado las veintitrés primeras, me olvidé de la cifra y ya no pensé más en ello.

Por la tarde, apenas podíamos arrastrar ya nuestras piernas. Yo me sentía destrozado; Dersu estuvo, a su vez, enfermo. Un jabalí encontrado en el camino no nos incitó a la caza. Nos detuvimos temprano para acampar. Pero, en aquel momento, llegué definitivamente al fin de mis fuerzas; sacudido por una fuerte fiebre, tenía, por añadidura, el rostro, las piernas y los brazos hinchados. Dersu debió trabajar solo. Pronto caí sin conocimiento, aunque pude aún sentir que me aplicaban agua fría en la cabeza. No sé cuánto tiempo quedé en aquel estado. Recobrando el sentido, vi que estaba cubierto por la chaqueta del gold.Era de noche, las estrellas brillaban en el suelo y Dersu permanecía sentado junto al fuego, con aspecto agotado. Me enteré de que yo había delirado alrededor de doce horas. Durante todo ese tiempo, Dersu no se había acostado, ocupado en cuidarme, poniéndome compresas en la cabeza y calentándome los pies cerca del fuego. Pedí de beber. El goldme ofreció una especie de tisana de hierba dulzona y repulsiva, pidiéndome encarecidamente que bebiera lo más posible. A continuación, nos acostamos en la misma tienda y nos dormimos en seguida.