Entonces apareció en su mente. ¡No tenían por qué matarlo u ocultarlo! Lo único que debían hacer era esconderse ellos mismos, esconder a Rekall, Inc., de Quaid y la Agencia. Tenían que sacarlo de aquí y borrar todo recuerdo de su visita, tal como habrían hecho con el tratamiento normal. No obstante, con una diferencia…
– De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer -dijo-. Renata, cubre cualquier recuerdo que tenga de nosotros o de Rekall.
– Lo intentaré -repuso ella, nerviosa-. Su mente es un lugar bastante revuelto.
McClane se volvió al asustado joven.
– Ernie, mételo en un taxi…, por la parte de atrás. Haz que Tiffany te ayude.
Ernie asintió. Llevaría a Quaid al taxi y le daría al conductor la dirección de su casa. No resultaría fácil localizar el punto exacto de la recogida y, si la doctora Lull llevaba a cabo su trabajo de forma correcta, nadie lo intentaría jamás. Una cosa estaba clara: la Agencia no había enviado a Quaid hasta aquí; vino por voluntad propia, debido a alguna filtración en su escudo de condicionamiento. Tenía la obsesión de Marte en su cabeza…, ¡no era de extrañar! Si conseguían sacarlo limpiamente de Rekall, no habría repercusiones. Siempre que nada saliera mal.
Siempre que nada saliera mal. Ahí estaba la clave. Sin embargo, Lull sabía que tanto su vida como la de él estaban en la cuerda floja; haría bien el trabajo. Ella conocía su profesión, igual que él conocía la suya.
– Destruiré su archivo y devolveré el dinero -explicó McClane, mientras sus pensamientos trazaban a gran velocidad todos los detalles. Se puso de pie y recorrió el limitado espacio del suelo-. Y, si alguien viene haciendo preguntas…, nunca hemos oído hablar de Douglas Quaid.
Los tres miraron a Quaid, tendido sin sentido en el sillón. McClane esperó con ardor no volver a saber nunca más nada del hombre.
Regresó a la oficina delantera. Tal como había supuesto, la señora Killdeer se había marchado. Ya no se lamentaba de la venta perdida; de hecho, se sentía aliviado. En este momento le acuciaban asuntos más urgentes. Tenía que borrar esos archivos, y explicarles a todos los que habían visto a Quaid que nunca le vieron, empezando por la recepcionista. De hecho, le podía ser de utilidad ahí atrás, ya que no podían tratar a Quaid adecuadamente mientras se encontrara completamente dormido, y existía la posibilidad de que se recuperara demasiado mientras realizaban los preparativos delicados. La recepcionista era excelente en pacificar a la gente, en especial a los hombres; ayudaría a mantener tranquilo a Quaid. Además, la devolución del dinero…, quizá lograra anular el pago antes de que quedara registrado de forma permanente en el sistema central de ordenadores, como si nunca se hubiera producido ningún pago. Eso sería mucho mejor. Ningún pago, ninguna devolución…, no había ocurrido nada.
Si esto salía bien, la vida seguiría igual que antes. Si no, podían encontrarse muertos antes de darse cuenta de ello. McClane supo que esa noche no iba a dormir bien, o ninguna noche de esa semana.
8 – Harry
Quaid, confuso, se encontró en el asiento trasero de un vehículo. La lluvia golpeaba contra la ventanilla que tenía al lado de la cabeza. Intentó orientarse; sin embargo, la cabeza apenas le funcionaba. ¿Cómo había llegado aquí? De hecho…
– ¿Dónde estoy? -le preguntó a quienquiera que estuviera al alcance de su voz.
– ¡Está en un TaxiJohnny! -respondió una voz jovial.
Un taxi. Un coche. ¡Ya había deducido eso!
– Quiero decir, ¿qué hago aquí?
– Lo siento. ¿Sería tan amable de replantear la pregunta?
Quaid parpadeó y miró hacia delante, apartando los velados ojos de la húmeda ventanilla y posándolos en el conductor que había en el asiento delantero del taxi. No se trataba de un hombre, sino de un maniquí con una sonrisa fija vestido con un antiguo uniforme de taxista. Entonces Quaid recordó: esta compañía de taxis empleaba el falso toque humano, suponiendo que una imitación de hombre era mejor que ningún hombre en absoluto. Usualmente, Quaid tomaba los taxis que se programaban verbalmente, los taxis completamente automatizados, en vez de los modelos semiautomáticos con los maniquíes como interfase. Éstos tendían a ser un coñazo. Una de las causas para ello estaba en que solían equivocarse con las direcciones, ya que se trataba de máquinas relativamente poco sofisticadas.
Con tono impaciente, pronunció con cuidado:
– ¿Cómo llegué a este taxi?
– La puerta se abrió. Usted se sentó.
¡Ahí estaba la segunda causa! Solían tomarlo todo con una irritante literalidad. Exasperado, se reclinó contra el asiento mientras Johnny aceleraba para pasar un semáforo en rojo. ¿Tendría algún sentido preguntarle a la máquina estúpida adonde iban? Probablemente no. Resultaría más sencillo esperar a que llegaran. Mientras tanto, quizá su aturdida cabeza tuviera tiempo de despejarse. ¿En qué se había metido? Lo último que recordaba era salir del trabajo y… nada.
Pasado un tiempo, el taxi se detuvo en un lugar que reconoció: el edificio de su apartamento. ¡De modo que le llevaba a casa! Pero, ¿por qué tan tarde? Ya era de noche. ¡Había perdido cuatro horas!
La puerta del taxi se abrió, y el maniquí volvió su cabeza y trinó:
– ¡Gracias por tomar un Taxi Johnny! Espero que haya disfrutado de la carrera. -Quaid sintió un intenso deseo de borrar aquella sonrisa maníaca de la cara del maniquí, pero se sentía demasiado mareado para llevarlo a la práctica de una forma efectiva. Casi agradeció la fría lluvia que le aguijoneó cuando salió del taxi. Lo empapó por completo, pero también le ayudó de alguna forma a recobrar sus sentidos. Mientras se tambaleaba hacia el edificio, una voz familiar llamó:
– ¡Hey, Quaid! -El acento de Brooklyn era inconfundible. Era Harry, de vuelta del trabajo. Quaid se sintió complacido pero desconcertado.
– ¡Harry! ¿Qué estás haciendo aquí?
Harry apoyó una mano en su hombro y sonrió.
– ¿Cómo fue tu viaje a Marte? -preguntó.
– ¿Qué viaje? -Quaid se echó hacia atrás el empapado cabello que caía sobre su frente y respondió a la sonrisa de Harry con una mirada inexpresiva.
– ¿Qué quieres decir con «qué viaje»? Fuiste a Rekall, ¿recuerdas?
Quaid, confuso, intentó recordar.
– ¿Fui?
– Sí, fuiste -dijo Harry. Quaid echó a andar al compás del otro, y ambos se acercaron a la entrada del edificio.
Quaid todavía estaba inseguro. Quizá sí había ido. Lo habían discutido fugazmente en el trabajo, y Harry le contó lo del accidente de la lobotomía. Entonces, sí fue…, ¿o no? Evidentemente, tenía que haber pasado aquellas horas perdidas en alguna parte…
– Vamos -dijo Harry-. Te invito a una copa. Así podrás contármelo todo. -Adelantó una mano para sujetar a Quaid por el brazo, pero Quaid se echó hacia atrás. Una copa no ayudaría en nada a aclarar lo que iba mal en su cabeza. Todo lo que deseaba ahora era ir a su casa y dejar que Lori se ocupara de él. Quizás entonces pudiera dilucidar…
– Gracias, Harry, pero es tarde -dijo, con un toque de impaciencia.
– Mierda y mierda -restalló Harry. Su rostro se había vuelto hosco, su voz dura. Antes de que Quaid supiera lo que estaba ocurriendo, tres robustos hombres con traje de calle estaban detrás de él y a su lado, empujándolo al interior del edificio.