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Por lo menos se hallaba camino de Marte, donde esperaba encontrar las respuestas que buscaba. En Marte, donde estaba la mujer de sus sueños. Ahora tenía la certeza de que existía. Soñó con ella porque la recordaba, a un nivel anulado por el implante que le había convertido en Quaid. De alguna forma, parte de ese recuerdo logró filtrarse a través de su cerebro, haciendo que creciera en su interior el deseo de retornar a Marte y a la imagen de la mujer. Si conseguía encontrarla, descubriría el resto de su pasado.

Pero, primero, tendría que enfrentarse con Cohaagen. Hauser así se lo comunicó, e intuía que era verdad. No se le permitiría que siguiera vivo si Cohaagen y sus mortíferos lacayos permanecían en libertad.

La aceleración le echó hacia atrás, haciendo que le resultara dificultosa la respiración. Descubrió que pensaba en tres cosas: aplastar a Cohaagen, amar a la mujer de Marte, y algo más de un significado abrumador. No obstante, no tenía claro qué era. Todavía no.

Se concentró en eso último, con la certeza de que ahí radicaba la clave de todo. Se trataba…, se trataba de lo que estaba buscando cuando le acompañaba la mujer, en el momento en que cayó en el agujero. Se encontraba allí, bajo el suelo de Marte. Pero, ¿qué era? Su aspecto físico sólo formaba una parte de su esencia. Había tanto más…

Perdió el hilo del pensamiento. De momento, lo dejó pasar y echó a un lado la cortina para mirar por la mirilla. Se imaginó a sí mismo convertido en un fantasma, en un holograma, que salía volando por la ventanilla y al exterior de la nave y daba la vuelta para contemplar la llameante y ruidosa descarga de combustible de los motores. Se concentró en ello, hasta que todo su mundo se volvió rojo. Si tan sólo pudiera incinerar los restos de su existencia falsa y recuperar su verdadera identidad, descubriendo qué era lo que latía en lo más profundo de su cerebro, algo tan importante como para cambiar el destino de un mundo…

15 – Espaciopuerto

Todo estaba a oscuras y en silencio. Luego, Fobos, la mayor de las dos lunas de Marte, con forma de patata, apareció a la vista. Tenía unos veintiséis kilómetros de largo, unos veinte de ancho y diecisiete de profundidad, lo cual, de acuerdo con las medidas que solían tener las lunas, la convertía en un satélite pequeño; aun así, tenía casi el doble de tamaño que su compañera, Deimos. Era tan fea como puede serlo la roca desnuda, apenas algo más que un fragmento arrancado de un cuerpo más grande y congelado en su propia irregularidad. Sin embargo, se trataba de un excelente punto de encuentro, ya que era sólida y no poseía ninguna gravedad propia significativa.

El orbitador espacial hizo su aparición y se acercó a la luna. En comparación, la nave parecía pequeña, una simple mota. Luego, por encima de las dos, estaba la enorme masa roja de Marte, tan grande en contraste que sólo se veía su arco. Sin embargo, Marte era uno de los planetas más pequeños, con apenas una décima parte de la masa de la Tierra. ¡Cómo cambiaba las cosas la perspectiva!

Quaid, a bordo del pequeño transbordador, contempló al orbitador espacial separarse de Fobos. Los otros pasajeros no prestaron ninguna atención, aburridos con ese espectáculo como lo habían estado durante todo el viaje. Lo único que deseaban eran sus trofeos de turistas y las mesas de juego. Sin embargo, él se sentía fascinado. El acertijo de su vida se hallaba en este planeta, y no sólo en la gente que lo habitaba. Había algo en el paisaje de Marte…

El transbordador encendió los motores y acortó la distancia. Poco a poco, el sentido de la orientación de Quaid se vio alterado, hasta que ya no percibió el planeta como si se encontrara arriba, sino abajo. Eso resultaba un poco más tranquilizador.

El transbordador atravesó el paisaje irregular surcado por cráteres de todos los tamaños. Quaid se sentía atrapado por él, incapaz de apartar la vista. Esto era casi igual que en su sueño, salvo, salvo…

Sacudió la cabeza. Aún no conseguía descifrarlo. Lo que le habían hecho a sus recuerdos era como una cuerda gruesa alrededor de su cuerpo, tirante, clavándose en su carne, dejándole una ínfima libertad en algunos lugares, ahogándole cuando intentaba soltarse. Necesitaba algo más que los pensamientos para liberarse.

El terreno era violento, tal como le corresponde al planeta bautizado en honor del dios de la guerra. Vio parte del enorme cañón ecuatorial llamado Valles Marineris, con más de cinco mil kilómetros de largo: a su lado, el Gran Cañón de la Tierra quedaba empequeñecido, sus paredes se habían derrumbado en algunas partes, empujadas de forma evidente por una inundación. Marte, en el pasado, había tenido agua en su superficie, y en gran cantidad; ahora, el agua se hallaba atrapada en el hielo enterrado en forma de glaciares bajo el polvo y la arena de la superficie. Nadie tenía la certeza de la cantidad de agua que había, si podía ser liberada y lo que quizá hubiera allí abajo. Distinguió los tres volcanes que formaban un escudo sobre el precipicio de Tarsis. Conocía esta región; ¡la recordó mientras la contemplaba! Sin embargo, ¿dónde estaba aquel recuerdo enterrado en lo más profundo de su memoria? Tenía algo que ver con el hielo…

En ese momento, el transbordador se aproximó a la cima del Monte Olimpo, que tenía unos veinticinco kilómetros de altura, según recordaba; una montaña magnífica como ninguna otra que hubiera en el sistema solar. Podía parecer extraño que un planeta mucho más pequeño que la Tierra tuviera una montaña volcánica mucho más alta que cualquiera de las que había en el planeta madre; pero ello se debía a que la gravedad era mucho menor y al hecho de que la capa del planeta no se veía sujeta a una alteración permanente. En la Tierra, una estructura semejante habría sido derribada por las fuerzas de la gravedad y por la erosión; además, la capa cambiante tendía a aislar a los volcanes de su fuente de origen antes de que pudieran realizar mucho daño.

Los cohetes retropropulsores se encendieron para el descenso vertical del transbordador. En la llanura de Chryse, sembrada de enormes rocas, el techo del espaciopuerto se abrió hacia los costados, mostrando una plataforma de aterrizaje en su interior. El transbordador bajó hacia el espaciopuerto, y el techo se cerró encima de él. Esos mecanismos eran necesarios debido a que el aire de Marte resultaba demasiado tenue para permitir la descarga externa.

Quaid, disfrazado de mujer gorda, salió junto a los demás turistas. Mostró su pasaporte, el que le suministrara Hauser en el interior del maletín, y el sello oficial en una de sus hojas. El sello ponía:

COLONIA FEDERAL DE MARTE / CONFEDERACIÓN DE NACIONES DEL NORTE.

En realidad, nadie comprobaba la documentación; Marte quería tanto a los turistas como a los colonos, razón por la que mantenía sólo una vigilancia mínima. Lo cual significaba que una persona podía entrar legalmente a Marte en el plazo de unas dos horas.

Claro que sería mejor si lo pudieran reducir a dos minutos. Sin embargo, la burocracia era incapaz de lograr eso. Aunque llevaras únicamente un maletín pequeño, que no contuviera más que una barrita de chocolate Mars, eso ya justificaba una demora de una hora. En otros planetas, donde no les importaba en absoluto causar una buena impresión, supondría un retraso de cuatro horas, y todavía más si la víctima se quejaba. Los burócratas, en sus dominios, eran como unos tiranos en pequeña escala, incapaces de comprender por qué a los visitantes les caían mal.