—Nada, nada, capitán —me respondió Dersu; pero yo noté que sus palabras no eran convincentes. Evidentemente, no quería inquietarme. Nuestra hoguera proyectaba una llama resplandeciente. Sentado cerca del fuego, el goldse protegía el rostro del calor con una mano, mientras con la otra arreglaba la madera inflamada y recogía los tizones. El viejo Kitenbú mimaba a su perro. Viendo a mi perra Alpaque temblaba a mi lado, creí que tiritaba de frío. La leña de la hoguera llameaba con resplandores; sombras negras y fulgores rojos se perseguían sobre el suelo. Se alejaban del fuego y se aproximaban en seguida, saltando por encima de las zarzas y los montones de nieve.
—No es nada, capitán —repitió Dersu—. No tienes más que dormir; nuestra conversación no tiene importancia.
No me hice de rogar y escondí de nuevo la cabeza bajo mi manta. Pero al cabo de una media hora las voces me despertaron de nuevo.
«Hay algo que anda mal», me dijo entonces, desprendiéndome de mi embozo.
La tempestad se calmaba poco a poco y algunas estrellas aparecieron en el cielo. Cada ráfaga hacía caer por tierra la nieve seca, con un ruido que recordaba el de la arena. Kitenbú se levantó a la escucha. Dersu se mantenía de pie, vuelto de costado y tapando con la mano la hoguera para percibir mejor en la oscuridad de la noche. Los perros no dormían tampoco; se apretaban junto al fuego, se sentaban a veces, pero se sobresaltaban enseguida y cambiaban de lugar. Los animales olfateaban algo y fijaban los ojos en la misma dirección que las miradas de Dersu y de Kitenbú. El viento agitaba violentamente la llama y levantaba millares de chispas, que hacía revolotear antes de perseguirlas hacia el fondo de la selva.
—¿Qué hay, Dersu? —pregunté al gold.
—Jabalíes en marcha —me respondió.
—¡Bueno, valiente cosa!
En efecto, jabalíes que se pasean por la selva, son la cosa más natural del mundo. En el curso de su avance, estos animales acababan sin duda de encontrarse con nuestro campamento y entonces resoplaban para expresar su descontento.
Pero Dersu esbozó con la mano un gesto irritado y me dijo:
—¿Cómo no comprendes, después de haber errado tantos años por la taiga? En invierno, los jabalíes no marchan de noche por su propio gusto.
Sin embargo, no había lugar a dudas; del lado donde se dirigían las miradas de mis dos compañeros, acababan de resonar crujidos de ramas rotas y gruñidos característicos de paquidermos. Un poco antes de alcanzar nuestro campamento, los jabalíes dejaron la altura para rodear la cima de la colina.
—¿Por qué, pues, avanzan en este momento? —pregunté a Dersu.
—No es sin motivo —replicó—. Hay algún hombre que los persigue.
Creí primero que él hablaba de udehésy me asombró la idea de que esos indígenas fueran capaces de correr de noche por la taiga, calzados con sus esquíes. Pero me acordé al instante de que la palabra «hombre» en la lengua del goldno se aplicaba sólo a seres humanos y esto me hizo comprender la verdad: los jabalíes estaban perseguidos por un tigre. En consecuencia, éste debía encontrarse próximo.
Pues bien, en lugar de esperar por lo menos a que el té estuviera caliente, corrí mi colchoneta más cerca del fuego, y me embocé de nuevo para volver a entregarme al sueño.
Creía haber dormido largo tiempo cuando de repente sentí algo pesado que me caía sobre el pecho. Al mismo tiempo, escuché un aullido de perro y la exclamación: ¡Pronto!, que Dersu dio con voz enloquecida.
Arrojé con prisa la cubierta de mi colchoneta. La nieve y las hojas secas vinieron a golpearme en la cara. En ese instante vi una larga silueta deslizarse a través de la maleza. Mi perra Alpase acurrucó en mi pecho. La hoguera estaba casi extinguida; dos pobres tizones se consumían solos todavía. El viento que soplaba encima esparcía las últimas chispas sobre la superficie blanca.
Sentado por tierra, Dersu se apoyaba con una mano en la nieve y con la otra se apretaba el pecho, como si quisiera parar los latidos de su corazón. El viejo Kitenbú estaba postrado en el suelo, sin moverse.
Durante algunos instantes, no llegué a comprender lo que había pasado ni lo que iba a hacer. Me costó trabajo deshacerme de mi perra y poder salir de la colchoneta. A continuación, me aproximé al goldy lo sacudí por los hombros:
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
— ¡Amba, Amba!—exclamó con terror—. Ambaha venido derecho a nuestro campamento. Ha atrapado a uno de los perros.
En ese momento me di cuenta de la desaparición de Kady.Dersu se levantó para atizar el fuego. Cuando reapareció la llama de la hoguera, el udehérecobró igualmente sus sentidos, pero arrojó a derecha e izquierda miradas aterrorizadas como si estuviera loco. En otro ambiente, su estado le hubiera hecho parecer grotesco.
Por esa vez, pude guardar el dominio de mí mismo mejor que los otros. Lo debía seguramente a mi sueño, que no me había permitido ver lo que acababa de suceder. Pero bien pronto los papeles se invirtieron: Dersu volvió a la calma mientras yo fui presa de terror. ¿Quién podía asegurar que el tigre no iba a reaparecer y atacar del mismo modo a uno de nosotros? Y sobre todo, ¿qué había pasado exactamente y cómo no había habido ningún tiro? He aquí la explicación que me dieron:
Dersu se despertó el primero, alarmado por los perros, que no cesaban de patear alrededor del fuego, saltando de un lado a otro. Escapando del felino, Alpasaltó sobre la cabeza del gold. Este, aún medio dormido, dio un golpe a mi perra y percibió en el mismo momento al tigre, a su lado. La fiera atrapó al otro perro y se lo llevó muy lentamente hacia la selva, como si supiera que nadie podía impedírselo. Asustada por el golpe recibido, Alpase arrojó a través del fuego y vino a saltar directamente sobre mi pecho. Fue entonces cuando escuché el grito del gold.
Puesto así al corriente de la situación, cogí instintivamente mi arma, pero sin saber en qué dirección iba a tirar. Un estremecimiento repentino se produjo en la maleza, detrás de mi espalda.
—Es por aquí —murmuró Kitenbú, mostrando con la mano un lugar a la derecha del cedro.
—No, por allá —rectificó el gold,indicando el lado diametralmente opuesto.
Pero el mismo ruido se repitió simultáneamente en ambos lados. Por otra parte, el gemido del viento en las copas de los árboles nos impedía escuchar. Yo tenía por momentos la sensación de oír por las buenas un crujido de ramas e incluso de percibir a la fiera, pero sólo para convencerme enseguida de que era otra cosa distinta, simplemente un tronco derribado o un grupo de jóvenes abetos. Y es que nos encontrábamos en medio de un follaje donde hubiera sido imposible distinguir lo que fuese, incluso en pleno día.
—Dersu —dije al gold—, vas a trepar a un árbol. Así podrás ver mejor de allá arriba.