Nosotros dedicamos las cuatro jornadas siguientes a explorar los ríos Tahobé y Kumukhú. El más joven de nuestros huéspedes, llamado Datzarl, robusto e imberbe, nos ofreció sus servicios de guía. Tenía una actitud orgullosa y consideraba a nuestros tiradores con cierta altanería. No pude dejar de notar la ligereza de su marcha, así como la agilidad y soltura de sus movimientos.
En la mañana del 23 de octubre, nos pusimos en ruta y costeamos la orilla izquierda del curso de agua. Yo marchaba a la cabeza con Dersu y Datzarl; los dos soldados, Zakharov y Arinin, venían a continuación. Una ardilla se cruzó en nuestro camino. Sentada sobre las patas traseras, la cola levantada sobre el lomo, el animalillo roía una piña de cedro. Al acercarnos, trepó rápidamente sobre un árbol, llevándose su comida, y nos miró de arriba a abajo con curiosidad. El solónse deslizó con pasos cautelosos hacia el cedro y golpeó violentamente el tronco con su bastón, dando un grito. La ardilla, atemorizada, dejó caer su piña y trepó aún más arriba. Era lo que esperaba Datzarl; recogiendo la piña, siguió su camino sin ninguna consideración por la bestezuela ofendida. Esta saltaba de rama en rama, agitándose para expresar su protesta contra aquel acto de pillaje cometido en pleno día. Todos nos reímos de buena gana y Dersu resolvió que en adelante recogería nueces según esa moda que no conocía todavía. Pero antes dirigió a la ardilla palabras de consuelo:
—No debes enfadarte. Nosotros andamos por tierra. ¿Cómo podríamos encontrar piñas? Mientras que tú, encaramada allá arriba, estás rodeada de ellas.
Y a continuación señaló con la mano el follaje del gran cedro.
Durante toda la jornada, el aire estuvo velado de bruma; las nubes, tan pronto pesadas y sombrías como vaporosas, cubrían el cielo como un encaje. Las «coronas» que aparecieron alrededor del sol se redujeron cada vez más para fundirse en una mancha opaca. El bosque quedó en calma, si bien el viento se puso a agitar las cimas de los árboles. Dersu y Datzarl parecieron inquietarse por esto y se hablaban a menudo, observando el cielo.
—Es malo —hice notar yo—, este viento que comienza a soplar del mediodía.
—No —rectificó gravemente el gold—. Aquélla es su dirección —agregó, indicando el nordeste.
Creí que se equivocaba e hice objeciones.
—¡Pero, mira los pájaros! —exclamó Dersu—. Ya ves que vuelven el pico al viento.
En efecto, una corneja, encaramada sobre un abeto vecino, tenía la cabeza vuelta hacia el nordeste. Para ella, era la posición más ventajosa, ya que el viento venía a deslizarse sobre sus plumas. Si ella le hubiera presentado el flanco o la cola, el viento habría penetrado bajo su plumaje y hubiera helado al pájaro.
Hacia la noche, el cielo se oscureció completamente, mientras la temperatura subía de dos a veinte grados. Este era otro síntoma desfavorable. Para prepararnos a cualquier eventualidad, instalamos muy sólidamente nuestras tiendas y recogimos más madera que de costumbre. Pero nuestras aprensiones fueron inútiles y la noche transcurrió en paz.
Cuando me desperté al día siguiente, mi primer impulso fue mirar al cielo. Las nubes se extendían en bandas paralelas, que iban de norte a sur. Como no había que retrasarse, tomamos pronto nuestras mochilas y subimos a lo largo del Tahobé. Yo me proponía llegar el mismo día al Sijote-Alin, pero nos lo impidió el mal tiempo. Una bruma espesa reapareció en el aire hacia mediodía. Las montañas se colorearon de un azul oscuro y lóbrego. Hacia las cuatro, primero llovió y después cayó una nieve espesa y aguada. El sendero se hizo en seguida blanco y quedó visible a lo lejos, a pesar de la maleza y de los árboles abatidos. El viento sopló violento e irregular. Hubo que resignarse a acampar. Llegamos precisamente a un peñón que se levantaba solitario sobre la orilla derecha, no lejos del curso de agua. Parecido a una fortaleza, estaba flanqueado de un bosquecillo de abedules. Los soldados aportaron combustible, mientras Datzarl se adentraba en la espesura buscando unas buenas «horquillas» (soportes) para nuestra tienda. Pero, un minuto después, lo vi volver a la carrera. A unos cien pasos del peñón, se detuvo para echar una ojeada y emprendió de nuevo su huida. De regreso en el campamento, habló ansiosamente con Dersu. Este miró a su vez el peñón, lanzó un salivazo y arrojó su hacha por tierra. Después, vinieron los dos hacia mí y me rogaron que hiciera instalar el campamento en cualquier otra parte. Les pregunté la razón y Datzarl me contó esto: desde que había comenzado a partir un árbol al pie del peñón, un espíritu se había divertido, por dos veces, lanzándole algunas piedras desde lo alto. Dersu y el solónme rogaron con tanta persistencia que abandonara aquellos lugares que acabé por ceder y ordené transportar las tiendas más abajo. Por otra parte, no tardamos en encontrar un lugar aún mejor situado que el primero.
Todos a una, realizamos el trabajo requerido; se trajo madera y se encendieron grandes hogueras. El goldy el solónemplearon mucho tiempo en instalar una especie de cercado, abatiendo algunos árboles, cuyos extremos hundieron en la tierra, apuntalándolos con soportes y poniendo incluso mantas. Cuando interrogué a Dersu sobre esto, me explicó que la cerca se había levantado para impedir al espíritu que observara desde lo alto lo que pasaba en el campamento. Encontré esto ridículo, pero me abstuve de decírselo a mi amigo para no ofenderlo. Mis soldados se preocuparon muy poco por saber si el espíritu los miraba o no desde su altura y se interesaron mucho más por cenar.
Como el tiempo empeoró por la noche, todos se escondieron en las tiendas para tomar té hirviendo. Hacia las once, cayó súbitamente una espesa nieve y en seguida brilló en el cielo un resplandor.
—¡Una tormenta! —exclamaron a coro los soldados.
Iba a responderles, cuando resonó un trueno violento.
Esta tormenta, acompañada de nieve, duró hasta las dos de la madrugada. El rayo estalló a menudo, caracterizándose por una luz roja. Los truenos eran potentes y resonaban a lo lejos, sacudiendo la tierra y la atmósfera. Dada la estación, aquel fenómeno era tan nuevo y extraordinario que no dejábamos de observar con curiosidad el cielo. Pero éste permanecía sombrío, y sólo al fulgor del rayo pudimos ver las pesadas nubes que se dirigían hacia el sudoeste. Uno de los truenos fue especialmente ensordecedor. El rayo acababa de caer precisamente del lado de la altura rocosa y el ruido del trueno se acompañó de otro producido por un desprendimiento. ¡Había que ver la emoción de Datzarl! Encendiendo una nueva hoguera, se abrigó detrás de su cerca. Yo eché un vistazo a Dersu. El goldtenía el aire confuso, asombrado, incluso espantado. El espíritu del peñón, lanzador de piedras, la tormenta mezclándose con la nieve, aquel desprendimiento en la colina, todo se confundía en la mente de mi amigo, pareciéndole relacionado entre sí.