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Hice signo de parar. El udehéinsistía en asegurarnos que las yurtasestaban muy cerca, pero nadie quería ya creerle. Los soldados se apresuraron a barrer la nieve, acarrear leña e instalar nuestras tiendas. Encontrándonos ya con mucho retraso, fuimos sorprendidos por el crepúsculo en medio de estos trabajos. El campamento, por otra parte, no perdió nada de su confort.

Empleamos otra jornada en hacer un trayecto que nos llevó a la localidad de Sigú (valle del oeste), la aglomeración ribereña más importante del Bikin, que no está poblada más que por chinos. Sus habitantes mataron un cerdo en nuestro honor, prepararon aguardiente en gran cantidad y me rogaron con insistencia volviera a sus casas al día siguiente. Nuestras provisiones estaban completamente agotadas. Además, mis compañeros se sintieron muy atraídos por la perspectiva de pasar la noche de Navidad en condiciones de mayor refinamiento que las del campamento diario. Así es que acepté la invitación de los chinos después de haber obtenido de mis soldados la promesa de no abandonarse demasiado al alcohol. Mantuvieron su palabra, ya que no vi a ninguno que no permaneciera sobrio.

Al día siguiente fue una jornada soleada y fría. Por la mañana, alineé a mi destacamento y felicité a todos aquellos que habían ayudado a nuestra expedición facilitando el cumplimiento de nuestras tareas. En respuesta, el bosque resonó de hurras. Los chinos acudieron de todas las fanzasvecinas. Sabiendo de qué se trataba, hicieron a su vez resonar sus carracas.

Apenas habíamos llegado a nuestro alojamiento para tomar la comida del mediodía, escuchamos aún el sonido de una campanita. Los chinos acudieron de nuevo, anunciándonos la llegada de un oficial de policía. Unos minutos después, un hombre arrebujado en una pelliza irrumpió en la fanza.Este policía se transformó al instante en M. Merzliakov. Después de un abrazo entusiasta, nos hicimos preguntas y pude así saber que no era un pristavsino él mismo en persona quien se había propuesto desde el principio ir a mi encuentro, y era también a él a quien la espesa nieve había retardado en su empresa.

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La muerte de Dersu

Llegamos a Khabarovsk la noche del 7 de enero. Los tiradores fueron a reunirse cada uno con su compañía, mientras yo llevaba a Dersu a mi domicilio, donde se reunieron los amigos más íntimos. Todos contemplaron al goldcon curiosidad y asombro. El se sintió un poco incómodo y le fue muy difícil habituarse a las condiciones de una existencia tan diferente.

Le arreglé una pequeña habitación donde coloqué una cama, una mesa de madera y dos taburetes. Estos no eran en apariencia de ninguna utilidad, puesto que él prefería sentarse en el suelo o, mejor aún, ponerse en cuclillas, a la manera turca, con los talones pegados al cuerpo. Antes de acostarse, no dejaba nunca de extender, según su antigua costumbre, su piel de cabra, poniéndola encima del sommier relleno de heno e incluso por encima de la manta guateada. Pero el lugar favorito de Dersu era el rinconcito cerca de la estufa. Se sentaba sobre los leños y se quedaba largo tiempo mirando el fuego. En esta habitación, donde todo le era ajeno, sólo la madera llameante le recordaba la taiga. Si ésta se quemaba mal, se enfadaba con la estufa y hacía una observación:

—Hombre ruin, que no quiere encenderse de ningún modo.

Un día, tuve la idea de registrar la voz de Dersu en un fonógrafo. Comprendió fácilmente lo que le pedía y pronunció delante del aparato un cuento bastante largo que llenó el disco casi por entero. A continuación, reemplacé la membrana registradora por la de reproducción y di cuerda al aparato. Dersu escuchó sus propias palabras repetidas por el mecanismo y no quedó sorprendido en absoluto. Escuchó la reproducción hasta el final y se contentó con decir, señalando la caja:

—Habla correctamente, sin omitir una palabra.

Incorregible, el goldaplicaba su antropomorfismo incluso al fonógrafo.

A veces, sentados juntos, evocábamos todas las experiencias de nuestros viajes, y estas conversaciones nos satisfacían mucho a los dos.

Cuando se regresa de una expedición, se presenta siempre mucho trabajo; hay que hacer la contabilidad y los informes de servicio, trazar itinerarios, hacer la selección de colecciones, etc. Dersu notó que yo pasaba días enteros delante de mi escritorio, sumergido en mis papeles.

—Antes, yo creía —me dijo— que el capitán pasaba su tiempo sentado de esta manera —mostró la postura imaginaria del capitán— o comiendo, o juzgando a otros hombres, sin tener otra ocupación. Ahora, comprendo mejor las cosas: al ir por la montaña, el capitán trabaja; de regreso en la ciudad, trabaja también. El capitán jamás está ocioso.

Un día, entrando en su habitación, encontré a Dersu vestido para salir, fusil en mano.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—Voy a disparar —respondió simplemente. Notando mi mirada asombrada, me explicó que en el cañón de su arma se había acumulado mucha grasa. Un tiro podía remediar esto, pues la misma bala, al pasar a lo largo de la hendidura, desatascaría el cañón. A continuación, bastaría enjuagarlo con una toalla. Pero fue un descubrimiento desagradable para Dersu enterarse de que estaba prohibido disparar en una ciudad. Después de dar mil vueltas y revueltas a su fusil, lo volvió a colocar con un suspiro en un ángulo de su habitación. Al día siguiente, pasando ante la habitación del gold,noté que su puerta estaba entreabierta. Entré, completamente al azar, sin hacer ruido. De pie, detrás de la ventana, el goldhablaba consigo mismo a media voz. Ya se sabe que los hombres habituados a una soledad prolongada reaccionan a menudo así para dar rienda suelta a sus pensamientos.

—¡Dersu! —le interpelé.

Él se volvió hacia mí, y una sonrisa amarga apuntaba en aquel momento en su rostro.

—¿Qué te sucede? —le pregunté.

—¡A fe mía! —respondió—, estoy encerrado aquí como un pato. ¿Cómo pueden los hombres quedarse encerrados en una caja? —señaló el techo y los muros de la habitación—. Un hombre debe siempre marchar por la montaña y disparar.

Se calló, para volver a la ventana y mirar a la calle, víctima nostálgica de su libertad perdida.

«Esto se arreglará —me dije a mí mismo—. Él se habituará poco a poco y le tomará gusto a su domicilio.»

Un día hubo que hacer pequeños trabajos de reparación en su cuarto; reacomodar la estufa, blanquear los muros, etc. Yo le dije que se trasladase por algunos días a mi despacho, libre de volver a su habitación cuando estuviese presta.

—Está bien —me tranquilizó—. Puedo perfectamente dormir en la calle: instalaré una tienda y haré fuego sin molestar a nadie.