Asombrada, Lori salió de debajo de él y se pasó inútilmente las manos por el arrugado vestido. Parecía que trataba de encontrarle algún sentido a toda la situación.
– ¿Qué ocurrió? ¿Por qué querrían matarte unos espías?
¡Una pregunta excelente! Escudriñó por la esquina de una ventana.
– No lo sé -murmuró-. Puede que tenga algo que ver con Marte.
¡La palabra mágica! Lori frunció el ceño. Empezaba a cuestionarse la cordura de Quaid. En este momento, ya casi no se lo reprochaba.
– ¿Marte? ¡Si ni siquiera estuviste jamás en Marte!
– Lo sé. Es una locura. Después del trabajo, fui a ese lugar llamado Rekall y, al regresar a casa…
Ella se mostró incrédula.
– ¿Fuiste a ver a esos matarifes del cerebro?
– ¡Déjame acabar!
Sin embargo, teniendo en cuenta lo sucedido, no podía negar que se había producido una especie de carnicería. Antes de lo de Rekall, su vida era normal, incluso monótona, con la excepción del sueño sobre Marte. Después de ir a Rekall, su vida era un caos y estaba casi acabada. No obstante, ¿cómo podía incluso el recuerdo implantado más realista justificar lo de Harry y los matones?
– ¿Qué les pediste que hicieran? -preguntó ella, preocupada-. ¡Dímelo!
– Compré un viaje a Marte.
Aquel recuerdo, en algún momento durante el trayecto a casa, se había asentado en éclass="underline" no el recuerdo mismo de Marte, que parecía estar ausente, sino su consentimiento para que le realizaran el implante. Algo debió haber salido mal, pero, ¿podía eso significar su sentencia de muerte?
– ¡Oh, Dios, Doug!
Seguro que ella creía que le había hecho olvidar su obsesión con Marte; parecía consternada.
– No es eso lo importante. Esos hombres iban a liquidarme… -Se detuvo, dándose cuenta con absoluta claridad de lo que había pasado-. ¡Pero yo los maté a ellos!
Parecía imposible, pero estaba seguro de que ese recuerdo era real. Además, la sangre que manchaba sus manos lo probaba…, y ahora manchaba también el vestido de Lori.
Sin embargo Lori, en ese momento, no estaba preocupada por eso. Se obligó a permanecer tranquila.
– Doug, escúchame. Nadie trató de matarte. Estás alucinando.
– ¡Maldita sea, esto es real! -estalló. Se lanzó hacia otra ventana y echó una ojeada al exterior.
Lori le siguió y le cogió por los hombros.
– ¡Deja de dar vueltas y escúchame!
Quaid permaneció inmóvil, mirándola con ojos furiosos.
– Esos carniceros de Rekall te han manipulado el cerebro -le dijo con energía-. Y ahora padeces ilusiones paranoides.
Él alzó las manos manchadas de sangre.
– ¿Llamas a esto una ilusión paranoide?
Ella quedó impresionada; estaba claro que ya no sabía si sentir miedo por él… o de él.
Resultaba inútil intentar discutir con ella. ¡Ni él mismo estaba tan seguro de la situación! Corrió hacia el cuarto de baño, manteniéndose fuera del campo de visión de las ventanas. Su apartamento era bastante alto; no obstante, un buen francotirador controlaría la distancia, en especial si disparaba desde otro edificio y a la misma altura.
Lori aguardó hasta que la puerta del cuarto de baño se hubo cerrado y entonces se dirigió rápidamente al videófono.
– ¡Doug! -gritó, por encima del hombro-, ¡Voy a llamar al doctor!
La voz de él le llegó ahogada:
– ¡No lo hagas! No llames a nadie.
Una débil sonrisa rozó los labios de Lori cuando el rostro de un hombre apareció en la pantalla.
– Richter -dijo en un susurro. Había algo predador, algo duro y cruel, en el rostro del hombre, que se suavizó cuando la oyó pronunciar su nombre.
– Hola -dijo. Ella le envió un silencioso beso.
En el cuarto de baño, Quaid se lavó la sangre de las manos. Probablemente procedía del matón al que le había aplastado la nariz…, aunque aún no estaba muy seguro de cómo podía haber hecho algo semejante. Sabía luchar, por supuesto: moviendo los dos puños delante de la cara, tratando de penetrar la guardia del otro trabajador al tiempo que intentabas darle en el hombro o en la cabeza. Pero había hecho eso con la rodilla. Y los otros…, le había retorcido el cuello a uno y aplastado la laringe al otro. En una pelea limpia, esas cosas no tenían cabida. Y, aunque así fuera…, ¿dónde lo aprendió? La terrible velocidad con la que había actuado…, en vez de unos golpes torpes lanzó cuatro precisos arietes, cada uno tan brutalmente eficiente que, recordándolo ahora, le dejaban sorprendido. Había sentido miedo, por supuesto; pero había actuado como una máquina de matar.
Mientras lo meditaba, terminó de quitarse la sangre de las manos. Se echó agua fría en la cara y, luego, se miró en el espejo. ¡Ni siquiera tenía un rasguño! ¡Ahora sí que empezaba a parecer una fantasía!
Sin embargo, sabía que no lo era. Se secó el rostro y las manos, apagó la luz y abrió la puerta del baño. Por alguna razón que no logró descubrir, se colocó a un lado de la puerta en vez de quedarse en el centro, como si quisiera cederle primero el paso a alguien.
Unas balas trazadoras se estrellaron en el baño, destrozando el espejo, las paredes y los frascos que había allí. Los cristales llovieron a su alrededor. Quaid se lanzó de cabeza hacia delante y penetró en la sala de estar.
¡Otra pandilla de matones le había localizado! De alguna forma lo había sospechado, y eso le salvó la vida. Ya no jugaban como antes, tratando de introducirlo en un vehículo; ahora actuaban directamente, le disparaban apenas verlo.
– ¡Lori! -gritó desde el suelo, mientras rodaba hasta situarse detrás del sofá-. ¡Corre!
La sala de estar se hallaba en una total oscuridad, salvo los tenues rectángulos de las ventanas, más allá de las cuales parpadeaban las luces de la ciudad. Quaid avanzó, haciendo ruido al arrastrar las rodillas por el suelo…, y las balas atravesaron el mobiliario a unos escasos centímetros por encima de la cabeza. Se incorporó hacia un lado y se arrojó debajo de la mesita de café, rodando en silencio de un modo que desconocía que supiera hacer. Se quedó congelado allí, a la escucha. Oyó que su atacante atravesaba el salón. ¡El francotirador estaba en la misma habitación, y usaba la oscuridad como escudo!
No había recibido ninguna respuesta por parte de Lori. Debieron ocuparse de ella en silencio mientras Quaid se encontraba en el cuarto de baño. ¡Si le habían hecho algún daño, lo pagarían! Sin embargo, primero debía salvar su propia vida.
Notó que sus facciones se endurecían en una expresión familiar en la oscuridad. Puede que su memoria estuviera en blanco; no obstante, comprendió de pronto que ésta no era la primera vez que le disparaban. Sabía cómo manejar la situación.
En silencio, cogió un almohadón del sofá. Luego lo arrojó a través de la habitación.
Unas balas trazadoras lo destrozaron.
Quaid dio un salto por encima de una silla en dirección a la procedencia de las balas, moviéndose de nuevo con una velocidad y una certeza que le asombraron.
Estableció contacto. Las balas salieron disparadas frenéticamente, chocando contra el techo y las paredes. Consiguió arrebatarle el arma a su oponente, y la arrojó al suelo.
Inmediatamente se ocupó de su atacante. Golpeó un hombro, una pierna, intentando calcular la distancia que le separaba de la figura que se debatía en la oscuridad. Le acertó con un golpe en pleno plexo solar, y escuchó el dolorido jadeo cuando la otra persona se quedó sin aliento. El francotirador era bajo, y se amparaba más en la velocidad que en la fuerza. Lo sujetó con un brazo en una presa alrededor del cuello, con la presión suficiente para mantenerlo inmovilizado, y alargó el brazo hacia la pared para encender la luz.
Las luces iluminaron la estancia. Quaid parpadeó, ajustando los ojos al resplandor. Miró a la persona que sujetaba.