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– Borraron tu identidad e implantaron una nueva. Yo fui inscrita en ella como tu esposa a fin de poder vigilarte, asegurarme de que el borrado funcionaba. Lo siento, Quaid. Toda tu vida no es más que un sueño.

Él se derrumbó pesadamente contra la pared. El hecho de que la situación empezara a tener más sentido no se lo hacía más fácil. Antes, sólo había sido un sueño lo que le perturbaba; ahora, toda su vida se había convertido en un sueño.

– Si no soy Doug Quaid, ¿quién soy?

Ella se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Yo sólo trabajo aquí.

¿Tan insensible podía ser? Sin embargo, su actitud apoyaba lo que decía. El amor que sintiera por él había sido una falsedad; ésta era la realidad.

Quaid se levantó del suelo para sentarse en una silla. Se frotó la frente, intentando decidir cómo reaccionar. La comprensión de que el recuerdo de su vida sólo era una falsedad no le devolvía su vida real; esa parte seguía en blanco. No tenía ni idea de adonde ir ni qué hacer. Le habían quitado la base de su vida, y aún estaba cayendo. ¿Qué clase de aterrizaje tendría?

De repente, Lori se mostró mucho más amigable. Suavizó las facciones del rostro, y su cuerpo perdió parte de su indiferencia. Se convirtió de nuevo en la mujer que había conocido.

– Voy a echarte de menos, Quaid -dijo-. Fuiste el mejor encargo que jamás tuve. De veras.

– Me siento halagado -repuso él, desconfiando de sus palabras.

Le había mostrado de manera bastante convincente lo poco que él le importaba; ¿qué planeaba ahora?

La cogió por el codo y la arrastró con él a la ventana, apuntándola aún con la pistola a la cabeza. Se mantenía alerta ante cualquier movimiento falso que ella pudiera hacer; no le quitaría de un golpe la pistola del mismo modo que él había apartado el arma de Harry. Ni siquiera tenía que vigilarla directamente; podía sentir sus movimientos. ¿Dónde estaban los demás? Tenía la certeza de que se encontraban allí fuera, en alguna parte. Aunque no conseguía recordar ningún detalle en particular, conocía la naturaleza de estas cosas: los agentes no trabajaban solos. Siempre mantenían una red operativa interconectada, cada uno vigilando las espaldas del otro. Puede que los desconcertara momentáneamente al matar a cuatro agentes y al anular a Lori; sin embargo, eso no representaba ninguna victoria, únicamente el retraso en uno o dos de sus planes.

– ¿Estás seguro de que no quieres…? -preguntó ella-. ¿En recuerdo de los viejos tiempos? -Le tendió amorosamente los brazos.

Las entrañas de Quaid se retorcieron ante la ironía de aquellas palabras. Si lo que Lori le decía era verdad -y estaba empezando a creer que así era-, entonces él y todo aquel mundo eran unos desconocidos. Si no tenía un pasado, ¿cómo podía tener un presente? Quaid no era un hombre dado a profundas reflexiones: era un hombre de acción. Cuando el sueño de Marte había salido a la superficie, había ido a Rekall para hacer algo al respecto, o intentarlo al menos. Pero, ¿qué podía hacer respecto a esto? ¿Qué acción podía emprender para recuperar la vida que había perdido?

Por ahora, al menos, esto era un punto a discutir. Tenía que pensar en alguna forma de sobrevivir a los matones antes de poder empezar a buscar las piezas que faltaban en su identidad.

Quaid tensó los músculos de la mandíbula. Podía haberle engañado en una ocasión, pero no pensaba caer en la misma trampa dos veces.

Ella retiró su mano.

– Ya sabes, no somos unos extraños.

Él miró por una segunda ventana, más para centrar la mente que los ojos. Sabía que los matones no estarían a la vista. De hecho, si se encontraban ahí fuera, pronto le liquidarían con una mira telescópica. Debía actuar aprisa. Pero, ¿cómo?

– Si no confías en mí, puedes atarme -le dijo Lori, tirando de su escote para mostrar más pecho.

– No sabía que te gustaran esas cosas.

– Ahora es el momento de averiguarlo.

¿Qué tramaba? Sabía que a ella no le interesaba el sexo con él. Se volvió hacia ella…, y la descubrió mirando una de las pantallas de video.

Oh, oh.

Una de los cuadrados de la pantalla era un monitor de seguridad que mostraba la entrada del edificio. Cuatro agentes penetraban en aquellos momentos en el ascensor. El jefe evidente era un tipo enorme, sólido, con aspecto despiadado, igual que un perro de ataque al que se ha entrenado después de repetidos castigos.

Quaid miró con ojos furiosos a Lori y le clavó la pistola en la cabeza.

– Eres una chica inteligente -siseó, con los dientes apretados.

– No me dispararás, ¿verdad, Doug? -preguntó ella, manteniendo su postura amistosa y levemente desvalida-. No después de todo lo que hemos vivido juntos.

Odiaba reconocerlo, pero le estaba conmoviendo. No quería hacerle daño, aunque había intentado matarle.

– Tienes razón, Lori. Tuvimos momentos buenos.

Ella sonrió.

– Sí, Doug. Si quieres, podemos…

Casi igual que el recuerdo imaginado de la recepcionista de Rekall ofreciéndose a hacer el amor con él. No era tan estúpido. Sabía que apenas disponía de tiempo.

– ¿Quiénes son?

– ¿Quiénes?

– No me obligues a hacer algo que no deseo.

Ella dejó de fingir.

– El tipo grande es Richter. Es terriblemente mezquino. El que va con él se llama Helm, y no es mucho mejor. Mira, Doug, reconozco que intenté distraerte. Es mi trabajo. Sin embargo, puedo ayudarte a escapar de ellos si…

Él bajó la pistola y la apoyó contra su pecho. Ella le sonrió, alentándole y conteniendo la respiración. De repente, él levantó el arma y la golpeó en la cabeza, haciéndole perder el sentido.

– Ha sido agradable «conocerte» -comentó, sorprendido por su propio acto. Su otro yo se había apoderado de él de nuevo, haciendo lo que obligaba la situación. ¡Bueno, esperaba que supiera lo que hacía, ya que él no tenía ni idea!

10 – Metro

Quaid corrió pasillo abajo, pasando al lado de las puertas de los demás apartamentos, evitando coger el ascensor. Escuchó cómo subía y disminuía su velocidad; ¡seguro que eran los matones! Si le veían, podía considerarse hombre muerto. Tenía la pistola, pero ellos dispondrían de diez veces su capacidad de fuego. Se lanzó a través de una puerta marcada salida justo antes de que se abrieran las puertas del ascensor.

Contuvo el aliento y se aplastó contra una pared, aguzando el oído. Oyó cómo salían y cargaban contra su apartamento: uno, dos, tres, cuatro. Cómo podía contar su número con semejante exactitud por el sonido de sus pies no lo sabía; seguro que en algún lugar, en algún momento, debió recibir un entrenamiento muy especial, y todo ello estaría en aquella parte de su memoria que habían borrado. Quizá fuera igual que el hombre que, de un vistazo, era capaz de contar una manada de vacas: contaba las piernas y las dividía por cuatro. En esta ocasión no se trataba de ninguna broma; lo único que podía escuchar eran las pisadas, que superaban en número a los hombres que las producían.

Cuatro…, el mismo número que viera en el monitor. Eso significaba que no habían dejado a ningún hombre abajo para interceptar su salida. Eso era otro error táctico por su parte. Pero, ¿qué se podía esperar de unos matones? No eran profesionales verdaderos, sino simplemente hombres a los que contrataban y cuyos cerebros resultaban prescindibles.

No estaba mal. Se puso en movimiento otra vez, tras haberse detenido sólo unos segundos, y volvió a respirar. Descendió por las escaleras saltando varios escalones cada vez, por esa interminable escalera en forma de caracol que llegaba hasta el nivel de la calle. Resultaba más fácil subir una escalera de a dos o tres escalones que bajarla de la misma forma; pero, evidentemente, también le habían entrenado para ello. Casi la bajó de a cuatro, cinco, seis por vez, aterrizando como un bailarín de ballet, guiándose por el pasamanos. Sí, poseía la técnica para hacerlo, lo cual era bueno, ya que tenía un largo trayecto que bajar.