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Mientras pudiera retenerlas. El mercenario sonrió. Cohaagen podía ser un efectivo jefe de la Agencia, pero no sabía nada acerca de dirigir una colonia. Estaba tan metido en las intrigas políticas que ignoraba el bienestar de la gente en Marte, especialmente aquellos que trabajaban en las minas. Cuando protestaban por el deterioro de sus condiciones de vida, los aplastaba sin piedad. Pero sus tácticas de terror habían hecho que le saliera el tiro por la culata, creando la revolución que ahora amenazaba con detener la producción de turbinio y minaba el ansia del poder de Cohaagen.

El mercenario agitó la cabeza. Él no era un político. No sentía el menor interés hacia los asuntos de estado. Pero, al contrario que muchos de los tipos facinerosos que recientemente habían sido reclutados, tenía un fuerte sentido del honor personal. Las cosas que Cohaagen le había ordenado que hiciera para reprimir la revuelta en Marte no eran honorables. Él era un profesional hábil, no un sádico mezquino. Deseaba salir de la Agencia, y deseaba hacerlo rápido.

Una vez cumplido con su deber hacia el hombre llamado Quaid, podía proseguir con su cuidadosamente planeada desaparición. Había hecho una promesa, y la había mantenido, con gran riesgo personal. Ahora podía esfumarse de nuevo, una vez cumplida su misión. Se metió por una calle lateral, intentando actuar como un peatón normal, pero estaba nervioso. Sabía que la Agencia iba detrás de su amigo, y que no se detendría ante nada para atraparle. Había ayudado a un compañero, como sabía que debía hacerlo, pero, si su acción era descubierta alguna vez, alertaría a la Agencia y pondría en peligro su propia desaparición. Era por eso por lo que debía ocultar su identidad; cuanto menos se supiera acerca de él, mejor.

Mientras daba vueltas en torno a las Galerías, Helm vio a alguien familiar. Dio un codazo a Richter y señaló. Richter reconoció también al hombre. Sus ojos se condensaron en dos pequeños puntos. ¿Qué demonios estaba haciendo Stevens allí? ¿No habían sido él y su presa camaradas allá en Marte? ¿Estaban los dos juntos en este pequeño juego? Pronto lo averiguaría.

Helm aparcó el coche. Rápida y silenciosamente, se bajaron de él y siguieron al hombre.

Stevens abandonó el círculo interior de las galerías, perforando nerviosamente con la mirada la semioscuridad ante él. Volvió brevemente la cabeza para ver si era seguido…, y cayó directamente en brazos de Richter y Helm. Helm lo sujetó y golpeó su cabeza contra la pared, luego lanzó unas cuantas y sólidas patadas a sus costillas y riñones. Stevens se derrumbó en la acera.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Stevens? -preguntó Richter-. ¿Visitando a tu viejo camarada Quaid?

– ¿De qué demonios estás hablando? -Aunque atontado por los golpes, Stevens reconoció a Richter, el agente ejecutor de la Agencia, el tipo de individuo que daba a la organización todo su mal nombre. Se apoyó sobre una mano, alzándose de la mejor manera que pudo, pero sabía que estaba condenado.

– ¿Tengo que explicarme? -Richter alzó el pie y lo dejó caer con violencia sobre la mano plana que Stevens apoyaba en el suelo. Stevens gritó cuando los huesos de sus dedos restallaron al partirse. Helm cerró su boca con una patada bien dirigida.

– ¿Dónde está él?

– No puedo decirlo -jadeó Stevens por entre la sangre y los dientes rotos-. Es información clasificada. -Evidentemente, el truco de la toalla había funcionado, y habían perdido su presa. Que siguiera perdida. Stevens no tenía intención de arrastrar a su amigo con él.

Richter hizo girar sádicamente su tacón sobre la rota mano de Stevens. El dolor ascendió por el brazo hasta su hombro.

– Sí nos lo puedes decir, Stevens -dijo Richter con voz suave-. Pertenecemos al mismo equipo. -Saltó con ambos pies sobre la destrozada mano de Stevens.

– ¡Está bien, está bien! -jadeó Stevens-. Sólo llamad a Cohaagen; pedid su autorización.

Furioso, Richter saltó de nuevo, sobre el tobillo de Stevens ahora, partiéndolo contra el bordillo.

– ¿Es eso suficiente autorización? ¿Eh? -se burló.

Stevens se agitó agónicamente. Sabía que no podría resistir mucho más. De pronto, sin embargo, sintió una débil oleada de esperanza. La atención de Helm se había visto desviada por algo; dio un codazo a Richter y señaló.

– ¡Ahí está! -Richter miró en la distancia y vio a Quaid pasar junto a un TaxiJohnny aparcado en el lado más alejado de las galerías. Llevaba algo blanco enrollado en torno a la cabeza, y cargaba con una especie de maletín. Richter sonrió malignamente. Sí, Quaid llevaba un maletín.

Con la pistola en la mano, Helm echó a correr en su persecución, pero Richter se demoró unos instantes, contemplando la encogida forma de Stevens. Se inclinó ligeramente, dio unas suaves palmadas a Stevens en el hombro. El mercenario alzó la vista, directamente a la boca del cañón de la pistola de Richter.

Sonó un disparo.

12 – Johnny

Quaid tenía el maletín, pero seguía sin tener ningún lugar donde ir. Caminó calle abajo en medio de la lluvia, que ya no notaba. Esperaba que el maletín contuviera lo que necesitaba, fuera lo que fuese. Parecía una cuerda muy fina de la que suspender su vida.

De pronto oyó un ruido que últimamente le era muy familiar: alguien había efectuado un disparo. Supuso que no era tan inusual en aquel vecindario, pero había pasado ya por demasiadas cosas como para dar nada por sentado. Buscó el origen del sonido, y vio a dos hombres correr hacia él. Estaban demasiado lejos para distinguir quiénes eran, pero no aguardó a las presentaciones. Se dio la vuelta y se metió en un TaxiJohnny que había aparcado, agachándose e intentando ocultar la cabeza.

Johnny se volvió hacia el asiento trasero y mostró una amplia sonrisa.

– Bienvenido al TaxiJohnny -saludó el maniquí-. ¿Adonde puedo llevarle esta noche?

– ¡Sólo conduce! -restalló Quaid-. ¡Rápido!

El maniquí se detuvo; luego habló de nuevo, con el mismo tono amistoso.

– ¿Podría repetir su destino, por favor?

Quaid miró por la ventanilla trasera. Los dos hombres estaban ahora lo bastante cerca como para poder distinguir sus rostros. Eran los dos matones que le habían perseguido en la estación del metro, ¡Debían de haberle seguido el rastro pese a la toalla!

– ¡Vamos a cualquier parte! -exclamó, mirando aún hacia atrás-. ¡Arranca! ¡Arranca! -Vio que Richter sacaba alguna artillería pesada y apuntaba hacia él-. ¡Mierda!

Johnny no se movió, y tampoco lo hizo el taxi.

– No conozco esa dirección -dijo.

Ahora Helm había sacado también su artillería y estaba tomando puntería. Todavía se hallaban a media manzana de distancia, pero aquellas armas tenían el aspecto de pequeños cañones para él.

– ¡A McDonald's! ¡Llévame aun McDonald's! ¡Ya! -Richter y Helm empezaron a disparar. El taxi siguió sin moverse.

– Hay catorce franquicias McDonald's en la zona metropolitana. Por favor, especifique…

Quaid ya había tenido suficiente. ¡Si no se largaba de ahí en unos segundos, estaba acabado! Agarró al maniquí, lo arrancó de sus anclajes y lo arrastró al asiento trasero, llevándose la rueda del volante con él.

Las balas destrozaron la ventanilla de atrás. Quaid anheló fugazmente los buenos viejos tiempos, cuando era obligatorio que los vehículos utilizaran vidrio o plástico a prueba de balas. Se inclinó sobre el asiento del conductor y agarró torpemente la palanca móvil sobre la que había estado montada la rueda del volante. El coche dio un salto hacia delante.

La cabeza de Johnny dijo:

– Por favor, abróchese el cinturón.

Sin la rueda del volante, Quaid apenas podía controlar el vehículo. ¿Cómo iba a arreglárselas?

Como mejor pudiera, pensó sombríamente, mientras las balas zumbaban junto a sus oídos. Aceleró, e intentó maniobrar la sensible palanca hacia la izquierda para meterse por una calle lateral. Otra ventanilla saltó destrozada y lo sobresaltó, enviando al taxi a girar sobre sí mismo. Fue arrojado hacia un lado mientras el vehículo trazaba un limpio círculo.