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– Gracias -continuó con su anadeo pasillo abajo, tomándose su tiempo.

Los motores, en respuesta a la orden del capitán, rugieron con más fuerza. Richter salió de una cabina y empujó a la mujer gorda fuera de su camino, asqueado por el fugaz contacto.

– ¿Qué es ese ruido?

– Vamos a despegar ahora, o de lo contrario perderemos el impulso de la Luna -repuso el capitán-. Le recomiendo que se prepare.

– ¡No puede despegar hasta que yo lo diga! -exclamó Richter-. ¡Seguridad tiene prioridad!

– ¿De veras? He de consultar el código. Ahora le sugiero que ocupe una de las cabinas vacías si no quiere que la aceleración le pille aquí en el suelo. Ya hemos sellado la compuerta de entrada.

Richter se dio cuenta de que el capitán realizaba la misma maniobra que él había practicado con Cohaagen. Le resultaría imposible demostrar que el capitán conocía que seguridad tenía prioridad; y, cuando consiguiera comprobar el código espacial, la situación ya sería académica: se encontrarían en el espacio.

Miró con ojos llameantes al capitán, a punto de soltar un ácido comentario. Helm intervino rápidamente.

– He comprobado el tren de aterrizaje. Nada.

El capitán detuvo a una azafata que pasaba por allí.

– Charlotte, lleve a estos caballeros a unas cabinas vacías -le dijo con tono vivo. Luego se dirigió a la proa de la nave.

– Por aquí -indicó la azafata con una agradable sonrisa.

Richter, con los dientes apretados, tuvo que seguirla. El único consuelo que tenía era saber que Cohaagen debía de estar apretando los dientes incluso con más rabia que él.

Richter y Helm se dirigieron con la azafata hacia la parte posterior. El capitán se encaminó hacia la cabina del piloto, situada en el otro extremo de la nave. Pasó delante de la mujer gorda, que aún se esforzaba por subir a su cápsula superior.

– ¿Dónde está mi cabina? -inquirió la mujer gorda.

– Es ésta, señora -señaló con paciencia el capitán-. Ahí la tiene.

Mientras la dejaba atrás, sacudió la cabeza. Había sido un día largo.

Richter miró hacia atrás y sonrió fugazmente. Le agradaba que el capitán también tuviera sus propios problemas. Se lo tenía merecido.

Charlotte les indicó su cápsula. Sonreía sin ninguna muestra de burla, lo cual significaba que era tan profesional en su oficio como Richter en el suyo.

¿Qué hacían las bonitas azafatas en las largas y aburridas horas de vuelo, durante su tiempo libre? Quizá, mientras tuviera que quedarse ahí, valiera la pena averiguarlo. Además, podía resultar una aliada útil, ya que se relacionaba con todos los pasajeros. Si le pedía que le informara de cualquier cosa extraña, tal vez pudiera ayudarle mucho.

Richter adoptó su sonrisa más encantadora, tan hipócrita como la del mismo Cohaagen.

– Gracias, señorita -dijo-. Quizá lleguemos a vernos un poco más.

La sonrisa de ella quedó congelada, como si acabara de descubrir una tarántula en su bolso.

– Lo dudo, señor -repuso, y se retiró rápidamente.

¡Maldición!

La mujer gorda cerró a toda velocidad la puerta y bajó la persiana de la mirilla.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó, aunque no había nadie más con ella.

Alzó los brazos, se cogió de las orejas y tiró. Mientras realizaba este esfuerzo, la cara se abrió por la mitad. La piel se deslizó a ambos lados de la nariz, llevándose las mejillas gordas y la papada.

Debajo había el rostro de un hombre. Era Douglas Quaid.

Terminó de quitarse por completo la cara artificial. Hasta el mismo pelo era falso, al igual que los pequeños pendientes. A medida que se la quitaba volvió a cerrarse, retomando su aspecto original, aunque un poco más desinflada. Este regalo de Hauser le había sido de mucha utilidad, al igual que el enorme vestido y los zapatos de goma.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó la cara con voz quejumbrosa-. ¿Dónde está mi cabina?

La sostuvo en las manos y le clavó un dedo; sin embargo, siguió hablando.

– ¿Dónde está mi cabina?

Irritado, aplastó la cara contra la pared. Guardó silencio.

Se relajó. Entonces, después de un latido, la cara habló de nuevo.

– Gracias.

Tuvo que sonreír. Por lo menos, la máscara había cumplido su cometido y engañó a los matones.

No se molestó en quitarse el vestido o las capas de plástico rellenas con gomaespuma que redondeaban su recio cuerpo convirtiéndolo a las monstruosas proporciones de la mujer gorda. Se sentía completamente cómodo en él y, además, no deseaba ser sorprendido a bordo sin su disfraz. Había decidido ya pasar todo el viaje en éstasis, y volvería a colocarse la máscara después del despegue. No tenía ningún sentido correr riesgos innecesarios.

Mientras se reclinaba en su cápsula, contempló el más notable de los rasgos del disfraz que Hauser le había proporcionado. El calzado de caucho estaba cubierto por delgados y flexibles hologramas que daban la ilusión de que llevaba recios tacones altos, aunque dentro sus zapatos eran completamente planos. Ello creaba el efecto de quitarle unos ocho centímetros de estatura, ya que la gente lo justificaba por los tacones. Aun así, seguía teniendo una imponente figura de mujer, aunque no exagerada. De todos modos, debía de tener mucho cuidado de no permitir que se le vieran jamás las rodillas, ya que parecería que tenía las pantorrillas más cortas. Sin embargo, no tenía mucho de que preocuparse al respecto; su traje le llegaba casi a los tobillos, ocultando muy efectivamente sus piernas.

Todavía ocultaba más con el disfraz. Comprendiendo que le haría falta una pistola, pero que, tras no poder pasarla por un control de metro, aún tenía menos posibilidades en una nave espacial, había comprado en un puesto del mercado negro una especial. Toda su estructura era de plástico y de otros materiales no metálicos, con lo que se garantizaba que no activaría ninguna alarma. El plástico podía hacerse tan duro como el metal, como bien lo demostraban las balas, que empleaban detonadores de plástico para la explosión. Estas pistolas llevaban décadas prohibidas; no obstante, se podían obtener fácilmente…, si se pagaba su precio. La que llevaba aún era más sofisticada: se podía desmontar en diversas partes que se camuflaban a la perfección. Los botones del vestido de la mujer gorda, las fantasías de sus zapatos, las peinetas en su cabello…, todo cumplía otro objetivo, de manera que ni siquiera una inspección física delataría su verdadera naturaleza. Requeriría tiempo volver a montar la pistola, pero le salvaría la vida. ¡Siempre que no la necesitara mientras estuviera disfrazado!

En realidad, ahora que ya había pasado el control de embarque, podía montar la pistola y guardarla a mano en su bolso. Luego, cuando llegaran a Marte, la desmontaría en unas pocas piezas más grandes y las escondería en su cartera y en el espacio libre en los zapatos de goma. Marte no disponía de los sofisticados rayos X de la Tierra; dependía de la inspección física rutinaria que, según tenía entendido, era superficial. De modo que conseguiría pasarla de contrabando y montarla rápidamente poco después. Debería arreglar su ropa para mantenerla sujeta sin algunos de sus botones; sin embargo, ya se sabía que las mujeres cambiaban continuamente de vestido. No habría ningún problema, siempre y cuando no se topara con ningún tornado. Y no existían muchas probabilidades para que eso ocurriera en la atmósfera casi sin aire de Marte.

El rugido de los motores aumentó de volumen. La nave se sacudió violentamente. ¡Tenías suerte si estos armatostes no se desarmaban durante el despegue! Se sujetó rápidamente a la litera mientras la nave alzaba el vuelo.

Se echó hacia atrás y se relajó. Era la única manera de tratar con la aceleración. Ahora dispondría de tiempo para ordenar los recuerdos que, lentamente, empezaba a recuperar, ayudado por todo lo que había descubierto la noche anterior. Así que él era Hauser, un agente que poseía una conciencia y que se había pasado al bando contrario. Le gustaba eso. Ya había vivido en carne propia los suficientes métodos empleados por la Agencia como para saber que no deseaba que le asociaran con ella. Pero, ¿cuál era el secreto que conocía que le convertía en un peligro para ellos? Seguía siendo un enigma. ¿Por qué se habían tomado tantas molestias para mantenerle vivo y con buena salud, a pesar del hecho de que debían dedicarle un equipo entero para vigilarle y tenerle en la ignorancia? ¡Tenían que buscarle por algo! No obstante, también eso seguía siendo un enigma.