Afortunadamente, la gravedad de Marte hacía que la espera en la fila, de pie, resultara fácil. Incluso una mujer gorda como él podía soportarla.
En la Sala de Inmigración del espaciopuerto se les indicó a los viajeros que formaran en tres filas y que aguardaran hasta que les tocara su turno con alguno de los tres oficiales de inmigración. ¿Por qué no mantenían a una docena de oficiales allí, que les ayudaran entre una nave y otra? Richter sonrió, sabiendo la razón. Porque eso sería demasiado eficiente. Los visitantes necesitaban sentir el poder de la burocracia, que se manifestaba haciéndoles perder su tiempo. Aprobaba esta medida. Era adecuado que a los civiles se les recordara constantemente quién tenía el control.
Miró a su alrededor. Un imponente retrato de Cohaagen colgaba de la pared frontal, dándoles la bienvenida a todos los visitantes. Había soldados armados, preparados para entrar en acción en el caso de que alguien protestara. Recordó haber visto un video acerca de los tiempos antiguos, cuando los nazis añadieron feroces perros de ataque en los controles, y los soltaban en el momento en que alguien les brindaba una excusa. ¡Fantástico!
Vio que la mujer gorda estaba en la fila detrás de una madre que llevaba a su hijo pequeño sujeto al hombro mediante un arnés, y sus labios se fruncieron con disgusto. ¡Gracias a Dios, Lori nunca había engordado! El pensamiento de que pronto la vería de nuevo elevó aún más su espíritu.
Apareció una escolta de soldados. Apartaron a la gente a un lado para dejar paso a Richter y a Helm, que fueron escoltados al primer lugar de la fila más próxima. Tropezaron con la mujer gorda, que le estaba haciendo carantoñas al bebé. Richter se apartó bruscamente ante el contacto.
Dos agentes vestidos de paisano se les acercaron y saludaron a Richter y a Helm como si fueran VIPs. ¡Vaya, por qué no!
– Bienvenido a casa, señor Richter -dijo el primer agente con entusiasmo-. El señor Cohaagen desea verle de inmediato.
Richter pasó entre los dos, sin apenas dignarse a reconocer su presencia.
– ¿Qué mierda es eso? -Señaló una pintada que había en la pared: Kuato vive. Un pintor se estaba encargando de taparla.
– Las cosas han empeorado -repuso el agente con voz tensa-. Los rebeldes se apoderaron de la refinería ayer por la noche. Ya no sale más turbinio.
Richter y su grupo siguieron pasillo abajo. Se sentía asqueado. ¡Lo último que necesitaban era mensajes del líder mítico del Frente de Liberación de Marte! Ya era una molestia suficiente tener que tratar con el traidor Hauser sin que se vieran acosados por personajes imaginarios. Lo peor con los tipos inexistentes era que no se les podía matar.
– ¿Algo nuevo acerca de Hauser? -preguntó, al recordar su misión.
– Ni una palabra.
Perturbado por algo que apenas sabía qué era, Richter se detuvo y miró hacia la gente que aguardaba con paciencia en la fila. Vio que el bebé jugaba con el cabello de la mujer gorda. La gorda había modificado su vestimenta, aunque ésa tampoco la favorecía en nada. Entonces el bebé golpeó con bastante ímpetu a la mujer en la cara, inconsciente de su propia fuerza.
– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó la mujer gorda, de forma incongruente.
Richter se concentró en ella, levemente inquieto. ¿Era eso lo único que sabía decir?
La mujer gorda abrió la boca, aparentemente horrorizada. El bebé se rió.
Oh. Lo hacía para divertir al niño. Richter se volvió, echando a un lado su preocupación. El grupo ya estaba a punto de abandonar la Sala de Inmigración.
– ¿Dónde está mi cabina? -volvió a preguntar la mujer gorda.
Richter se detuvo y se volvió de nuevo. De repente, su preocupación indefinida cobró la forma de una aguda sospecha. ¿Era posible?
La mujer gorda, eso era evidente, intentaba hacerse callar a sí misma, agarrándose la cara como si ésta hablara por voluntad propia. El bebé no cesaba de reírse ante esa exhibición. El resto de la gente empezaba a mirarla, incluidos los soldados, que hallaban su comportamiento extraño aunque no peligroso. Las mujeres tendían a quedarse embobadas con los niños; era una de las cosas más irritantes que tenían.
En aquel momento la mujer gorda le miró. Sus ojos se clavaron en los de Richter.
¡Entonces lo supo!
– ¡Ése es Quaid! -exclamó con voz ronca-. ¡Detenedle!
La mujer gorda salió de la fila y corrió hacia la parte delantera, moviéndose con una velocidad sorprendente para el tamaño que tenía. Se abrió la cara, que se soltó a ambos lados.
Los soldados estaban aturdidos, pensando que tenía alguna especie de enfermedad asquerosa. Cargó contra ellos, y casi cayeron uno encima del otro cuando intentaron apartarse de su camino, no queriendo contagiarse. Eso le permitió alejarse a toda velocidad de Richter.
Richter emprendió la persecución de Quaid mientras desenfundaba su pistola; sin embargo, no pudo efectuar ningún disparo. Las malditas filas de gente estúpida, que ahora se dispersaban por el pasillo, le estropearon cualquier campo de visión decente.
Otro soldado sacó un arma a poca distancia del fugitivo. Pero Quaid le golpeó el brazo y lo empujó contra otro soldado; luego golpeó a un tercero en la cara. Richter habría admirado la habilidad del hombre, si no hubiera sido tan importante cogerlo. ¡Vaya si se notaba el entrenamiento de la Agencia!
No obstante, Quaid no estaría a salvo durante mucho tiempo. Se hallaba confinado a los límites del espaciopuerto, y la gente ya empezaba a pegarse a los costados del pasillo. En un instante sería un buen blanco.
Quaid echó a correr por un pasillo. ¡Eso fue un error! Había perdido su escudo. Seis soldados iban tras él, y Richter y Helm detrás de ellos. ¡Acorralarían a la rata en un momento!
Había un gran ventanal en una intersección. A través de los cristales se podía ver el desnudo paisaje marciano. Ahí fuera casi reinaba el vacío absoluto; ¡el hombre no podría escapar por allí!
Quaid estaba a punto de girar una esquina, pero un joven soldado bloqueaba la intersección. Quaid arrojó la deshinchada máscara contra el soldado, que la cogió instintivamente. La máscara restalló y dijo:
– Prepárate para una gran sorpresa.
El soldado la miró con la boca abierta…, ¡y la máscara estalló!
La explosión destrozó el ventanal. Lo fragmentó hacia fuera, empujado por la presión de la atmósfera terrestre.
Al instante se formó un tornado, mientras el aire salía expelido hacia fuera. El espaciopuerto comenzaba a despresurizarse del mismo modo en que lo haría un globo. Todo el mundo intentó agarrarse a algo cercano para resistir y salvar la vida.
¡El muy idiota!, pensó Richter. ¡Ya habían acorralado a la rata, y a Quaid no se le ocurrió otra cosa mejor que esa estupidez! Ahora todos se hallaban en problemas.
Vio que Quaid se aferraba a un pasamanos que daba a una escalera que bajaba. ¡No cabía la menor duda de que el tipo sería capaz de manejar esta situación mejor que la mayoría! Iba a largarse mientras los soldados se hallaban inermes.
Uno de los soldados, bastante próximo al ventanal, fue sorbido a través de la abertura hacia el vacío casi total. La máscara de Quaid, sus ropas y la gomaespuma fueron arrancados de su cuerpo y siguieron al soldado por la ventana. Quaid se quedó con la camisa de manga corta y los pantalones arremangados que llevaba debajo del disfraz, junto con esos ridículos zapatos de tacón alto. ¡Aún seguía aferrado a su maletín!
Un oficial de inmigración se debatió por llegar a un panel de control y consiguió activar una alarma de emergencias.
Una barreras metálicas empezaron a bajar en orden, cubriendo todas las ventanas y puertas de la izquierda, de la derecha, de atrás y de delante. ¡SQQRRCHANG! ¡SQQQRRCHANG! ¡SQQQRRCHANG!