El rostro de Richter permaneció impasible. No había ninguna forma en que Cohaagen pudiera probar que su transmisión de radio había llegado hasta él, de modo que no había ninguna forma en que pudiera demostrar la insubordinación de Richter. Y ambos lo sabían.
– Tuvo ayuda, señor -dijo con voz llana-. Desde nuestro lado.
– Lo sé -dijo Cohaagen, impaciente.
– Pero, yo pensé… -Richter no pudo ocultar la sorpresa en su voz.
– ¿Quién te dijo que pensaras? -restalló Cohaagen-. ¡No te di suficiente información pura pensar! -Agitó un índice ante el rostro de Richter-. ¡Tú haces lo que se te dice! ¡Eso es lo que haces!
Cohaagen recuperó su calma. Abrió un cajón y extrajo una caja pequeña. Sacó algunos copos de su interior y los echó en la pecera sobre el escritorio.
– Ahora vayamos al asunto -dijo con tono razonable-. Kuato desea lo que hay en la cabeza de Quaid, y puede que lo consiga. Corren rumores de que ese maldito individuo es un psíquico.
»Ahora bien, tengo un pequeño plan para impedir que eso ocurra. ¿Crees poder llevarlo a cabo?
Richter sintió deseos de meter la cabeza de Cohaagen en la condenada pecera y dejar que los peces se comieran su rostro, pero todo lo que dijo fue:
– Sí, señor.
– Estupendo -indicó Cohaagen, y alzó la vista de los peces con una radiante sonrisa-. Porque ya estaba preparándome para borrarte.
Quaid salió de la estación del metro hacia la apabullante parte baja de la sección de la Llanura de Chrysse. Éste era el lugar donde la gente sofisticada y fina llevaba a cabo sus negocios. La hermosa plaza pública daba al espectacular paisaje marciano. Aquí había un montón de aire libre, y el domo geodésico aparecía limpio.
De hecho, se trataba del tipo de lugar donde le gustaría vivir, aunque no tuviera que recordar su pasado. Puede que el metro estuviera atestado; ¡sin embargo, la vida en la superficie de Marte jamás se vería superpoblada! La Tierra no sólo estaba hacinada, sino también llena de polución, mientras que aquí…
No disponía de tiempo para las fantasías. Tenía agentes que le seguían el rastro y quizá le cogieran pronto. Necesitaba desaparecer bajo su identidad falsa.
Miró a su alrededor y descubrió la entrada del Hotel Hilton. Penetró en su interior.
Resultaba tan llamativo por dentro como por fuera. ¡Era un verdadero paraíso para turistas!
Se acercó a la recepción, donde había un empleado sentado ante la terminal de un ordenador. El recepcionista alzó la vista y sonrió al reconocerle.
– Oh, señor Brubaker. Nos alegramos de tenerle de vuelta.
¡Vaya! ¡Hauser sí que lo había preparado bien!
– Me alegra estar de vuelta -comentó.
– ¿Le gustaría disponer de la suite de siempre?
– Claro.
Era demasiado bueno para ser verdad. Por supuesto, en un sentido técnico, no era verdad, ya que se encontraba bajo una identidad falsa. Sin embargo, así como se podía preparar otra identidad, también se la podía comunicar al enemigo. Seguiría la corriente, aunque permanecería alerta.
El recepcionista comprobó el monitor.
– Hum. Parece que se dejó usted algo en su última estancia.
Quaid se puso tenso. ¡Había dejado un reguero de matones muertos a su espalda! Y sus recuerdos, junto con su mujer.
El empleado se dirigió a los buzones y regresó con un sobre cerrado de papel manila. Se lo pasó a Quaid.
– Aquí tiene. -Estudió el monitor-. Es la Suite Dos-ochenta, en el Ala Azul. La tarjeta para la puerta estará lista en un minuto.
El recepcionista se marchó para codificar la tarjeta. Quaid abrió el sobre y extrajo una hoja de papel rojo doblado en un cuadrado pequeño. Desplegó el papel y descubrió un folleto publicitario para un bar: El Último Reducto, en Venusville.
Oh, sí, el famoso antro del hampa, un imán para los turistas. También existía un Marsville en Venus, con la misma reputación.
Se concentró en el folleto. Mostraba el dibujo de una mujer desnuda. Escrito al pie había un mensaje manuscrito: «Para pasar un buen rato, pregunta por Melina».
Subrepticiamente, Quaid tomó una pluma del hotel y garabateó: «Melina», debajo del mensaje escrito. El vello de su nuca se erizó cuando vio que las dos escrituras coincidían.
Aquél era un mensaje dirigido sólo a él. Pensó en la mujer de sus sueños. ¿Era posible? No, por supuesto que no. Sin embargo…
Antes de darse cuenta ya salía a la calle. Mientras abría la puerta de la entrada miró hacia atrás. El recepcionista estaba regresando.
– Aquí tiene su llave, señor Bru…
Entonces el hombre comprendió que le hablaba al aire. Mostró una expresión sorprendida.
La puerta se cerró detrás de Quaid. Salió a la entrada del hotel y se acercó a la parada de taxis.
Un hombre negro vestido con un traje reminiscente de la época del jazz se dirigió hacia él. El hombre parecía tener unos cuarenta años, aunque se le veía ágil.
– ¿Necesita un taxi, amigo? Me llamo Benny, y soy la persona que le hace falta en este momento.
Quaid indicó con un gesto el primer taxi de la fila.
– ¿Qué hay de malo con aquél?
– Que no tiene seis hijos a los que alimentar.
Quaid vio que el conductor del otro taxi era un macarra de poco más de veinte años. No resultaba más atractivo que Benny. Asintió con la cabeza.
– Lo tengo a la vuelta de la esquina -dijo Benny con tono ansioso.
Cuando Quaid le siguió hasta el taxi clandestino, el conductor macarra se dio cuenta de que le birlaban un cliente.
– ¡Eh! -protestó. Luego comprendió que no serviría de nada-, ¡Gilipollas!
¡Después de todo, Marte no era muy distinto de la Tierra! No obstante, para el tipo de asuntos que quizá Quaid establecería aquí, y con agentes que le seguían la pista, un taxi falso tal vez resultara mejor que uno autorizado. Benny no sería muy proclive a delatarle a nadie, y probablemente conocía los callejones de Marte como el mejor.
Mientras se acercaba al destartalado taxi, una fuerte explosión resonó en el nivel superior de la Mina Pirámide. Se rompieron algunas ventanas, y Benny se vio arrojado al suelo al tiempo que empezaban a sonar las alarmas. Quaid consiguió a duras penas mantenerse en pie.
Benny se levantó, tambaleante, ligeramente aturdido.
– Bienvenido a Marte -dijo con ironía. De pronto hubo soldados por todas partes, disparando a invisibles fuerzas rebeldes que respondían a su fuego. Benny abrió apresuradamente la portezuela del taxi.
– Salgamos rápido de aquí, amigo. -Quaid subió.
Benny se metió a toda prisa en el tráfico, y entonces pareció relajarse.
– ¿Qué es todo esto? -preguntó Quaid, al tiempo que doblaba la cabeza para ver el humo que ascendía de la mina.
– Oh, lo de costumbre -dijo Benny, como sin darle importancia-. Dinero, libertad…, aire. -Cambió de carril-. Bien, ¿adonde vamos?
– A Venusville.
Benny se le quedó mirando.
– ¿Me lo repite otra vez, amigo?
Quaid sacó el folleto.
– Venusville.
Benny sacudió la cabeza.
– ¡Amigo, esto es Venusville! Bueno, la parte alta.
– Entonces, vamos a la parte baja.
– ¡Aja! ¡Sí que sabe lo que quiere! -Puso el coche en marcha-. ¿Algún sitio en especial?
– El Último Reducto.
– ¡Amigo, le recomiendo otro lugar!
– Ésa es la dirección que tengo.
– ¡Muy bien, entonces! -aceptó Benny, dubitativamente.
Condujo el coche hasta las afueras de la ciudad.
Quaid aprovechó esa oportunidad para quitarse los zapatos de goma. Llevaba los suyos debajo. Dos partes de la pistola de plástico iban ocultas en los tacones de los zapatos de goma; se las metió en los bolsillos y, luego, guardó otras dos que sacó del bolso. Ya no deseaba seguir llevando ese bolso consigo; lo arrojaría en alguna zanja a lo largo del trayecto. Estaba contento de haber podido quedarse con todo lo importante cuando estalló la ventana del espaciopuerto.