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—No —replicó—. No puedo. Soy viejo y no sé ya trepar a los árboles.

Kitenbú rehusó a su vez, así que resolví trepar yo mismo al cedro. Sin embargo, como el tronco estaba no solamente liso sino también cubierto aún de nieve sobre el lado expuesto al viento, no conseguí subir, pese a todos mis esfuerzos, más que a una altura de un metro y medio. Con las manos heladas, debí descender de nuevo.

—No vale la pena —dijo Dersu, mirando al cielo—. La noche acabará pronto.

Tomó su fusil y disparó al aire. Pero una ráfaga súbita impidió al ruido de la detonación propagarse en ecos lejanos. Hicimos un gran fuego y calentamos té. Alpavino muchas veces a apelotonarse, tan pronto contra mí, tan pronto contra Dersu, sin cesar de estremecerse y de echar por todos lados miradas asustadas. Sentados junto al fuego, pasamos todavía unos cuarenta minutos cambiando impresiones.

El alba comenzó por fin a despuntar. El viento se calmó rápidamente, pero la helada se hizo más fuerte. El goldy Kitenbú fueron hacia la maleza vecina y pudieron comprobar, según las huellas, que habían pasado nueve jabalíes. Las huellas de las patas del tigre probaron que era una fiera poderosa y adulta. Había errado largamente alrededor del campamento antes de atacar a los perros, esperando el momento en que la hoguera estuvo extinguida.

Propuse a Dersu dejar nuestros efectos en el campamento y seguir la pista de la fiera. En lugar de la negativa que preveía, tuve la sorpresa de su inmediato consentimiento. El goldme explicó que la taiga ofrecía muchos alimentos al tigre. Pero éste, persiguiendo a los jabalíes, había encontrado hombres, atacando su campamento y llevándose a uno de sus perros. Dersu terminó su largo discurso con esta conclusión:

—No se comete pecado abatiendo un ambade esta especie.

Bebimos de prisa té muy caliente y seguimos la pista del felino. El mal tiempo había casi pasado. Los cedros y abetos seculares perdían sus hermosos ropajes blancos, pero el viento había levantado sobre el suelo un gran montón de nieve donde venían a deslizarse los rayos del sol. La selva parecía iluminada como para una fiesta. Más allá del campamento, las huellas nos mostraron que el tigre había regresado; ellas nos llevaron hacia montones de árboles abatidos donde se mezclaban.

—Nada de prisas, capitán —me dijo el gold—. No hay que avanzar en línea recta. Debemos contornear los árboles abatidos, con el ojo bien abierto...

—¡La encontré! —gritó súbitamente, volviéndose con presteza hacia una nueva pista.

Se podía ver netamente que el tigre había permanecido largo tiempo sentado en aquel lugar, haciendo fundir la nieve. Con el perro posado delante de él, el felino se había puesto a escuchar para saber si era perseguido. Después, se había llevado su presa más lejos. Lo perseguimos aún durante tres horas. El tigre no marchaba en línea recta, eligiendo los lugares donde había menos nieves, o donde la maleza era más espesa y las ramas desgajadas se amontonaban en abundancia. En otro lugar, había subido sobre un tronco abatido y descansó largamente. De súbito asustado por algo, saltó a tierra y franqueó varios metros, arrastrándose sobre el vientre. También llegó a pararse al acecho. Al aproximarnos nosotros, el felino volvía a partir, empezando por algunos saltos para continuar más tarde al paso y al trote.

Dersu acabó por hacer alto y discutir un poco con el viejo Kitenbú. En su opinión, debíamos regresar, ya que el tigre no había sido herido, la nieve no era bastante profunda y la persecución no representaba ya más que una pérdida de tiempo. Por mi parte, no encontré ninguna explicación al curioso hecho de que el tigre continuara arrastrando al perro sin devorarlo. Como para responder a mis pensamientos, el goldobservó que ese felino no era un macho sino una hembra, y que tenía cachorros; era a éstos a quienes la bestia iba a llevar su presa. Pero ella se guardaría bien de conducirnos hasta su guarida, y nos llevaría de colina en colina, hasta que quedáramos definitivamente despistados. No pude dejar de aceptar la opinión del gold.Así que cuando nos decidimos a entrar en el campamento, Dersu se volvió del lado por donde el felino se había escabullido y gritó en aquella dirección:

¡Amba!Has perdido tu reputación. Eres un ladrón peor que un perro. ¡No te temo! En nuestro próximo encuentro, te mato.

A continuación, encendió su pipa y volvió a tomar, en sentido inverso, la senda que nuestros esquíes acababan de trazar. Poco antes de volver al campamento, me distancié, por azar, de mis compañeros. Llegado al paso, creí notar que una bestia descendía precipitadamente de nuestro campamento hacia el valle. Un minuto después llegábamos encontrando todos nuestros efectos esparcidos y destrozados. De mi colchoneta, no quedaban más que andrajos. Huellas dejadas sobre la nieve nos indicaron que esta devastación era la obra de dos glotones. Eran ellos los que yo había percibido cuando me aproximaba al campamento. Recogimos lo que nos restaba y descendimos rápidamente del paso para volver con nuestros otros camaradas. Este descenso fue fácil. La pista que habíamos creado precedentemente con nuestros esquíes, si bien cubierta de nieve, estaba sólidamente endurecida. Pudimos seguirla a verdadero paso de carrera y reunimos con los nuestros antes de la noche.

Los udehés establecidos cerca de los peñones de Sinopkú me dijeron que se habían realizado búsquedas a orillas del Bikin para encontrar a ciertos viajeros perdidos. Según sus informaciones, el pristav [33]designado con este fin habría sido forzado a regresar por la espesa nieve sin haber cumplido su misión. Yo no podía adivinar entonces que esta nueva me concernía directamente. Los mismos indígenas me afirmaron que íbamos a encontrar aún en nuestro camino yurtas abandonadas.

—¿Dónde? —le pregunté.

—En Beissilaza-Datani —respondió uno de ellos.

—¿A cuántas verstas? —le preguntó Zakharov.

—A dos verstas —le dijo el otro con seguridad.

Cuando le rogué que nos acompañara, el udehéaccedió de buen grado. Compramos a los indígenas carne de alce y grasa de oso. Después, volvimos a emprender camino. Tras haber franqueado tres kilómetros, pregunté a nuestro guía si estábamos aún lejos del fin.

—No, no —aseguró.

No obstante, hicimos aún cuatro kilómetros y la aldea embrujada parecía siempre huirnos. Era ya tiempo de hacer un alto. Por otra parte, la idea de atrincherarnos por la noche en la nieve cuando las viviendas se encontraban próximas, no nos gustaba mucho. Pero cada vez que se le preguntaba al udehési estaba aún lejos, replicaba obstinadamente:

—Es muy cerca.

Cada vuelta del río me hacía esperar la aparición de las benditas yurtas.Pero los meandros se sucedían lo mismo que los cabos, sin que alcanzáramos a ver la menor aldea. Hicimos así unos ocho kilómetros. Cuando tuve por fin la idea de volver a preguntar a nuestro guía cuántas verstas nos separaban aún de Beissilaza-Datani, respondió con voz imperturbable:

—Siete.

Esto fue demasiado para nuestros tiradores: quedaron petrificados y prorrumpieron en juramentos. Ahora bien, resultó que nuestro guía no tenía ninguna noción de medidas itinerarias. El hecho es que no hay que preguntar jamás a los indígenas formulando las preguntas de esa manera, pues ellos no miden la distancia sino de acuerdo con el tiempo: una media jornada de marcha, un día, dos días, y así sucesivamente.