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Lo entendía, lo entendía. Daba igual que la mitad de las mujeres de la ciudad lo persiguieran. Winona no podía imaginárselo de amante. Justin llevaba ya unos cuantos años pensando que si al menos ella lo necesitara; si tuviera oportunidad de mostrarle un lado distinto de sí mismo; si algo pudiera hacer que lo viera de otro modo, tal vez, solo tal vez, tuviera alguna posibilidad con ella.

– Hola, Doctor Webb -Riley Monroe, el conserje del Club, le sonrió-. Desde luego os habéis superado a vosotros mismos con la fiesta de esta noche. ¿Qué, quieres tomar?

– Whisky solo, por favor. Ah y, gracias, Riley.

Riley era una persona de confianza y tremendamente leal. Dos buenas cualidades en un hombre, y normalmente Justin habría charlado unos minutos con él. Sin embargo, esa noche Justin no estaba para charlas. Dio un trago lo bastante grande como para sentir el whisky quemándole las amígdalas y se apoyó de espaldas contra la barra.

La localizó. Seguía bailando con Aaron y… maldición, parecía que se lo estaba pasando en grande.

Miró a su alrededor, empeñado en dejar de pensar en Winona de una vez. La fiesta estaba en pleno apogeo, y aunque el buen gusto debía ser una prioridad con tantos regios invitados, también lo era el divertirse al estilo tejano. Los langostinos y la barbacoa compartían mesa con las frágiles rosas de invernadero y las elegantes esculturas de hielo. La formal orquesta iba vestida de etiqueta, pero naturalmente tenía una buena sección de violines.

Justin dio otro trago de whisky, intentando ignorar a una morena de cabello corto que volvió a pasar bailando junto a él. En lugar de a la morena le guiñó un ojo a una rubia. La Princesa Anna von Oberland de Obersbourg; al menos ese había sido su título hasta que se había casado con Greg, que estaba bien pegado a ella dando vueltas en la pista de baile, ajeno al alegre ritmo de la pieza que la banda estaba interpretando en ese momento.

El principal propósito de aquella juerga de etiqueta era Anna. Cualquier que no estuviera en el ajo habría encontrado la situación algo extraña. ¿Qué podrían tener en común un grupo de tejanos con la realeza de los pequeños países europeos de Obersbourg y Asterland? Pero meses atrás, la Princesa Anna había estado metida en un buen lío, y el Club de Ganaderos de Texas había acudido en su ayuda. En dos días, doce ciudadanos de los dos países volverían a Europa en un jet privado; sin Anna, por supuesto, que se había enamorado perdidamente de su novio y de Texas. Aquella fiesta era una oportunidad para que la familia de Anna, y el gobierno, le dieran las gracias a los miembros del Club de Ganaderos de Texas… Y una oportunidad para que el Club afianzara los vínculos con cada uno de los dos países.

Justin se terminó el whisky, pensando en lo extraña que resultaba aquella celebración. No porque estuviera celebrándose una fiesta. A decir verdad, el Club de los Ganaderos de Texas ponía cualquier excusa para dar una fiesta formal, y cuanto más grande, mejor. Pero habitualmente el grupo mantenía la reserva en cuanto a otras actividades más «privadas», por así decirlo. Al mundo se le daba bastante mal proteger a los seres inocentes. Y no significaba que el Club metiera las narices cuando había algún alboroto, pero a veces la vida de un inocente estaba pendiente de un hilo; una situación en la que o bien fallaba la diplomacia, o bien resultaba tan peliaguda que el recurrir a las vías normales sencillamente no daba resultado.

Un negro pensamiento se le pasó por la cabeza, robándole la alegría y desatando en él una gran zozobra. Él era el único miembro del Club que no poseía un arma. Sus abuelos habían sido importantes granjeros y petroleros, y cualquiera que viviera en una gran hacienda en aquellos parajes tan aislados sabía manejar un rifle. Se dio cuenta de que sus demás compañeros tenían algo de preparación militar; pero él rescataba a las personas con el bisturí.

Y eso en sí no tenía nada de malo, pero el torbellino de pensamientos que le daba vueltas a la cabeza comenzó a adentrarse por caminos más oscuros. Había vuelto de Bosnia para cambiar repentinamente de especialidad médica. Nadie le había preguntado por qué había cambiado a la cirugía plástica; nadie se había dado cuenta de que había ciertos casos que ya no tocaba. Y hasta ese momento no había importado, porque ninguna de las actividades privadas con el Club lo había obligado a enfrentarse a situaciones que le resultaran imposibles de acometer. Pero eso podría pasar, Justin lo sabía, y tenía miedo de dejar a sus compañeros del Club en la estacada.

De repente, la orquesta empezó a interpretar una suave melodía. Rápidamente, Justin alzó la cabeza. ¿Dónde estaría Winona? Una pelirroja le guiñó un ojo al pasar, y al momento la elegante rubia lo saludó moviendo los dedos mientras seguía agarrada a su pareja de baile. Siempre recibía mucha atención por parte de las mujeres en aquellas fiestas, y resultaba muy agradable, pero la razón principal por la que las mujeres solteras de la ciudad iban detrás de él era por su riqueza y su fama de miembro de la jet set.

La riqueza era real; sus abuelos le habían dejado una fortuna, además de lo que ganaba como cirujano plástico. Pero según contaban las columnas de sociedad, él solo se dedicaba a hacer liposucciones y arreglar narices, cuando no se largaba impulsivamente para pasar unas vacaciones lujosas y exóticas.

A Justin no solo no le importaba esa estúpida imagen, sino que la alimentaba. De ese modo, como la gente le creía veleidoso e imprevisible, hacía que sus proyectos y misiones con el Club de Ganaderos de Texas fueran más fáciles de llevar a cabo con discreción. Sin embargo, en esa situación en particular, lo medios de comunicación habían sido inducidos a creer que un grupo de buenos y solidarios tejanos se habían visto implicados «accidentalmente» en el dilema de la Princesa Anna.

Ah… Allí estaba. Entrecerró los ojos y se fijó en su encantadora sonrisa. ¿A quién diantres le estaría sonriendo? No seguía bailando con Aaron Black. El nuevo tenía el cabello más claro y los hombros más anchos, pero no era tan alto… Justin se relajó de repente. Era Matt. Solo estaba bailando con Matt Walker, y aunque se sabía que el granjero hacía que más de una se volvieran para mirarlo, también era un miembro del Club. Un amigo.

Aun así, ello no significaba que a Justin tuviera que gústale su manera de agarrarla, ni de sonreírle, ya puestos. Había un límite a la lealtad y a la amistad. Y ese límite era Winona Raye.

Ay, se estaba volviendo loco. Era culpa de ella. Siempre le había causado ese efecto, y cada año iba a peor. Estaba empezando a comportarse como un pobre enamorado.

– ¿Eh, doctor Webb, le pongo otro?

Justin volvió la cabeza.

– Claro, Riley. Me vendrá bien.

Sonrió a Riley y al extraño que tenía al lado.

El hombre de corta estatura le tendió la mano.

– Me parece que nos conocimos en otra ocasión, Doctor Webb. Me llamo Klimt. Robert Klimt.

– Oh, sí, claro. Lo recuerdo.

En realidad, Justin no tenía idea de quién era aquel hombre, pero siguió estrujándose el cerebro para intentar situarlo en su memoria. Klimt, Klimt… Estaba casi seguro de que alguien le había dicho que Robert Klimt era un miembro de la Cámara baja del Parlamento de Asterland.

– Estaba preguntándole al señor Monroe por el cartel que hay en el vestíbulo de entrada -Klimt señaló el logotipo que rezaba Liderazgo, Justicia y Paz-. He oído decir que ese eslogan viene de un suceso histórico de la ciudad. Tengo entendido que hay una romántica leyenda acerca de Royal en la que también hay algo relacionado con unas joyas, ¿no esa así?

– Oh, sí, sí.

Riley rellenó el vaso de Justin haciendo una fioritura, y seguidamente se volvió para sacar la botella de schnapps de importación de Klimt. Actos seguido, empezó a relatar la historia por la que el señor Klimt se había interesado.

La orquesta había empezado a interpretar un vals antiguo. Aaron Black pasó bailando junto a él con una joven feúcha. Justin creyó reconocerla. ¿Pamela…? No recordaba su apellido. ¿Sería una profesora? Se la veía muy tímida, muy formal.