Supimos por este trampero que el río donde acabábamos de llegar era un afluente del Nakhtokhú. Con alguna dificultad, persuadimos a Yanseli de que fuera nuestro guía. Lo que le sirvió de incentivo principal no fue el dinero sino los cartuchos para carabina con que prometí remunerarle después de que llegáramos al borde del mar.
Aquellas últimas jornadas fueron particularmente frías. A lo largo de los dos ríos se formaron capas de hielo, facilitándonos sensiblemente la marcha. Todos los brazos laterales del río se congelaron. Nosotros aprovechamos para acortar el camino y pudimos así llegar rápidamente a Nakhtokhú. A la tarde, Yanseli nos llevó por un sendero que seguía el curso de agua a lo largo de una serie de trampas para cibelinas. Pregunté a nuestro guía quién era el trampero que las había instalado. Yanseli me respondió que un udehéllamado Monguli era desde hacía mucho tiempo el propietario de aquellos parajes y que íbamos sin duda a encontrarlo pronto. De hecho, apenas hubimos franqueado dos kilómetros, percibimos a un hombre inclinándose sobre una de aquellas trampas, cuyo interior examinaba con atención. Viendo gente que llegaba del lado del Sijote-Alin, tuvo miedo y quiso escaparse, pero se calmó cuando notó a Yanseli. Como no deja nunca de pasar en estos encuentros, todos se detuvieron a la vez. Los soldados encendieron sus pipas mientras Dersu y los dos udehésentablaban una conversación.
—¿Qué ha pasado? —pregunté al gold.
—Un manza(chino) ha robado una cibelina —respondió.
Según Monguli, un chino que pasaba por ese sendero dos días antes, había retirado de la trampa a la cibelina, poniendo a continuación el artefacto en orden. Yo objeté que la trampa podía también haber quedado vacía todo el tiempo; pero Monguli me hizo ver gotas de sangre, probando que la trampa había, evidentemente, funcionado.
—¿Quizá —pregunté todavía— era una ardilla y no una cibelina?
—No —arguyó Monguli—. Cuando la viga acabó de apretar a la cibelina, ésta royó las pequeñas estacas y dejó allí las huellas de sus dientes.
Le pregunté entonces por qué suponía que el ladrón era precisamente un chino. El udehéme respondió que el culpable llevaba calzado chino; añadió incluso que le faltaba un clavo en su talón izquierdo. El conjunto de estas pruebas no dejaba subsistir ninguna duda.
Durante los dos días siguientes no hizo frío y tuvimos mucho viento. Las superficies heladas de los cursos de agua, que no habían recubierto hasta entonces más que las partes laterales, venían ahora a reunirse en muchos lugares y formaban allí como puentes naturales. Aquello permitía pasar fácilmente de una orilla a la otra.
Sobre el último de los prados que encontramos en este trayecto, se levantaban tres lanzas pertenecientes a udehés.Los indígenas de esa región habían comenzado muy recientemente a construir casas al estilo chino. Algunos años antes, habitaban aún sus primitivas yuntas.Junto a cada lanza se encontraban entonces pequeños huertos que cultivaban chinos asalariados. Estos se asociaban, por otra parte, con los udehéspara cazar animales de pieles, dividiéndose la ganancia en dos partes iguales. Nuestra encuesta nos permitió por lo demás establecer que el Nakhtokhú representaba el límite norte de la zona de influencia china.
La aldea donde nos encontrábamos no contaba más que con cinco habitantes; cuatro estables y uno temporal, venido del Kussún. Cada uno de estos hombres, aunque sea un adolescente, lleva dos cuchillos sujetos a su cintura; uno, es un cuchillo de caza ordinario; el otro, pequeño y curvado, sirve para los usos más variados. Estos indígenas los manejan muy hábilmente, empleándolos por turno como lezna, cepillo (de carpintero), barrena o cualquier otro instrumento.
Fue entonces cuando nos enteramos de una nueva extremadamente desagradable: desde el 4 de noviembre, fecha en la cual nuestro barco había abandonado el Kholunkhú, todo vestigio se había perdido. Me acordé de que aquel día el viento había sido muy fuerte. Ahora bien, uno de nuestros nuevos huéspedes, llamado Pugu, había visto una embarcación luchando en alta mar contra el viento, que la llevaba cada vez más lejos de la costa. Aquello significaba para nosotros una desgracia irreparable. A bordo de aquel barco se encontraban todas nuestras pertenencias: ropas abrigadas, un par de zapatos y una manta para cada uno, lona de tienda, fusiles, cartuchos y, en fin, provisiones muy escasas. Sabía que ciertos udehéshabitaban aún más lejos, al norte, pero la distancia era tal y aquellas gentes eran tan pobres que no era cuestión de instalar en sus casas todo nuestro destacamento. ¿Qué hacer? Sumidos en esas reflexiones llegamos a un espeso bosque compuesto de pequeñas coníferas, que separaban los prados del Nakhtokhú del mar. Habitualmente, llegábamos hacia un barco con el sentimiento alegre del retorno al hogar.
Pero esta vez, el estuario del Nakhtokhú nos parecía tan extranjero y desierto como cualquier otro río. Además, compadecíamos a Khei-Ba-Tú, el bravo marino que tal vez se habría ahogado. Avanzábamos todos en silencio, preocupados por el mismo pensamiento: ¿Qué había que hacer? Los soldados comprendían perfectamente lo serio de la situación de la cual yo debía sacarlos.
Un claro se hizo por fin; la selva terminó y divisamos el mar.
28
El testamento
En otro tiempo, el estuario del Nakhtokhú se terminaba por una laguna abrigada a lo ancho por una lengua de tierra. Pero este vasto espacio se encontraba entonces transformado en un pantano cubierto de musgos, de romero, de murtillas y gayubas. El río desemboca en un pequeño golfo encuadrado por promontorios. Allí, al pie de los acantilados ribereños, instalamos nuestro campamento. Por la noche, Dersu y yo, sentados los dos junto al fuego, deliberamos sobre la situación. Cuatro días habían pasado después de la desaparición del barco. Si éste hubiera estado en las proximidades, habría aparecido hacía tiempo. Yo sostenía que debíamos ir a Amagú para pasar el invierno en casa de los creyentes viejos, pero Dersu no era de mi opinión. Según sus consejos, debíamos quedarnos a orillas del Nakhtokhú y dedicarnos a cazar, para obtener así pieles que nos permitieran confeccionar nuevo calzado. Los indígenas, decía él, estarían en condiciones de proporcionarnos pescado seco y alforfón. Pero se presentó otra dificultad: las heladas aumentaban cada día y se podía prever que, dentro de una quincena, no nos bastarían nuestros vestidos de otoño, demasiado ligeros. A pesar de todo, prevaleció la opinión más sabia: la del gold.Los soldados se acostaron después de la cena mientras nosotros prolongábamos nuestro tête-à-tête.