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Fuimos favorecidos por una noche fría, acompañada de ráfagas. La falta de madera nos impidió encender una gran hoguera, y tiritábamos sin apenas poder dormir. Por mi parte, hiciera lo que hiciese para envolverme mejor en mi abrigo, el viento encontraba siempre una hendidura, y unas veces penetraba por los hombros y otras por el costado o por la espalda. La madera, bastante mala, crepitaba, proyectando chispas por todas partes. Yo escuchaba en mi sueño como maldecía los leños, llamándolos, a su manera: «gente sucia».

—Siempre se queman así; se diría que gritan —decía, como si se dirigiese a alguien e imitando con su voz el crepitar de la leña.

A continuación, escuché un chapoteo en el río y el silbido de un tizón que cae. El viejo debía haberlo arrojado al agua. Después, mal que bien, conseguí entrar en calor y me dormí.

Por la noche me desperté y percibí a Dersu sentado delante del fuego, acomodándolo. Por encima de mi capote se encontraba la manta del gold.Así, pues, gracias a él, había podido entrar en calor y dormir. Los cazadores también estaban abrigados en su tienda. Yo le ofrecí a Dersu acostarse en mi lugar, pero él rehusó.

—No, capitán —dijo—. Duerme; yo guardaré el fuego. ¡Ellos son tan malos! —agregó, señalando los leños.

Cuanto más observaba a este hombre, más me gustaba. Cada día descubría en él nuevas cualidades. Antes, yo había pensado siempre que el egoísmo es propio del hombre primitivo, y que los sentimientos de humanidad eran solamente inherentes a los hombres civilizados. ¿No estaría equivocado? Con estos pensamientos, me rindió el sueño hasta la mañana siguiente.

5

Nuestra navegación a lo largo del Lefu

Dersu nos despertó cuando se hizo de día. Hizo calentar el té y asar la carne. Después de la comida, lanzamos la embarcación al agua y comenzamos nuestro periplo.

Con la ayuda de las pértigas, la embarcación siguió fácilmente la corriente. Al cabo de cinco kilómetros, llegamos a un puente ferroviario donde nos detuvimos. Dersu nos contó que él había acompañado a su padre en esta región cuando era sólo un muchacho. Iban por allí a la caza del gamo. Pero el goldno había visto nunca un ferrocarril, aunque había oído hablar de él a los chinos.

Cerca del puente se elevaban los últimos contrafuertes de las montañas. Yo dejé la embarcación para subir a la altura más próxima y dominar por última vez todo el horizonte. Un hermoso panorama se desplegó ante mi vista. Detrás, hacia el este, se veía la masa de montañas; al sur, descendían las suaves pendientes, revestidas de bosques ralos y desprovistos de coníferas; al norte, se extendía a lo lejos un terreno bajo, infinito y cubierto de hierba. Por más que esforzaba la vista no alcanzaba a ver el límite, que iba a desaparecer más allá del horizonte. Cada vez que una ráfaga de viento barría esta llanura, la hierba se ondulaba y se agitaba como un oleaje. Se podía seguir con la vista el curso del río Lefu a una gran distancia, después de los bosquecillos de alisos y de sauces, que crecían en abundancia en las orillas.

Este descanso no fue largo; nos volvimos a poner en ruta e hicimos el gran alto bastante pronto. Todos estábamos hartos de estar sentados en el barco durante horas; queríamos salir para aflojar nuestros músculos entumecidos. Yo tenía ganas de explorar el campo. Olenetiev y Martchenko se pusieron a instalar el campamento, mientras que Dersu y yo íbamos a cazar.

Desde nuestra partida, estuvimos rodeados de grandes hierbas salvajes. Eran tan grandes y tan espesas que un hombre parecía desaparecer entre ellas. Tanto por debajo como por encima de nosotros, y por todos los costados a la vez, no hubo bien pronto más que hierba; solamente sobre nuestra cabeza se podía percibir el azul del cielo. Nos parecía que marchábamos por el fondo de un mar verde. Esta impresión se acentuaba más cuando yo trepaba sobre algún cerro, desde el cual se podía ver el remolino de la estepa. Con prudente aprensión, volví a hundirme en la hierba para continuar el camino. En esta región es tan fácil perderse como en un bosque. Más de una vez, nos equivocamos de dirección y debimos apresurarnos a reparar nuestro error. Tan pronto como encontraba un cerro, yo montaba arriba, tratando de ver lo que había por delante. Dersu cogía brazadas de hierbas salvajes para plegarlas por tierra y permitirme mirar delante de mí, pero yo veía siempre el mismo mar verde, infinito y ondulante.

Estas estepas pantanosas están principalmente pobladas de pájaros. Por añadidura, era el momento de su migración otoñal. No es posible imaginar lo que pasa en la cuenca del Lefu cuando se produce esa gran migración. Millones y millones de pájaros se van hacia el mediodía, en grandes o pequeños grupos. Algunos se dirigían también en sentido inverso o al través. Tan pronto sus vuelos se elevaban hacia el cielo como volvían a descender. El horizonte parecía cubierto de una especie de tela de araña.

En la parte más alta, dominaban las águilas. Con las alas extendidas, planeaban describiendo amplios círculos. ¿Qué podían importarles las distancias? Algunos de estos reyes del aire, describían sus círculos a tal altura que apenas eran perceptibles. Por debajo de ellos, pero siempre muy altos, se veía volar los gansos. Estos pájaros prudentes, que avanzaban en triángulos regulares, con movimientos de alas pesados y poco coordinados, hacían resonar en el aire sus gritos estridentes. A la misma altura, volaban lavancos y cisnes.

Más abajo, bastante próximos a la tierra, venían los patos apresurados. Había tropeles de grandes patos salvajes ordinarios, así como innumerables cercetas y otras especies más pequeñas. Los halcones describían a su vez bellas curvas y se detenían mucho tiempo en un punto fijo, haciendo palpitar sus alas y acechando sus presas sobre la tierra. Algunas veces, se desplazaban un poco, girando de nuevo y descendiendo de golpe como flechas, con las alas plegadas, para venir a rozar apenas la hierba y volverse a elevar en seguida hacia el cielo.

Por otro lado, las gaviotas de río se quedaban con preferencia en los lugares pantanosos. Los charcos de agua estancada parecían ser puntos de referencia que les permitían observar la dirección deseada.

Completamente de improviso, viniendo de quién sabe dónde, apareció una pareja de gamos a unos sesenta pasos de donde nosotros nos encontrábamos. Casi no se los podía distinguir entre la hierba espesa, a través de la cual apenas se dejaban percibir, de tanto en tanto, sus cabezas, sus orejas separadas y las manchas blancas encima de sus patas traseras. Huyeron a una distancia de ciento cincuenta pasos. Yo tiré sobre ellos sin éxito. El eco repitió el ruido del disparo y lo amplió a lo largo del río. Miles de pájaros levantaron el vuelo del agua, escapando en bandadas. Los gamos, asustados, parecieron desprenderse del suelo y volvieron a partir con grandes saltos. Dersu apoyó el fusil en el hombro, pero no apretó el gatillo hasta el momento en que vio la cabeza de uno de los animales que aparecía por encima de la hierba. Cuando la humareda se disipó, no ubicamos más a los gamos. El goldvolvió a cargar su carabina y avanzó sin prisa. Yo le seguí sin hablar. Dersu miró alrededor, dio media vuelta y se fue hacia otro lado para volver después sobre sus pasos. Me di cuenta de que buscaba algo.