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—Eso no es nada, capitán —me tranquilizó el gold—. Estos hombres no tienen miedo al frío. Viven siempre en la montaña y cazan la cibelina. Duermen allí donde la noche los sorprende y se calientan la espalda a la luz de la luna.

Por la mañana, los udehésvolvieron a la pesca, desenvolviéndose de otra manera. Levantaron una pequeña tienda de cuero, protegida contra la luz, por encima de los agujeros hechos en el hielo. Los rayos del sol penetraron a través de la superficie helada e iluminaron las piedras, las conchas, la arena y las plantas acuáticas. Un arpón de pescado, sumergido en el agua, no llegaba completamente hasta el fondo. Otras tres tiendas flanqueaban de cerca la primera. Había un hombre en cada una de las cuatro. Todos los otros pescadores se dispersaron en abanico y se pusieron a perseguir a los peces hacia esos cuatro camaradas. Cuando los animales pasaban cerca de un agujero, el hombre sentado en el interior de la tienda los cogía, pinchándolos con su arpón. Esta pesca fue aún más abundante que la de la víspera.

El 2 de diciembre, los soldados acabaron sus trabajos. Les concedí aún una jornada para los últimos preparativos.

En la tarde del 4, cargamos sobre los trineos todos nuestros efectos, salvo las camas, que íbamos a embalar al día siguiente por la mañana.

Los chinos vinieron a acompañarnos con todo el aparato de sus banderas, carracas y cohetes.

Durante esas últimas jornadas, el río se había congelado sólidamente, ofreciendo un hielo uniforme, pulido y brillante como un espejo. Nuestra caravana se componía de ocho trineos, llevando cada uno una carga de alrededor de cien kilogramos. Como yo carecía de dinero, prescindimos de los perros de tiro. Por otra parte, a orillas del Kussún hubiera sido difícil procurárselos en la cantidad necesaria. Así que nos vimos obligados a tirar nosotros mismos de los trineos. El tiempo nos fue favorable y los trineos avanzaron con facilidad. Todo el mundo marchó con alegría, entre bromas y risas. El primer día alcanzamos la desembocadura del río Bui, que los chinos llaman Ulengú. Allí abandonamos el Kussún para adentrarnos en la dirección del Sijote-Alin.

Cerca de la confluencia de los dos ríos habitaba un udehéllamado Cantzui, muy reputado por sus cualidades de navegante especializado en el paso de rápidos. Cuando le pedí que nos acompañara hasta el Sijote-Alin aceptó voluntariamente mi oferta, pero a condición de albergarme primero en su casa durante un día, ya que él debía mandar a cazar a su hermano y prepararse él mismo para el largo viaje proyectado. Por la noche, nos regaló un pescado atrapado con arpón. Se puso sobre la mesa la pieza entera, servida en crudo. Era un tímalo, salmónido cuyas dimensiones no van a la zaga de las del Salmo Gibbosus.Prescindiendo del prejuicio contra los pescados crudos, que es innato a todos los europeos, hicimos honor a los manjares ofrecidos por nuestro huésped.

Durante los cuatro días siguientes, del 9 al 12 de diciembre, avanzamos en dirección noroeste, remontando el Ulengú hacia las fuentes situadas en el macizo del Sijote-Alin. Como los incendios anuales han acabado por aniquilar la selva de aquellas montañas, no se encuentran sectores boscosos más que en las orillas del curso de agua y sobre las islas formadas por sus brazos laterales. A juzgar por las superficies heladas de todos esos canales, se hubiera supuesto que el Ulengú debía abundar en agua, incluso en verano. Pero no es así. En la estación cálida, las aguas descienden de las montañas y se deslizan precipitadamente, dejando pocas huellas de su paso. En invierno, el cuadro es completamente distinto: como los embates del agua vienen a llenar cada agujero, cada fosa y canal, se amontonan capas de hielo; otras se superponen, siempre en aumento y abarcando espacios cada vez más vastos. Estas superficies heladas facilitaron sensiblemente nuestro avance. Pero, por otra parte, los árboles abatidos son arrastrados por los embates del agua, y se acumulan inmóviles a lo largo de los pequeños ríos. Al corriente de esta circunstancia, nos habíamos provisto de hachas y de dos sierras transversales. Con estos útiles, los soldados no tardaban mucho tiempo en quitar los obstáculos para abrirse camino.

Las capas de agua nuevamente congeladas aumentaban a medida que nos acercábamos al paso. El vapor desprendido por el hielo reciente dejaba percibir de lejos aquellos sitios. Para evitarlos, nos fue necesario escalar cuestas, lo que nos costó mucho tiempo y esfuerzos. Era importante, sobre todo, no mojarse los pies. En este sentido, los zapatos indígenas, hechos de piel de pescado y cosidos con venas de animales, son de un valor incomparable.

En esta región ocurrió un pequeño accidente que nos hizo perder una jornada casi entera. Una noche, el agua llegó hasta nuestro campamento sin que nosotros nos diéramos cuenta. Se congeló rápidamente y uno de nuestros trineos quedó aprisionado en el hielo. Fue necesario primero librar el vehículo a golpes de hacha, hacer deshelar a continuación sobre el fuego los árboles del trineo y, por fin, reacomodar lo que se había roto. Ya experimentados en estos casos, tomamos desde entonces la precaución de no abandonar nuestros trineos sobre el hielo durante una acampada, sino ponerlos sobre rodillos.

Sin embargo, nuestra marcha se hacía cada día más difícil. Nos metíamos constantemente en alguna espesura, o en canteras rocosas obstruidas por las ramas desgajadas. Armados de sus hachas, Dersu y Suntzai iban delante y abatían zarzas y arbustos, tanto para apartarlos del camino como para hacer terraplenes al borde de los fosos y de las pendientes donde los trineos podían caer. La nieve aumentaba a medida que avanzábamos por la montaña. Se veían por todas partes troncos de árboles ennegrecidos por el fuego, desprovistos de corteza y de ramas. Estos sectores devastados por incendios son de una punzante tristeza y no se encuentra en ellos un solo pájaro ni la menor huella de vida.

Andando al lado de Suntzai y de Dersu, escuché las voces de los soldados que nos seguían. Me detuve un momento para examinar algunos curiosos fragmentos de pizarras montañosas que emergían de la nieve. Cuando fui, pocos minutos después, a reunirme con mis compañeros, les vi avanzar inclinándose hacia el suelo para escrutar atentamente algo.

—¿Qué pasa? —pregunté a Suntzai.

Fue el goldquien me contestó.

—Acabamos de encontrar la pista de un chino que ha pasado por aquí hace tres días.

De hecho pude ver, por aquí y por allá, huellas de pasos humanos, apenas perceptibles, casi totalmente borradas por la nieve. Dersu y Suntzai notaron también otro detalle: estas huellas, dispuestas en zigzag desordenado, indicaban que el chino se había echado a menudo por tierra y que debía sin duda haber dos campamentos muy próximos uno de otro.

—Un enfermo —fue la conclusión de mis dos compañeros.

Avanzábamos más rápido. Las huellas, que costeaban todo el tiempo el río, nos indicaron que el chino no trataba ya de saltar los troncos derribados, sino que los rodeaba. Después de una media hora de marcha, la pista se desvió bruscamente. La seguimos todavía. De repente, dos cornejas volaron de un árbol vecino.

—¡Oh! —exclamó Dersu, deteniéndose—. El hombre ha muerto.