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– Se mueve -dijo Richter-. ¡Por aquí!

Atravesó a la carrera una puerta que le condujo a la estancia adecuada.

Los haces de sus linternas atravesaron el polvoriento aire. Algo se movió. Lanzaron una andanada de balas que destrozó la habitación.

Los disparos cesaron. De repente reinó el silencio. No se veía ningún cuerpo a la vista. ¿Qué demonios? Richter comprobó el aparato rastreador.

El punto rojo aparecía en movimiento. Escucharon un ruido, sonoro en la quietud.

– ¡Allí! -gritó Richter.

Los rifles automáticos dispararon otra ráfaga de balas. Una lata voló por los aires, completamente agujereada.

Comprobó de nuevo el rastreador. El punto rojo se estaba alejando.

– ¡No, ahí! -Señaló debajo de una línea de montaje.

Corrieron a lo largo de la extensión de la línea, disparando debajo de la cinta.

Aún seguía sin aparecer ningún cuerpo…, y el punto continuaba avanzando en el rastreador, justo más allá del último lugar hacia el que habían abierto fuego. ¿Es que el hombre tenía nueve vidas?

Se escuchó el ruido de algo que se escurría por el suelo en la oscuridad. Dispararon en la dirección del sonido, destrozando un montículo de desperdicios.

Richter lo recorrió con la linterna. El cuerpo de Quaid no estaba allí.

Perplejo, volvió a observar el rastreador. El punto parpadeante indicaba con claridad que tenían a Quaid delante de ellos. Pero ahí no estaba. Sólo había basura.

Richter pasó el haz de luz sobre la basura e iluminó…

A una rata aterrorizada, que llevaba en la boca un fragmento del envoltorio de una barrita de chocolate Mars. El rastreador indicaba inconfundiblemente a la rata.

Entonces lo comprendió. El maldito gilipollas había hecho que la rata se comiera el transmisor…, tal vez escondiéndolo dentro de la tableta de chocolate. Estuvieron persiguiendo a la rata mientras su presa se escapaba.

Una vez más les había vencido.

Furioso, hizo añicos con una ráfaga el cuerpo de la rata.

Cuando el velo rojo de la furia se aclaró de sus ojos, Richter se dio cuenta de que Helm estaba de pie a su lado, sujetando los restos del lector de videodiscos. Había sido alcanzado por una bala perdida y ahora chirriaba como una grabación rota. Lentamente, Richter volvió la cabeza y observó un fragmento lleno de estática del mensaje grabado en la rota pantalla.

Sólo quedaba un pequeño fragmento del disco, pero era suficiente para reconocer la voz de Hauser diciendo:

– Dirígete a Marte squerrrk. Dirígete a…

14 – Nave

Helm conducía una vez más. Richter, echando chispas, se recompuso para realizar un informe oficial. Colocó el videófono en grabación y observó mientras su propia imagen aparecía en la pantalla, como si se tratara de un reflejo de él.

– Esto no marcha bien -anunció-. Recuerda todas sus técnicas de campo y ha estado recibiendo ayuda, preste atención, de Stevens, y Dios sabe de quién más. -Hizo un gesto al estilo de un hombre eficaz rodeado de incompetencia; que Cohaagen se las arreglara con esa expresión-. He puesto a todos los espaciopuertos en alerta máxima; pero, si para el despegue no ha aparecido, cogeré el primer transbordador y le esperaré en Marte.

Apretó una tecla. El disco retrocedió; luego reprodujo:

– …le esperaré en Marte.

Bastante bien. Extrajo el videodisco, se volvió a un agente que había en el asiento trasero y se lo pasó.

– Transmítale esto a Cohaagen, después de que yo me haya marchado.

El hombre asintió. No le hacía falta saber por qué el mensaje era entregado de esta forma, su única obligación era cumplir las órdenes. En el momento en que Cohaagen quisiera anular ese movimiento, ya sería demasiado tarde.

Richter tenía la intención de atrapar a su presa, sin importarle quién se cruzara en su camino, aunque se tratara de su jefe.

A través del movimiento de los limpiaparabrisas vio que el espaciopuerto aparecía ante él. Bueno, algo positivo tenía su viaje a Marte: ¡le sacaría de esta jodida lluvia! Marte era seco, de una sequedad desértica; allí jamás caería la lluvia.

Al día siguiente, Richter avanzó por el corredor vacío de la sección del bar de la nave. Varios guardias de seguridad se apresuraron a colocarse a ambos lados. La nave espacial vibraba y rugía, preparándose para el despegue.

– Hemos mirado por todas partes -le anunció un hombre de seguridad-. El equipaje, la sala de máquinas…

– En los camarotes del personal de vuelo -añadió el segundo oficial de seguridad.

– ¿Y en el compartimiento del tren de aterrizaje? -preguntó Richter sucintamente.

Los dos hombres de seguridad se miraron. Estaba claro que eso se les había pasado por alto.

– Yo lo comprobaré -dijo Helm. Se dirigió hacia unas escaleras, las bajó.

Richter atravesó una portilla. Contempló a través de ella los complejos motores y alas del orbitador espacial. Se trataba de una nave de pasajeros pesada, más lenta pero más cómoda que los transbordadores. Los turistas eran quisquillosos acerca de cosas como la aceleración o la caída libre, aunque resultaba más eficaz acelerar deprisa y, luego, deslizarse por la inercia. ¡Todo por satisfacer a los malditos turistas!

Prosiguió su marcha hacia los camarotes. En esta sección, cada cabina contenía una cápsula para dormir transparente. Los pasajeros regulares elegían normalmente pasar todo el viaje en los confortables confines de sus cápsulas. Por otra parte, la mayoría de los turistas ajustaban sus cápsulas a distintos ciclos de sueño-vigilia, a fin de poder gozar de la compañía de otros pasajeros y contemplar al menos algunas de las glorias del espacio a través de sus portillas exteriores. Las cabinas disponían también de portillas interiores y, afortunadamente para Richter, la mayor parte de los pasajeros todavía no habían opacificado sus cristales.

El capitán de la nave se plantó delante de él con expresión irritada.

– ¡Otra vez no! ¡Seguridad ya lo ha registrado en dos ocasiones!

Richter le ignoró. Siguió bajando por el pasillo, observando a través de las hileras de mirillas los rostros de los pasajeros que se prestaban a la inspección. Llegó hasta una mirilla que mostraba la nuca de un pasajero. Golpeó con el puño. El sorprendido pasajero se volvió y miró a través del cristal.

– Nadie ha entrado o salido -le comunicó el capitán. No cabía duda de que estaba harto de todo eso; pero carecía de poder para detenerlo.

Mientras seguía ignorando al capitán, Richter llegó hasta varias mirillas opacificadas. ¡Esto prometía más! Abrió todas las puertas. Ninguno de los pasajeros era Quaid.

– ¡Ya llevamos un retraso de dos horas! -protestó el capitán. Cuando Richter no respondió, el capitán ya tuvo suficiente. Habló en voz baja a una unidad de radio en la pared-. Pongan en marcha los motores. Nos vamos.

¡No hasta que Richter diera el visto bueno! Continuó comprobando las cápsulas.

Una mujer enormemente gorda anadeaba desde la parte trasera de la nave en dirección a la parte frontal. Llevaba varias bolsas. En el momento en que el capitán colgaba el teléfono, la mujer se aplastó contra una pared y pasó a su lado. Su vanidad era tal que incluso llevaba zapatos de tacón alto, pese a que la hacían sobresalir por encima de las cabezas de la mayoría de los hombres y no ayudaban en nada a sus piernas como salchichas.

– Perdone, señora -comentó el capitán, con forzada educación-. Tiene que volver a su cápsula.

– ¿Dónde está mi cabina? -siseó la mujer, metiéndole en la cara una tarjeta de embarque.

– Es la número diecinueve. Siga recto.