Richter subió a toda velocidad por unas escaleras, conduciendo a Helm y a cuatro agentes al interior del edificio que les protegería de la lluvia. En esta ocasión no habría ningún pasillo de metro, ninguna escalera mecánica o trenes que la presa pudiera utilizar para escapar. Esta vez le atraparían. Richter quería escuchar los gritos del bastardo antes de morir.
Regresaron dos ratas en busca de otras migajas de comida. ¡En esta carrera de ratas, las noticias viajaban deprisa! Quaid sonrió fugazmente. ¡Qué demonios! Le arrojó a cada una un pedazo de chocolate. Si pudiera deshacerse con la misma facilidad de las ratas humanas que le perseguían.
– Sin embargo, sigamos un orden -dijo Hauser desde la pantalla-. Hemos de quitarte el transmisor que llevas en la cabeza. -Se señaló su propia cabeza, justo entre los ojos-. Coge eso que hay en la bolsa de plástico… -Alzó una bolsa de plástico idéntica a la que tenía Quaid-, y métetelo por la nariz.
¿Por la nariz? ¡Vaya gracia! Pero, probablemente, era mejor eso que una bala en la cabeza, que era lo que el transmisor le depararía.
Abrió la bolsa de plástico y extrajo el aparato quirúrgico. Parecía el tentáculo metálico de un alienígena.
Oprimió el brazo móvil. De él salió un tentáculo interior en cuyo extremo sobresalía una pequeña garra. Lo asoció con una serpiente que atacara desde el agujero de una pared, cogiendo algo y arrastrándolo de vuelta hacia la pared. ¿Por la nariz?
– No te preocupes, posee un sistema autónomo de guía -le indicó Hauser para tranquilizarle- Lo único que tienes que hacer es empujar con fuerza… hasta el seno maxilar.
Quaid recordó una antigua broma: «Cuando mi perro se porta mal, le doy un filete.» «¡Pero le debe encantar la carne!» «¡No cuando se la meten por la nariz!». A ese perro tampoco le gustaría que le metieran este instrumento de tortura por la nariz. No obstante, Quaid se jugaba mucho en esto: su propia vida.
Debía hacerlo. Con cuidado, introdujo el aparato en su nariz y empezó a empujar. Hizo una mueca de dolor. Podía resistir el dolor normal, como el que producía el golpear con el puño cerrado contra una pared; sin embargo, había algo particularmente perturbador en una profunda intrusión por tu nariz. No se trataba sólo de las mucosidades, sino que se hallaba muy cerca del cerebro. Se imaginó uno de esos aspiradores de tubo rotatorio que destruían cualquier obstrucción que hubiera en una tubería. No obstante, la obstrucción aquí no era un pedazo de mierda atascada; ¡se trataba de su tejido nasal!
– Y ve con cuidado -aconsejó Hauser desde la pantalla-. También es mi cabeza.
¡No me digas! Con precaución, Quaid se sentó y continuó con el procedimiento. La serpiente de metal sí que poseía un sistema autónomo de guía; parecía saber hacia dónde iba. Lo único que le hacía falta era que la empujaran. ¡Maldición, odiaba esto!
Richter y sus hombres se desplegaron por el interior de la cavernosa fábrica e iniciaron la búsqueda. Empleaban linternas pequeñas pero potentes. Avanzaban en silencio; no obstante, las ratas y las palomas se apartaban rápidamente de su camino. Richter esperaba que eso no alertara a su presa; quería coger al hombre por sorpresa. Una de las razones era que así existía la posibilidad de que se salvaran algunas vidas. Tenía que reconocer su eficacia: un hombre que ni siquiera conocía su propia identidad se había cargado a ocho agentes en un solo día. ¡Hablaba bien en favor del entrenamiento que proporcionaba la Agencia! ¡Era una pena que no pudieran permitirse adiestrar a todo el mundo de esa forma!
Con una mueca espantosa, Quaid siguió empujando más adentro el instrumento. Recorrió la última distancia dolorosa que le quedaba. Entonces, activó el brazo metálico.
Escuchó el crujir del cartílago al romperse y olvidó el dolor. Éste se vio reemplazado por una agonía incandescente. Quaid se echó hacia atrás, terriblemente mareado. ¿Habría sido peor la sensación de una bala? ¡En cualquier caso, habría sido más rápida!
– Cuando oigas el crujido, ya habrá llegado a su destino -le alentó Hauser.
¡Vaya, gracias por comunicármelo, doctor! Quaid se apoyó contra la pared y descansó; aún tenía el tentáculo alienígena en el interior de su nariz. Percibió que la sangre goteaba por alguna parte de la cavidad sinovial, como un mar encrespado que penetrara en cuevas calizas. ¡Oooooh, qué dolor! Sentía la nariz tan hinchada que sus ojos debían haber sido empujados hacia los lados de su rostro, como los de un sapo.
Mientras tanto, Hauser seguía hablando.
– Bien, éste es el plan. Dirígete a Marte y toma una habitación en el Hilton. Muestra la tarjeta de identidad de Brubaker. -Apareció una breve toma de la identificación falsa que había en el maletín-. Eso es lo único que has de hacer. Simplemente, cumple lo que yo te diga, y atraparemos al hijo de puta que nos jodió a los dos. -El tono de voz de Hauser se hizo más íntimo-. Cuento contigo, amigo. No me falles.
La pantalla se apagó por sí misma. Quaid quedó en la oscuridad, abrumado por algo más que el dolor.
Ya había recibido la información que deseaba. Era, o había sido, Hauser, un agente de la Inteligencia de Marte. Eso explicaba la habilidad especial que mostraba con las manos y las armas. Un agente era el nombre limpio con el que se llamaba a un asesino en una misión. Antes había estado en el bando equivocado, y ahora se encontraba en el correcto, razón por la que sus antiguos camaradas eran sus enemigos.
Sin embargo, si le atraparon poco después de que cambiara de bando, tal como, obviamente, sucedió, ¿por qué, sencillamente, no le mataron? ¿Por qué se tomaron las extraordinarias molestias para establecer a un hombre al que consideraban un traidor en la Tierra, con una muñeca como Lori y un trabajo decente aunque aburrido? Había pensado que era para protegerlo hasta que tuviera que testificar en un proceso; pero parecía que habían sido sus enemigos los que lo hicieron. Eso carecía de todo sentido. Así pues, aún había un montón de cosas que desconocía.
Bueno, por lo menos ya sabía dónde buscar las respuestas. Aspiró una profunda bocanada de aire, cogió el tentáculo y tiró de él, sacándoselo de la nariz. Apareció todo manchado de sangre y mucosidades, al tiempo que la agonía volvía a apoderarse de él.
Mareado por el dolor, observó el resplandeciente guisante plateado que había en la ensangrentada garra. ¡Así que éste era el transmisor! Su primer pensamiento fue arrojarlo lejos; pero, de inmediato, se le ocurrió una idea mejor.
Se quitó la toalla de la cabeza y la usó para limpiarse la sangre de las manos y la cara. Luego, sacó una barra de chocolate Mars. En este momento no tenía apetito, aunque tampoco le hacía falta.
Vio algunas ratas entre las sombras. Las noticias se habían difundido otra vez: comida gratis. Bueno, se encontraba en un estado de ánimo complaciente, a pesar de que sentía como si le hubieran aplastado la nariz en una enorme trampa para ratas.
– Poneos en fila, amigas -les murmuró a las ratas-. Quiero que cada una de vosotras disponga de la misma oportunidad.
¡BIIIIP! Un punto rojo intenso destelló en el aparato rastreador.
– ¡Lo tengo! -exclamó Richter.
Condujo a los agentes a la carrera a través de la fábrica.
Quaid volvió a guardar todas las cosas en el maletín. Iba a añadir el dispositivo del videodisco cuando los haces de unas linternas barrieron el polvoriento aire. Dejó caer el aparato y corrió hacia un montón de cascotes en el momento mismo en que una ráfaga de balas saturaba la habitación. Quien fuera que estaba disparando no corría riesgos. Quaid saltó en silencio por la ventana y corrió tan rápido como le permitían sus piernas.
Richter y sus hombres giraron a izquierda y derecha como si fueran misiles de rastreo térmico. El detector les mostraba el emplazamiento exacto de la presa. El imbécil debió olvidarse de ocultar la señal, si es que estaba al corriente de su existencia. Quizás interfirió con ella sin siquiera darse cuenta y, en ese momento, realizaba otra cosa.