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Winona temió que quisiera hablarle de bodas. Eso no iba a ocurrir.

– Escucha, te diré lo que vamos a hacer. Nos pasamos por tu casa y te preparas un sándwich. Mientras comes podemos hablar, y después me largaré a casa.

Él arqueó las cejas.

– El plan me parece bien, pero no lo veo muy conveniente para ti. ¿Desde cuándo quieres ir a mi casa?

Desde nunca. Había estado allí; sabía dónde vivía pero no nunca se había sentido cómoda a solas con él en su casa. No era porque no se fiara de Justin, en absoluto, sino por los sentimientos que él despertaba en ella. Pero en ese momento nada de eso importaba; lo esencial era alimentar a Justin, ver que se pusiera cómodo y que se fuera a dormir.

Siguió al Porsche de Justin, y eso le dio la oportunidad de llamar por el móvil a Myrt.

– ¿Hasta cuándo te puedes quedar?

– Ya te lo he dicho varias veces. Toda la noche si me necesitas. Cuando quieras.

– Bueno… ¿Cómo está Angela?

– Como un ángel.

– ¿Es buena?

– Está feliz.

Winona se relajó.

– El caso es que acabo de ver a Justin y está hecho polvo. Quiero asegurarme de que llega a casa y de que come y descansa un poco, pero sé que no me hará caso si le digo el plan. No creo que me quede mucho tiempo en su casa, pero no puedo decirte la hora exacta.

– No hay problema. Como sé dónde vas a estar, te llamaré si te necesito. De otro modo, tómate la noche libre, mamá. Ve a divertirte. Si no has vuelto para cuando sienta sueño, me echaré a dormir en la habitación de invitados y dejaré la puerta entreabierta para poder oír al bebé. ¿Tienes llave?

Winona pestañeó. Ni siquiera sus madres de acogida le habían preguntado jamás si tenía llave. Myrt era como una madre honoraria, la quisiera o no.

La casa de Justin estaba a tan solo unos kilómetros de la suya, pero la diferencia era notable. La de Justin era de estuco blando con los tejados de tejas rojas de estilo español, de dos plantas y con pilares a los lados de la puerta de entrada. Un patio cubierto precedía a varias terrazas de un jardín donde no faltaban las fuentes. En el patio de Winona había una cuerda para tender la ropa; en el de Justin una fuente de mármol y un estanque con un chorro de agua en medio.

Cuando abrió la puerta, la invitó a pasar delante de él. Posiblemente fuera el extraño silencio lo que le hizo sentirse nerviosa. Se quitó la cazadora y los zapatos, intentando controlar la inquietud haciendo conversación con él.

– Hace tiempo que no venía por aquí. En realidad, no creo haber estado arriba. ¿Cuántos dormitorios hay?

– Cuatro, y tres cuartos de baño, creo; pero no estoy seguro -dijo con pesar-. Hace tanto que no subo que ya no me acuerdo.

Solo la planta baja era un laberinto de habitaciones. Pasados el comedor y el salón, había una sala de estar y un despacho, un solarium y una sala de billar, y en el primer piso había también un dormitorio principal.

– ¿Cuando compraste la casa lo hiciste pensando en una futura familia?

El alzó la cabeza rápidamente. El calor que le iluminó la mirada le pareció eléctrico, lleno de vida.

– Si me estás preguntando si me imaginaría a ti y a nuestros hijos viviendo en esta casa… la respuesta es sí, por supuesto. Y sí, es lo que he estado pensando. Aunque lo que más he hecho ha sido imaginarnos a ti y a mí practicando cómo fabricar esos niños.

Ella era policía. Demasiado mayor y demasiado dura como para ponerse colorada, pero sin duda aquel hombre le hizo sentir un calor que le subía por las mejillas. No importaba lo unidos que estuvieran, ni que entre ellos flotara una proposición matrimonial. Ella aún no era capaz de creer que él la quisiera. Ni que no se hubiera dado cuenta antes de la pasión que llevaba palpitando entre ellos tantos años.

– Justin, no estaba hablando de nosotros…

El sonrió, pero también dejó de tomarle el pelo.

– Sí, lo sé, estabas preguntándome por qué me compré esta casa. Pero la verdad es que… no lo sé, Win. Sencillamente me gustó el sitio. No fue una decisión tan práctica. Me enamoré de las dos chimeneas y de la magnífica mesa de billar.

Al pasar por el salón encendió las luces, iluminando los ventanales y techos abovedados, el suelo de tarima, los sofás y sillas, tapizados en algodón blanco sobre plumón.

– ¿Elegiste todo esto tú solo?

– ¿Estás de broma? La casa me la vendieron así. Lo único que tuve que hacer fue regar las plantas y elegir algunos cuadros para las paredes.

– Hombres -murmuró en tono seco.

Cuando cruzaron la sala de billar, justo anterior a la cocina, la misma Winona encendió la luz porque sospechó que acabarían allí. Era claramente el nido de Justin. Entre las ventanas que se extendían del suelo al techo, había estanterías también desde el suelo hasta el techo, atestadas de volúmenes manoseados. La mesa de billar estaba en el centro de la pieza, y la chimenea allí no era de gas, sino de leña. La alfombra oriental bajo la mesa era espesa como una esponja, y el sofá del fondo de suave cuero rojo oscuro, del color de los arándanos, igual que los quinqués que había sobre la repisa.

La imagen de esa habitación permaneció en su mente mientras caminaba hacia la cocina. Sin darle oportunidad de hablar, Winona se remangó las mangas y puso los brazos en jarras.

– De acuerdo, hoy es tu día de suerte. Mientras tú te das una ducha y pones los pies en alto, yo me ofrezco voluntaria para cocinar. Te prepararé lo que quieras; mientras no sea algo más complicado que un sándwich de queso fundido y patatas fritas. No, no me des las gracias. Me doy cuenta de que estás acostumbrado a la cocina de Myrt, pero como soy buena, te pondré unas galletas de postre…

– ¿Mmm, podría cambiar de opinión sobre prestarte a Myrt y que vuelva conmigo?

No quería que hablara de Myrt, ni de nada más hasta que no hubiera descansado un poco.

– Ve a ducharte -le dijo, señalándole con el índice la dirección del cuarto de baño.

– ¿Sabía yo que eras así de dominante y grosera? -dijo, pero la obedeció y se marchó.

Cuando Justin salió de la ducha, vestido con un par de tejanos limpios y una camisa de manga larga, Winona le tenía ya una bandeja de comida en la sala de billar. Un alegre fuego crepitaba en la chimenea de piedra. Winona había encendido los faroles de la repisa, y el resplandor iluminaba los sándwiches de queso y las patatas fritas.

– Vaya, esto es casi tan bueno como la comida rápida. Myrt siempre me da de comer cosas nutritivas.

– Me daba la impresión de que a menudo sufres con su cocina.

– Lo siento, Win, debería preparar algo de café. Hoy no soy buena compañía.

– Olvídate del café -dijo con suavidad-. Come un poco, ¿vale? Después te tumbas un poco a relajarte.

– Vale, pero debo hablarte de algo muy importante.

Winona supuso que iba a hablarle del matrimonio; y la verdad era que estaba de acuerdo. Ya era hora de que dejaran clara esa loca proposición suya. Y esa noche era la primera vez que no sabía cuánto tiempo podían hablar en privado.

Se comió los dos sándwiches con avidez, se tomó la infusión de hierbas y se recostó en el asiento con un suspiro; y, así de fácil, se quedó dormido. Cerró los ojos y se durmió como un bebé.

Con un resoplido triunfal, Winona retiró la bandeja de la mesa y fue a la cocina a recoger los cacharros. A los cinco minutos volvió a la sala de billar. Vio una manta sobre una silla y tapó a Justin con cuidado, para después tumbarse ella en el sofá rojo de cuero junto a él.

No tenía intención de quedarse más que unos minutos. Aunque Myrt estuviera allí para cuidar de Angela, quería volver a casa, estar con el bebé. Pero primero quería asegurarse de que Justin estaba totalmente dormido y de que ni el teléfono ni ningún otro ruido lo interrumpía durante un rato.