A unos cincuenta pasos del río, vimos, en efecto, un chino. Sentado en tierra, se apoyaba contra un árbol, con el brazo derecho reposando sobre una piedra y la cabeza inclinada hacia la izquierda. Una corneja posada sobre el hombro izquierdo del difunto se separó bruscamente, asustada por nuestra proximidad. Los ojos del muerto permanecían abiertos bajo una capa de nieve. Un examen de los alrededores nos permitió reconstruir el cuadro siguiente: en el momento en que se sintió muy mal, el chino decidió acampar: levantó su mochila y quiso plantar su tienda, pero le fallaron las fuerzas; se sentó al pie del árbol y no tardó en sucumbir.
Suntzai y Dersu se quedaron atrás para enterrar al muerto, mientras nosotros nos volvíamos a poner en ruta. Todo aquel día tuvimos que trabajar sin respiro, y no pudimos detenernos ni a comer; sin embargo, no hicimos más de diez kilómetros. Los árboles abatidos, las capas de hielo reciente, el pantano lleno de terrones, las hendiduras repletas de nieve que se abrían entre las rocas, constituían tantos obstáculos, que llegamos a tardar ocho horas enteras para franquear justo cuatro kilómetros y medio. Hacia la noche, en fin, comenzamos la ascensión del Sijote-Alin. Mi aparato señaló setecientos metros por encima del nivel del mar.
Al día siguiente, exploré los alrededores y noté, a una cierta distancia, torbellinos de vapor espeso que se elevaba de la tierra. Llamé a Dersu y a Suntzai para ir con ellos a buscar la causa. Encontramos una fuente de agua caliente que contenía hierro, azufre e hidrógeno. Saliendo de una pizarra coloreada de rojo, el líquido tenía un depósito calcáreo de tinte blanquecino. Su temperatura era de 27º. Por otra parte, los indígenas conocían perfectamente esta fuente caliente del Ulengú, siempre frecuentada por los alces, pero la ocultaban cuidadosamente a los rusos. Los vapores calientes de la fuente hacen que se recubran de escarcha todos los alrededores: las piedras, las viñas salvajes y el bosque de ramas desgajadas esparcido por el suelo quedan revestidos de ornamentos fantásticos que brillan al sol como diamantes. Con gran sentimiento por mi parte, el frío me impidió llevarme un poco de agua para hacer su análisis químico.
Durante nuestra excursión a la fuente, los soldados habían tenido tiempo de desmontar la tienda y embalar nuestras colchonetas.
Tan pronto como abandonamos el campamento, hubo que escalar el paso del Sijote-Alin. Llevamos primero todos nuestros efectos y tuvimos que rehacer la ascensión una segunda vez, arrastrando detrás nuestros trineos.
La vertiente oriental de este macizo está completamente despejada de vegetación. Es difícil imaginar una región más lúgubre que esa donde nacen las fuentes del Ulengú. Se llega a dudar de que realmente haya habido bosques jamás, tan raros son los árboles que subsisten todavía. Suntzai me dijo que esta región había abundado en otro tiempo en alces; tal sería el origen del nombre de «Bui» dado al Ulengú, que para las gentes del país significa literalmente «el cérvido». Pero todos los animales se habrían retirado después que el fuego devastara los bosques y transformara el valle entero en un desierto.
El sol había recorrido más de la mitad de su camino cuando los soldados llevaron al paso el último de nuestros trineos. Cuando éstos fueron de nuevo cargados, proseguimos nuestro avance.
Los bosques escasos y viejos que revisten aún ciertas partes del Sijote-Alin, no pueden servir más que para utilizar su madera para calefacción. Es siempre muy difícil encontrar dónde acampar en una selva de esta especie, pues se tropieza con rocas enredadas con raíces, o con ramas desgajadas recubiertas de musgos. Pero la cuestión del combustible es aún más complicada. Un hombre de ciudad juzgará como bien extraña esta afirmación de que se atraviese una selva sin encontrar madera para quemar. Sin embargo, es así. El abeto, el pino y el alerce, que despiden demasiadas chispas, pueden quemar las tiendas, los trajes y las mantas. El aliso, demasiado poroso, contiene mucha agua y produce más humo que fuego. No resta más que el abedul. Pero éste, desgraciadamente, no se encuentra más que a título excepcional en los bosques de coníferas del Sijote-Alin. Suntzai, que conocía a fondo estos parajes, supo naturalmente encontrar bastante pronto todo lo necesario para acampar y yo di la señal de alto.
Mientras los soldados se ocupaban de la instalación de las tiendas, Dersu y yo fuimos a cazar con la vaga esperanza de abatir un alce. No lejos del campamento, vi tres pájaros parecidos a ortegas, paseándose sobre la nieve, sin prestarnos demasiada atención. Iba a apuntar pero el goldme detuvo.
—Inútil, inútil —me dijo precipitadamente—. Se las puede coger más fácilmente.
Si quedé asombrado viéndole avanzar hacia aquella presa, sin tratar de esconderse, lo fui más aún al notar que los pájaros no le temían en absoluto y se retiraban tranquilamente, sin prisa, como lo harían unas gallinas de granja. Acabamos por aproximarnos a unos cuatro metros. Ignorando totalmente a los pájaros, Dersu tomó un cuchillo y se puso a cortar un joven abeto. Lo despojó a continuación de sus ramas, ató al extremo del arbolillo una cuerda formando lazo y fue decididamente a rodear con este nudo el cuello de una de las gallináceas. El pájaro atrapado agitó sus alas, tratando de desprenderse. Los otros dos comprendieron que era el momento de escapar y se elevaron en el aire para ir a posarse sobre un alerce vecino, una abajo y otra cerca de la copa. Creyéndolas muy atemorizadas, quise finalmente hacer fuego, pero Dersu me detuvo de nuevo y me explicó que era aún más fácil cogerlas en el follaje que por tierra. Se aproximó al árbol y levantó suavemente su pértiga, evitando hacer ruido. En el momento de poner el nudo al cuello del pájaro, posado sobre la rama inferior, el goldhizo un gesto imprudente, viniendo a golpear su pértiga el pico de la gallinácea. Esta no hizo más que sacudir la cabeza, se calmó en seguida y continuó mirándonos. Un minuto después, el pájaro cayó al suelo, donde se debatió impaciente. No quedaba más que la tercera, encaramada tan alto que no podía alcanzársela desde tierra. Dersu trepó al árbol. El alerce, delgado y seco, se balanceó fuertemente. Pero en lugar de volar, el estúpido pájaro se quedó en su lugar, aferrándose con los pies a la rama y balanceándose para no perder el equilibrio. Cuando el goldestuvo suficientemente próximo, le echó el nudo al cuello y lo arrastró hacia él. Así las cogimos a las tres sin combatir. Noté entonces que aquellos pájaros eran más grandes que las ortegas y tenían el plumaje más oscuro. Por otra parte, los machos tienen cejas rojas que los hacen parecerse a gallos salvajes. Estos pájaros, que los rusos del país llaman dikuchkas,habitan la región ussuriana y no se encuentran más que en los bosques de coníferas del Sijote-Alin, pues las fuentes del Amur forman el límite natural de su expansión. El examen de sus mollejas (el tercer estómago de estas aves) nos permitió ver que su alimento consistía en tallos jóvenes de abetos y murillas.
El crepúsculo estaba ya bien avanzado cuando regresamos al campamento. Una hoguera estaba encendida en la tienda, dándole la apariencia de una vasta linterna que estuviera iluminada por una candela desde el interior. El humo y el vapor se elevaban en torbellinos espesos que iluminaban la llama de la hoguera, mientras que oscuras sombras se removían en la tienda.
Por la noche, festejamos el paso del Sijote-Alin, relamiéndonos con los dikuchkas,chocolate, té y ron. Antes de acostarnos, conté a los tiradores cuentos terroríficos de Gogol. En esta acampada, nos separamos de Suntzai. En efecto, podíamos ya prescindir de sus servicios puesto que el curso de agua debía conducirnos automáticamente hacia el Bikin. Pero, Dersu le hizo preguntas sobre las particularidades del camino a seguir.