Al día siguiente, 13 de octubre, Dersu se sintió un poco reconfortado por el sueño, mientras yo seguía tan extenuado como antes. Pero no podíamos quedarnos en el lugar, ya que no nos quedaba ni una miga de pan. Así que nos levantamos con dificultad para continuar descendiendo penosamente el curso de agua.
El valle se ensanchó poco a poco. Habíamos dejado ya los espacios cubiertos de árboles abatidos o quemados. Por otra parte, en lugar de abetos, cedros y pinos, encontrábamos, cada vez más a menudo, abedules y sauces blancos, así como plantas diversas y enormes, algunas de las cuales tenían dimensiones de árboles y podían servir como madera de construcción. Yo andaba con fatiga, como un beodo. Dersu, por su parte, debió hacer esfuerzos extremos para continuar el camino. A nuestra izquierda se elevaban grandes peñascos, que nos obligaban a pasar de vez en cuando a la otra orilla, facilitándose la travesía por la división del curso de agua en ocho canales. Dersu hizo todo lo posible por estimularme, si bien la expresión de su rostro traicionaba sus propios sufrimientos.
— Kanza(gaviota) —exclamó súbitamente, indicándome una vaga silueta blanca revoloteando en el cielo—. El mar ya no está lejos.
La esperanza de llegar pronto al término de todos estos sufrimientos me volvió a dar fuerzas. Sin embargo, tuvimos aún que volver a pasar a la orilla izquierda del Kuliumbé, que no ofrecía de nuevo más que un solo lecho. Un gran alerce arrojado a través del río vacilaba tan fuertemente, que perdimos mucho tiempo en efectuar ese pasaje. Dersu comenzó por transportar nuestros fusiles y mochilas y volvió para ayudarme durante el trayecto. Acabamos por reposar en la linde de un bosque de encinas, que crecían al pie de un acantilado. El mar estaba a un kilómetro y medio. Pero fue necesario reunir el resto de nuestras fuerzas para poder franquear esta distancia. Los cardos y la maleza se hicieron pronto más escasos y vimos centellear el mar. Nuestro penoso viaje había terminado. Dentro de poco contábamos con encontrar las provisiones aportadas por nuestros soldados, para inmovilizarnos a continuación hasta nuestro completo restablecimiento. A las seis de la tarde, llegamos al peñón de Van-Sine-Laza. Pero, ¡cuál no fue nuestra decepción al no encontrar allí las vituallas esperadas! Registramos todos los rincones, caminando por todos lados entre las ramas desgajadas y las grandes piedras: ¡no había nada! Una sola esperanza subsistía aún y era que los tiradores hubieran dejado nuestras provisiones al otro extremo del peñón. El goldtomó la iniciativa de ir y trepó penosamente por él. Pero, llegado a la cornisa, encontró el peligroso sendero cubierto de hielo y no se decidió a avanzar más allá. Por otra parte, pudo observar desde aquella altura la costa entera y no percibió nada en absoluto. Volvió a descender junto a mí y me comunicó la triste nueva, tratando en seguida de consolarme:
—Está bien, capitán —dijo—; en el litoral siempre se puede encontrar de comer.
Al ir hacia la orilla del mar, dimos vuelta a una piedra. Salieron de debajo de ella una cantidad de cangrejitos, que se escaparon en abanico para esconderse bajo otras piedras. Atrapándolos con nuestras manos, recogimos pronto dos docenas, sin contar los mariscos y un centenar de mejillones marinos. Después, elegimos un buen lugar para acampar e hicimos un gran fuego. Comimos los mariscos y los mejillones crudos, prefiriendo en cambio hervir los cangrejos. La comida no fue copiosa pero sí suficiente para aplacar las primeras embestidas del hambre.
Aunque no tenía ya más fiebre, mi agotamiento seguía siendo el mismo. Dersu, que quería ir a cazar de buena mañana, se acostó primero. Derrengado por el trayecto y debilitado por la fiebre, me reuní pronto con él y no tardé en dormirme.
El alba iluminaba apenas con su incierto resplandor el mar en calma y la costa desierta y nuestra hoguera se había casi extinguido, cuando despertó al gold;los dos a una soplamos sobre los tizones.
En ese momento, escuché a lo lejos dos sonidos seguidos, que más bien parecían aullidos.
—Es un ciervo —dije a mi compañero—. Ve pronto, quizá tengas suerte.
Dersu se vistió en silencio, pero se detuvo para reflexionar, y a continuación dejó caer esta observación:
—No, no es un ciervo. No pueden bramar en esta estación.
Los sonidos se repitieron otra vez y entonces pudimos distinguir netamente que venían del lado del mar. Creí reconocerlos, sin acordarme de dónde los había escuchado antes. Sentado frente al gold,volví la espalda al mar. De repente, Dersu saltó de su sitio y me dijo, con la mano tendida hacia delante:
—¡Mira, capitán!
Me volví y vi el torpedero Grozny,que doblaba el cabo vecino. Sin concertarnos, disparamos al aire dos tiros de fusil y saltamos hacia la hoguera para arrojar en ella unas hierbas, que hicieron elevarse un humo blanco.
El torpedero lanzó una serie de pitidos penetrantes y cambió de dirección para acercarse a nosotros, o sea que habíamos sido percibidos. Nos sentimos muy contentos, como si nos hubieran quitado un peso de encima.
Unos minutos después, éramos acogidos con hospitalidad por el comandante del Grozny.Nos enteramos de que volvía de las islas Chantar y había hecho escala en el estuario del Amagú, donde M. Merzliakov le señaló mi partida para la montaña y mi intención de volver hacia el mar en los alrededores del Kuliumbé. Por otra parte, el comandante sabía por los viejos creyentes que el udehéSalé y los dos soldados encargados de aportar provisiones hacia el peñón de Van-Sine-Laza, habían sido sorprendidos por una tempestad y que su barco se había estrellado contra los escollos, yéndose a pique toda la carga. Entonces, volvieron a partir en seguida por el Amagú, a fin de aprovisionarse de nuevo y venir a nuestro encuentro una segunda vez. El comandante resolvió a continuación ir a buscarnos. Después de llegar por la noche al estuario del Takema, viró de bordo y finalizó a esa hora matinal, en la desembocadura del Kuliumbé, haciendo funcionar la sirena, cuyo ulular había tomado yo por bramidos de ciervo.
Una comida copiosa y un buen té nos hicieron olvidar por unos momentos que llegábamos ya al Amagú. Volví a ver a M. Merzliakov, quejándose de reumatismo y pidiéndome permiso para ir a Vladivostok. Consentí de buen grado e hice partir con él a dos tiradores, a los que encargué traer provisiones y ropas de abrigo, viniendo al encuentro nuestro a lo largo del río Bikine.
Una hora después, el Groznyse preparó a levar anclas. Yo permanecí en la orilla, siguiendo con la mirada al comandante. Este, desde su puente, me saludó agitando su gorra.
En nuestro reducido destacamento no quedaban entonces, excepto yo mismo, más que Dersu, Tchan-Bao y cuatro tiradores que no querían volver a Vladivostok, prefiriendo quedar vinculados hasta el fin a la expedición.