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¡Bien! Eso no sólo detendría la pérdida de aire, sino que atraparía a Quaid en el interior, de modo que podrían completar su trabajo. ¡Ninguna bala descuidada atravesaría esas barreras!

Vio que Quaid miraba con gesto frenético a su alrededor. ¡Sí, no dejes de mirar, mierdecita! ¡Ya te hemos arrinconado! Y yo soy el que te va a…

Una barrera comenzó a descender por encima del pasaje de la escalera cerca de Quaid. ¡SQQQRRRRR!

Quaid se lanzó al suelo y rodó por debajo de ella justo antes…

¡CHANG! Había pasado.

¡No!, pensó Richter, angustiado.

Una lámina metálica cayó sobre la ventana destrozada. Si el sistema fuera inteligente, habría cerrado primero ésa, ahorrándoles a todos una molestia.

El tornado se disipó al instante. Los turistas ya disponían de aire para gritar con voces jadeantes. ¡Que se jodan!

Richter corrió hasta la barrera de la escalera.

– ¡Ábranla! ¡Ábranla!

– No puedo -repuso el soldado más próximo, un joven desgraciado e inexperto-. Están todas conectadas.

Frustrado y furioso, Richter le dio un golpe en la cara con la pistola.

16 – Venusville

El ruidoso y antiguo tren, probablemente algún saldo condenado de un metro del siglo XX de Nueva York, salió de la estación y se metió en un oscuro túnel. En el exterior se escuchaban ruidos chirriantes y se veían parpadeantes luces, como si la cosa fuera a salir volando de las vías y a estrellarse contra una columna. Eso, unido al atestado espacio, creaba una sensación de ansiedad.

Quaid observó a su alrededor, alerta ante cualquier peligro potencial. En ese instante, no se hallaba bien vestido precisamente; apenas consiguió aferrarse a su bolso cuando fueron sorbidas sus ropas sueltas. En este momento trataba por todos los medios de hacer ver que el bolso era un paquete. Pero nadie parecía darse cuenta. Los indiferentes nativos de Marte (cualquiera que llevara más de un año aquí era un nativo) hablaban entre ellos, y escuchó fragmentos de conversaciones.

– Mientras estuviste fuera -comentó una mujer marciana-, subieron el precio del aire.

– ¿De nuevo? -preguntó su compañero, con aire resignado-. Es la tercera vez en los últimos dos meses.

– Sí, y mientras tanto nuestra paga sigue siendo la misma.

Interesante, pensó Quaid. Nunca mencionaban el precio del aire cuando ofrecían las sustanciosas bonificaciones a los colonos potenciales de la Tierra.

La mujer estaba hablando de nuevo, ahora en voz más baja:

– ¿Oíste lo de los Hamilton?

– Observé que su casa estaba a oscuras ayer por la noche.

– Y la noche antes de ayer, y la noche anterior a ésa.

– ¿Se han ido de viaje?

– Sí, podrías decirlo así -murmuró la mujer con una ligera sonrisa perspicaz. Su voz se convirtió en apenas algo más que un susurro, y Quaid se tensó para oírla-. Veremos cuánto tiempo dura el Administrador cuando todos sus trabajadores se hayan «ido de viaje»…

Quaid siguió los ojos de la mujer cuando ésta miró significativamente los carteles que llenaban el interior del vagón. Los carteles proclamaban una enorme recompensa por la captura del misterioso líder de las fuerzas rebeldes, Kuato. El nombre era mostrado en grandes y claras letras.

Pero no había ninguna foto.

Había otra cosa que no se reflejaba tampoco en los folletos de emigración. Quaid no había tenido la menor idea de que el Frente de Liberación de Marte poseyera una base de apoyo tan amplia. Los noticiarios hacían parecer el asunto como si los rebeldes no fueran más que unos pocos alborotadores desleales. Sin embargo, parecían tener la obvia aprobación de aquella pareja de clase media de aspecto ordinario en el tren. Ciertamente, no sonaba como si Vilos Cohaagen fuera universalmente querido. Lo cual no era en absoluto sorprendente, si estaba atornillando a la población con el mismo aire que respiraban. Archivó la información para futura referencia.

Una luz de color rojo inundó el vagón. El traqueteo disminuyó cuando el metro salió a la superficie de Marte. Quaid escudriñó el extraño paisaje por la ventanilla, empapándose de todo. Era árido, era feo, ¡pero se trataba de la tierra de su sueño!

Pasó al otro lado del coche cuando desaparecieron las reverberaciones. Miró fuera, fascinado, experimentando al mismo tiempo diversas emociones.

¡Allí estaba la montaña con forma de pirámide de su sueño! Al lado había un emplazamiento minero. ¡Su sueño era real! ¡Las cosas que lo habitaron existían aquí en Marte!

Pasado un rato, se volvió y tocó el hombro del marciano más cercano.

– Perdone. ¿Qué es eso?

El hombre le miró; luego posó los ojos en la ventanilla.

– ¿Se refiere a la Mina Pirámide? -Vio que Quaid se la quedaba contemplando con fijeza-. Yo solía trabajar allí, hasta que encontraron toda esa mierda alienígena en el interior. Ahora está cerrada.

¿Artefactos alienígenas? Entonces, también eso era verdad. Había estado allí, y su sueño era un recuerdo real, ¡no una simple fantasía! Sin embargo, si cayó en su interior, ¿cómo pudo sobrevivir intacto? A menos que algo frenara su caída y él hubiera recibido un golpe en la cabeza que le produjo amnesia. Pero eso no explicaría por qué otros querían matarlo, o la razón por la que Hauser deseaba vengarse de Cohaagen. ¡Seguía sabiendo tan poco!

– ¿Se puede ir de visita? -preguntó, embelesado.

– Ja. No te puedes acercar ni a quince kilómetros.

Así pues, había un secreto ahí. ¿Por qué mantenían a la gente alejada? ¡Ciertamente, no le mantendrían a él alejado! De una u otra forma, conseguiría entrar y desentrañar su pasado.

Y encontrar a la mujer.

La Mina Pirámide resultaba igual de impresionante desde otro ángulo, como el que se podía observar desde el vestíbulo que conducía a la oficina de Cohaagen. Richter contempló a través de la pared de cristal el complejo minero, deseoso de ser merecedor de una instalación tan sorprendente como aquélla. Entró en la oficina y miró el respaldo del sillón de Cohaagen al otro lado de su escritorio.

– Señor Cohaagen -dijo-. ¿Deseaba usted verme?

Cohaagen hizo girar su sillón. Sonrió en silencio por un momento.

– Richter -dijo finalmente-. ¿Sabes por qué soy una persona feliz?

Porque eres el que está arriba de todo, pensó, con subordinados a los que triturar. No permitió que nada de esto se reflejara en la dedicada expresión de su rostro.

– No, señor -dijo respetuosamente.

– Porque tengo un trabajo jodidamente grande -dijo Cohaagen con calma-. Mientras el turbinio siga fluyendo, puedo hacer cualquier cosa que desee. Cualquiera. No tengo a nadie mirando por encima de mi hombro. A nadie le preocupa cómo vivo. A nadie le importa una mierda si algunos pocos marcianos tienen que sufrir.

Hizo una pausa.

– Te diré la verdad -prosiguió-. No cambiaría de lugar con el Presidente. -Le resultaba difícil mantener el rostro impasible. Tenía al Presidente cogido por las pelotas y lo sabía, pero no quería darle ese tipo de información a Richter. No, la mascarada tenía que seguir. Por el momento.

Además, no había nada divertido acerca de la situación rebelde. Estaban causándole más problemas de los que había esperado. Si no les paraba los pies… No. Ni siquiera debía de pensar así. Les pararía los pies.

Se puso en pie y se inclinó hacia delante, con las manos sobre el escritorio.

– De hecho -continuó-, la única cosa que me preocupa es que algún día, si los rebeldes ganan, todo eso pueda acabar.

De pronto Cohaagen estalló en un acceso de furia y golpeó el escritorio con el puño. La pecera que había en una esquina saltó.

– ¡Y tú estás haciendo que eso ocurra! ¡Desobedeciste mis órdenes! ¡Y luego le dejaste escapar, maldita sea!