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El curso inferior del Kussún

Dediqué los cinco días siguientes a reposar un poco y a preparar nuestra marcha hacia el norte, a lo largo del litoral. El invierno se aproximaba. El hermoso follaje del estío no ofrecía más que desperdicios apilándose sobre el suelo en montones grises y amarillos; los árboles se levantaban como esqueletos despojados en la selva inanimada. Como se hacía cada vez más difícil alimentar a los mulos, decidí confiarlos hasta la primavera al cuidado de los viejos creyentes.

Partimos la mañana del 20 de octubre y no alcanzamos el río hasta las dos de la tarde. Un viento bastante fuerte, que venía del lado del mar, levantaba olas que se estrellaban ruidosamente sobre la orilla y derramaban su espuma sobre la arena. Un banco se extendía desde el estuario hacia el mar. Metiéndome allí por distracción, sentí como un peso a mis pies. Cuando quise retroceder, me fue imposible moverme; lentamente; me hundía en el agua.

—¡Arenas movedizas! —grité aterrado, tratando de apoyarme sobre mi fusil; pero éste se hundió también.

Los soldados no comprendían nada y miraban con aire perplejo mis extraños gestos. Por el contrario, Dersu y Tchan-Bao vinieron a socorrerme; el primero, para tenderme su tridente; el segundo, para arrojar sobre la arena pedazos de madera. Yo me aferré con la mano a una rama y acerté a sacar un pie detrás del otro, llegando así a ganar penosamente el suelo firme. Tchan-Bao me explicó que esas arenas movedizas eran muy frecuentes sobre el litoral. Las olas ablandaban el suelo arenoso y lo volvían peligroso para el caminante. Por otra parte, después de una calma momentánea del mar, el mismo terreno se afirmaba hasta el punto de poder sostener no solamente a un hombre sino también a un caballo con su carga. No teniendo otra alternativa, debimos esperar que se cumpliese el viejo refrán: después de la tempestad, viene la calma.

El mar se calmó, en efecto, en el curso de la noche, y yo comprobé al día siguiente por la mañana la exactitud de las palabras de Tchan-Bao: la arena se había hecho tan sólida que nuestros pies no dejaban la menor huella. Nuestro sendero nos llevó al borde de un gran acantilado, resto de una antigua terraza ribereña. Como por allí no había ya más árboles ni maleza, vimos extenderse frente a nosotros el vasto valle del Kussún. Enfrente, a un kilómetro apenas, aparecían algunas fanzaschinas. Cuando, tras un largo trayecto, encontramos viviendas, los hombres y los caballos aceleraron el paso.

Mi perra corría a la cabeza, examinando con atención los matorrales que bordeaban el camino. Pronto llegamos a unos campos cuyo trigo estaba ya cosechado y almacenado. De repente, Alpase detuvo al acecho. «¿Serán faisanes?», pensé, empuñando mi fusil. Pero noté que el animal estaba muy desconcertado y se volvía a menudo como para pedirme si debía o no continuar su caza. Cuando le hice un signo afirmativo, avanzó con precaución, olfateando el aire. Pude comprender por su actitud, que no debía tratarse de faisanes sino de otra cosa. Y he ahí que tres pájaros se elevaron ruidosamente. Hice fuego y fallé el tiro. Estos pájaros tenían sin embargo movimientos demasiado pesados, batiendo rápidamente las alas y volviendo a descender a tierra en un vuelo bastante torpe. Les seguí con la mirada y observé que se posaban en el patio más próximo de una de las fanzas:eran gallinas ordinarias, obligadas a buscar su alimento en los campos, lejos de su gallinero, ya que los indígenas no lo tenían en sus casas.

Nuestro camino nos llevó, en seguimiento de las gallinas, hacia la fanzade un viejo udehéllamado Lurl. Su familia se componía de cinco hombres y cuatro mujeres. Los indígenas de esta región no se ocupan por sí mismos de sus huertos, prefiriendo contratar para esta tarea a hortelanos chinos. Sus ropas son medio chinas, medio udehésy el lenguaje que hablan es habitualmente el chino, pero recurren a su propio idioma para contarse sus secretos. Hacía unos cuarenta años, los udehéshabían pululado sobre el litoral. Según una frase pintoresca del viejo Lurl, los cisnes blancos se volvían negros durante su vuelo desde el Kussún a la bahía de Santa Olga, como consecuencia del humo que salía de las tiendas de todo el poblado.

Sobre la orilla del Kussún encontramos un viejo remero manchú que respondía al nombre de Khei-Ba-Tú, que significa «el decano marítimo». Era un marino hábil, habituado desde su infancia a navegar por el Mar del Japón. Su padre, que se ocupaba igualmente de trabajos marítimos, había enseñado la navegación al hijo adolescente. Este, instalado anteriormente sobre la costa meridional de la región ussuriana, se había trasladado en aquellos últimos años hacia el norte. Tchan-Bao persuadió a aquel viejo para que nos acompañase a lo largo del litoral, acordándose que los udehésaportarían al día siguiente nuestros efectos al estuario del Kussún para embarcarlos por la noche a bordo del barco de Khei-Ba-Tú.

Me levanté a primera hora y empecé inmediatamente a organizar la partida, conociendo por experiencia la lentitud de los indígenas para ponerse en ruta, si no se les estimula un poco. No me equivoqué. Los udehésprocedieron primero a reparar sus zapatos y después sus barcos; así que no pudimos partir hasta el mediodía.

En los bordes del Kussún, tuvimos que despedirnos de Tchan-Bao, llamado nuevamente por ciertos motivos hacia Sanhobé. Rehusó toda remuneración pecuniaria y me prometió su ayuda para el año siguiente, si yo volvía por el litoral. Nos estrechamos la mano antes de separarnos y de partir, yo hacia el oeste y él hacia el sur.

En otoño, las jornadas al borde del mar son tan cálidas, que se puede marchar simplemente en camisa; pero por la noche, hay que envolverse en mantas forradas. Ordené, pues, embarcar todas nuestras vestimentas abrigadas para expedirlas por mar; así no teníamos que llevar más que nuestras raciones para un día y nuestras armas. Khei-Ba-Tú debía conducir su barco a la desembocadura del Tahobé, donde nos proponíamos reunimos con él.

Las orillas de ese estuario están cubiertas de una selva rala donde crecen el olmo, el tilo, la encina y el abedul negro. Un poco aguas arriba, aproximadamente a dos kilómetros de la costa, hay espacios más despejados, llanos y aptos para la colonización. Fue allí donde encontramos una pequeña fanzacuyos habitantes me parecieron udehés,si bien por la noche me explicaron que pertenecían a la tribu de los solones.

El aspecto de mis nuevos amigos no los distinguía mucho de otros indígenas ussurianos. Me parecieron solamente un poco más pequeños y huesudos, siendo también más móviles y expansivos. Aquellas gentes hablaban sea el chino sea un dialecto especial donde se mezclaban el solóny el gold.Su vestimenta no difería tampoco de la udehé,siendo quizá menos abigarrada y adornada. La familia de nuestros huéspedes estaba formada por diez miembros. Les preguntamos cómo se habían trasladado desde Manchuria a esta región, y nos hicieron el relato siguiente:

Instalados primero sobre el Sungari, abandonaron ese río y fueron al río Khor, afluente del Ussuri, para cazar allí. Pero cuando las numerosas bandas de hundhuzeshicieron su aparición, el gobierno chino envió tropas para combatir a esos bandidos. La familia de los solonesse encontró entonces entre dos fuegos: por una parte, estaba atacada por los hundhuzesmientras que por la otra las tropas gubernamentales se complacían en ensañarse en todo el mundo, sin distinción. Nuestros amigos huyeron entonces hacia el Bikin, para franquear a continuación el Sijote-Alin e instalarse finalmente sobre la costa.