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Yo expresé aún mi idea de llegar por lo menos hasta las fanzasde los udehés,al borde del mar, porque allí sería más fácil procurarse víveres. Pero Dersu no perdía la esperanza de ver llegar a nuestro batelero. Si Khei-Ba-Tú estaba vivo, llegaría ciertamente para buscarnos por el litoral. Ahora bien, si no nos encontraba, se iría más lejos y nos quedaríamos en el atasco. No pude más que asentir a estas razones. Pero las reflexiones más o menos negras me obsesionaron sin cesar. Si era demasiado humillante volver sin haber conseguido los fines previstos, era una locura emprender una campaña de invierno sin el equipo necesario.

Cuando los tiradores supieron que íbamos a quedarnos allí largo tiempo, quizás el invierno entero, se pusieron a amontonar madera flotante, arrojada por las olas, para construir una cabaña. Era una buena idea. Se sirvieron de piedras de talla para hacer estufas y acondicionar chimeneas, según el uso coreano, en madera hueca. La entrada fue protegida por lonas de tienda; el techo, por musgos y césped. En el interior, ramas de abeto y hierbas secas formaron una especie de techo y el conjunto del alojamiento no careció de un cierto confort.

Al día siguiente, Dersu y yo decidimos ir a lo largo de la costa, hacia el sur, para buscar algunas huellas del paso eventual de Khei-Ba-Tú y al mismo tiempo para cazar. En el curso de la ruta, discutimos las razones posibles de esta desaparición total del batelero. Estos debates, que entablábamos por centésima vez, nos llevaron a la misma conclusión: teníamos que fabricarnos primero zapatos e ir después a la casa de los creyentes viejos del Amagú.

Mi perra Alpacorría alrededor de cincuenta pasos delante nuestro. Pero yo percibí, súbitamente, dos animales a la vez: uno, era ciertamente Alpa; el otro, aunque se parecía también a un perro, se distinguía no obstante de ella. Velludo y oscuro, tenía las piernas cortas. A saltos bruscos y torpes, corría a lo largo de los acantilados ribereños y parecía tratar de adelantar a Alpa.Cuando alcanzó a mi perra, este ser velludo se detuvo para ponerse en posición de defensa. Era un glotón. Este pequeño carnicero, el representante más importante de la familia de los turones, se encuentra en las selvas de montaña donde habitan corzos y, más especialmente, almizcleros. Es capaz de quedar dos horas enteras inmóvil sobre un árbol o sobre una roca, vecinas a un sendero frecuentado por los almizcleros, para acechar esta presa de la cual ha estudiado muy bien el carácter, los caminos preferidos y los procedimientos. Sabe así que en la época de las nieves profundas el almizclero describe invariablemente la misma curva para evitar el tener que abrirse un nuevo camino. En consecuencia, habiendo levantado su presa, el carnicero la persigue hasta el momento en que el almizclero acaba un círculo completo. Hecho esto, el glotón trepa sobre el árbol donde espera pacientemente un nuevo pasaje del pequeño rumiante. Si esta maniobra fracasa, el glotón persigue a su presa hasta que ésta cae agotada. Durante todo este tiempo, él no persigue a otro almizclero que pueda encontrarse en su camino, sino que continúa corriendo detrás de su presa inicial, incluso si no puede percibirla por el momento.

Alpase inmovilizó para mirar de arriba abajo a su camarada de ocasión. Yo levanté mi fusil, pero Dersu me detuvo, diciéndome que economizara cartuchos. Esta observación era muy justa, así que llamé a mi perra, mientras el glotón se escapaba, desapareciendo pronto en un barranco.

Elegimos el lugar donde íbamos a acampar aquella noche, depositamos nuestros efectos y fuimos cada uno a cazar por nuestro lado. Pero no nos quedaba mucho tiempo disponible. Cuando nos reunimos un poco más tarde, el día estaba ya declinando. El sol iba a esconderse detrás de las montañas, proyectando sus rayos hasta el último extremo de la espesura y envolviendo en un oro tierno los troncos de los álamos, las cimas puntiagudas de los abetos y las copas vellosas de los cedros. Escuché en la vecindad un silbido penetrante y lancé al golduna mirada de interrogación.

—¿Un almizclero? —preguntó el gold.

Yo se lo señalé con la mano.

—¿Pero dónde? —repitió.

Lo orienté con la mano, haciéndole dirigir su mirada todo a lo largo de una serie de objetos salientes y visibles; pero a pesar de todos mis esfuerzos, Dersu no advirtió nada. Levantando su fusil lentamente, miró aún con atención en la dirección del animal e hizo fuego, pero falló el tiro. La detonación rodó a través de la selva para ir a extinguirse a lo lejos. El almizclero, aterrorizado, se escapó de un salto hacia la espesura.

—¿Lo he abatido? —me preguntó Dersu. Vi en sus ojos que no había podido darse cuenta de los resultados de su disparo.

—Esta vez, has fallado —le respondí—. El almizclero ha huido.

—¿Es posible que haya errado? —preguntó el golden tono angustiado.

Íbamos hacia el lugar donde el almizclero estaba hacía un momento. Como no había sobre el suelo ninguna traza de sangre, no cabía duda: Dersu acababa de errar su golpe. Yo me puse a embromar a mi amigo, que se había echado a tierra, pensativo, con su arma sobre las rodillas. Pero él se levantó de un salto, corrió a hacer un grueso entalle sobre un árbol, volvió a tomar su fusil y se fue apresuradamente a ciento cincuenta o doscientos pasos. Creí que quería rehabilitarse y probarme que su fracaso sólo había sido fortuito. No obstante, como el entalle era poco visible a esa distancia, el goldtuvo que acercarse. Acabó por elegir un sitio donde fijó su arpón y comenzó a apuntar. Empleó cierto tiempo, alejando dos veces la cabeza de la culata y pareciendo no decidirse a apretar el gatillo. Habiéndolo hecho al fin, corrió hacia el árbol. Pero la manera en que dejó súbitamente caer su brazo, me hizo comprender que había errado el blanco. Cuando me reuní con Dersu, vi que su gorro y su arma estaban tirados por el suelo. Los ojos dilatados y huraños del gold,se fijaban vagamente en el espacio. Le toqué la espalda y se explayó en un torrente de palabras.

—Antes, cuando nadie veía aún la presa, yo era siempre el primero en percibirla. Cuando tiraba, no dejaba jamás de agujerearle la piel. Ninguna de mis balas fallaba. Tengo ahora cincuenta y ocho años. Mi vista ha disminuido, no veo ya. He fallado al almizclero; después, al árbol también. No quiero ir con los chinos sin conocer sus trabajos. ¿Cómo haré para vivir?

Entonces comprendí que mis bromas habían sido inoportunas. Para este hombre, que se ganaba la vida a con la caza, el debilitamiento de la vista significaba el fin. Era tanto más trágico cuanto que Dersu estaba absolutamente solo. ¿Adónde ir y qué hacer? ¿Dónde dejar reposar, en la vejez, esta cabeza de blancos cabellos? Sentí una inmensa piedad por el anciano.

—Está bien, está bien —le dije—. Tú me has ayudado mucho y a menudo me has sacado del peligro. Soy tu deudor; en mi casa encontrarás siempre dónde alojarte y de qué comer. Viviremos juntos.

El goldse levantó y recogió sus efectos. Tomando su fusil, le echó una mirada como significando que no tendría más necesidad de él.