Esto le parecía muy fácil y me dio mucho trabajo disuadirlo de su proyecto.
No se ofendió, pero pareció descontento por la cantidad de obstáculos que se presentaban en la ciudad: no se podía plantar una tienda, ni hacer fuego en la calle, ni disparar un tiro, ya que todo molestaba a los paseantes.
Un día, Dersu fue conmigo a comprar leña y quedó sorprendido al verme pagar aquella provisión.
—¿Cómo? —exclamó—. Si la selva está llena de madera, ¿por qué gastar el dinero sin motivo?
Habló pestes del proveedor, lo calificó de «hombre malo» y se esforzó en persuadirme de que me engañaba. Fue en vano que tratara de explicarle que yo no pagaba la leña sino el trabajo. Dersu no se calmó en mucho tiempo y no quiso, aquella noche, encender su estufa. Al día siguiente, para exonerarme de aquel gasto, fue él mismo a buscar leña al bosque. Pero lo detuvieron y le hicieron un proceso verbal. El goldprotestó ruidosamente, a su manera, lo que le valió ser conducido a la comisaría. Fui informado por teléfono y traté de allanar el incidente. Más tarde, intenté en vano explicarle las razones que obligaban a prohibir el corte de madera en las cercanías de la ciudad. Dersu no llegó a comprenderlo. Este incidente dejó en él una impresión profunda. Se dio cuenta de que, habitando en la ciudad, se estaba obligando a renunciar a vivir según sus gustos, para conformarse a las exigencias de los otros. La gente extraña que lo rodeaba venía a estorbar cada uno de sus pasos. El pobre hombre se puso a reflexionar y a aislarse, adelgazó, se encogió y pareció envejecer de golpe.
Pero lo que quebrantó seriamente su equilibrio moral, fue una experiencia insignificante: me vio pagar mi cuenta de agua.
—¡Vaya! —exclamó también en esta ocasión—. ¿Hay que gastar dinero incluso para el agua? Mira un poco el río —señaló el Amur—, hay agua en profusión. ¿Cómo se puede?... —y, sin terminar la frase, entró.
La misma noche, estaba yo escribiendo en mi despacho cuando escuché el ruido de una puerta que se entreabría. Volviéndome, percibí a Dersu de pie bajo el dintel y vi enseguida que quería pedirme algo. Su rostro expresaba turbación y angustia. Sin dejarme tiempo para hacerle una pregunta, se arrodilló para decirme:
—Capitán, te lo ruego, déjame volver a la montaña. Yo no puedo vivir de ningún modo en la ciudad; hay que comprar la madera y el agua; y si se corta un árbol, esto irrita a los demás.
Lo levanté y le hice sentar en una silla.
—Pero ¿adónde irás? —le pregunté.
—Por allá —dijo, señalando con la mano el horizonte donde se destacaba la cresta del Jekhtzir, teñida de azul oscuro.
Yo sentía tanta pena por tener que separarme de él como por tratar de retenerlo. Forzoso me fue ceder, pero le tomé su palabra de que volvería al cabo de un mes para volver a partir entonces los dos juntos; yo quería instalarlo de una manera definitiva en casa de algunos indígenas conocidos. Por lo demás, pensé que iba a pasar aún dos o tres días bajo mi techo y me propuse proporcionarle dinero, provisiones y vestimenta. Pero todo ocurrió de otra manera.
Cuando pasé, al día siguiente por la mañana, junto a su habitación, encontré la puerta abierta. Eché un vistazo y la pieza estaba vacía.
Esta partida de Dersu me causó una penosa impresión. Experimenté como un desgarramiento en el corazón, un sentimiento de malestar y de angustia. Una voz interior me decía que no iba a verlo más. Muy aturdido, no pude trabajar en toda la jornada, y acabé por arrojar mi pluma para vestirme e ir al campamento militar.
La primavera había llegado y la nieve se fundía rápidamente. De blanca se había convertido en lodosa, como si se hubiera esparcido hollín sobre ella. Delgados tabiques de hielo, que seguían la dirección de los rayos solares, se formaban a lo largo de los montones de nieve y se desplomaban en el curso de la jornada para reaparecer a la noche. El agua se deslizaba por todas las zanjas y su murmullo alegre parecía tener prisa de llevar a cada brote de hierba la feliz nueva de su despertar y de su intención de reanimar la naturaleza.
Los soldados que volvían del tiro al blanco, me hicieron saber que habían encontrado en la ruta a un hombre desconocido, con el fusil en la mano y la mochila a la espalda. Este caminante avanzaba, alegre y feliz, canturreando una melodía. No podía ser otro más que Dersu.
Alrededor de unos quince días después de su partida, recibí de uno de mis amigos el telegrama siguiente: «Hombre enviado por usted a la taiga, encontrado asesinado».
«Es Dersu», pensé enseguida. Me acordé de haberle dado mi tarjeta de visita para evitarle ser arrestado en la ciudad por la policía. Al dorso de esta especie de salvoconducto, había mencionado que el goldhabitaba en mi casa. Sin duda, esta tarjeta encontrada sobre él, era la causa del envío del telegrama. Al día siguiente, partí para la estación Korforovskaia, situada al sur de la cresta de Jekhtzir. Allí me enteré de que unos obreros habían encontrado a Dersu sobre la ruta, en medio de la selva. Marchaba solo, llevando una carabina, y había dirigido la palabra a una corneja posada sobre un árbol.
Como mi tren había llegado a Korforovskaia hacia el crepúsculo, la hora era ya muy avanzada para ir inmediatamente al lugar. Decidí ir, con un compañero, al día siguiente por la mañana. Pero no pude dormir en toda la noche, roído por una angustia mortal. Un hombre que me era verdaderamente querido acababa de desaparecer. ¡Habíamos pasado juntos tantas experiencias! ¡Cuántas veces me había salvado la vida en momentos en que la suya propia pendía de un hilo! Para distraerme, tomé un libro, pero no me sirvió de nada. Mis ojos corrían maquinalmente de una letra a otra, mientras mi pensamiento volvía constantemente a Dersu pidiéndome que le devolviese la libertad, en el curso de nuestra última conversación. Me reprochaba haberlo traído a la ciudad. Pero ¡quién hubiera podido prever aquel desenlace!
Dejamos la casa a las nueve de la mañana. Era fin de marzo. El sol, que se había elevado ya muy alto, en el cielo, lanzaba sobre la tierra sus brillantes rayos. Se sentía todavía en el aire, y más particularmente a la sombra, el frescor de las ligeras heladas nocturnas; pero la nieve fundida, el agua de los arroyos y el aspecto alegre de los árboles en fiesta, demostraban que esas noches frescas no daban miedo ya a nadie.
Un sendero minúsculo nos condujo hacia la taiga. Al cabo de un kilómetro y medio, percibí una hoguera encendida a la derecha del sendero y rodeada de tres hombres. En uno de ellos yo reconocí al pristav,funcionario de la policía local. Los otros dos eran obreros ocupados en cavar la fosa, al lado de la cual estaba extendido en tierra un cuerpo recubierto de una estera. Sólo por el calzado, que me era tan familiar reconocí ya al muerto.
—¡Dersu, Dersu! —fue la única exclamación que dejé escapar.
Los obreros me miraron asombrados. No queriendo manifestar mis sentimientos delante de aquellos extraños, me retiré un poco aparte, para sentarme sobre un tronco y entregarme a mi dolor.
La tierra estaba aún congelada. Los obreros la hacían fundir al fuego y se limitaban a sacar los terrones que sus palas alcanzaban a coger. Al cabo de cinco minutos, el policía vino hacia mí, con aire contento y feliz, como si hubiera llegado de una fiesta. Según todos los indicios, habían matado a Dersu mientras dormía. Los bandidos, que esperaban encontrarle dinero, tuvieron que contentarse con robarle su fusil.