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Sí, lo recordaba. Quaid se volvió a medias para hacerle un gesto de despedida con la mano; luego, entró en El Ultimo Reducto. Esperaba no estar cometiendo un gran error.

17 – Melina

Quaid se detuvo justo al cruzar la puerta y escudriñó el antro. Evidentemente, se trataba de un burdel de baja categoría para mineros. Las muchachas no paraban de salir y entrar, cogiendo clientes y llevándoselos arriba. El folleto no había sugerido nada menos… ni nada más.

Se sentó a la barra, al lado de un par de mineros. El impasible camarero se le acercó y aguardó a que Quaid le pidiera lo que deseaba beber. El hombre era lo suficientemente grande y feo como para obtener una rápida atención; probablemente alternaba este trabajo con la seguridad del local.

– Busco a Mel -dijo Quaid.

Una sospecha inmediata oscureció el semblante del hombre.

– Está ocupada. Pero Mary se encuentra libre.

Mary, una prostituta atractiva y con buen cuerpo, apareció de ninguna parte.

– Libre, no -ronroneó-. Disponible.

La miró. Se dio cuenta de que tenía tres pechos completos, y que mostraba su esplendor con un bikini especial. ¡Para cualquier hombre que se excitara con las tetas, aquí tenía una ración extra! Sin embargo, recordó a Lori, a pesar de lo ilusorio que resultara ser su matrimonio, y supo que, aunque su meta fuera el sexo, el recuerdo le habría estropeado la diversión.

– Gracias. Esperaré.

– Basura terrestre -comentó ella. Era el tipo de contestación que había esperado.

La mujer se tiró un pedo y se encaminó hacia otro cliente. Quaid no se había esperado eso. Puede que no conociera lo suficientemente bien este tipo de lugares.

Volvió a centrar su atención en el camarero. En esta ocasión le metió un billete rojo en la mano.

El camarero dejó de mostrarse tan hostil.

– Lo que ocurre, amigo, es que Mel es muy selectiva. Sólo va con sus clientes fijos.

Si la mujer podía permitirse el lujo de ser selectiva en un lugar como éste, ¡tenía que ser muy especial!

– Llámela. Le gustaré.

Con cierto nerviosismo, que Quaid observó con interés, el camarero habló en dirección de una mesa cercana.

– Eh, Mel. -Se produjo una pausa, como si alguien ignorara la llamada-. Melina.

Quaid miró en la dirección a la que llamaba el camarero. Había una mujer sentada a una mesa en compañía de unos mineros, riendo escandalosamente. Se perchó en las rodillas de un tipo hosco y sin afeitar, de espaldas a la barra. Uno de los mineros, sentado de cara a la barra, vio que el camarero intentaba llamar la atención de Melina. Le hizo una seña, y ella se volvió en redondo.

Quaid quedó perplejo. ¡Era la mujer de sus sueños!

– Está con Tony -murmuró el camarero-. Le daré un buen consejo, amigo: si no le gusta pelear…

– Vale la pena luchar por algunas cosas -replicó Quaid.

– Entonces, hágalo fuera. Al dueño le gustan los muebles en buen estado.

La risa de Melina había cesado bruscamente, y su rostro expresaba impresión. Sus ojos se clavaron en los del minero al otro lado de la mesa, luego volvieron a posarse en Quaid. Tomó una decisión. Se levantó de las rodillas de Tony y se contoneó hacia la barra. Quaid permaneció de pie, esperando lo que pudiera suceder. Sabía ya que había establecido un contacto inestimable, pero, ¿de qué naturaleza? Esta mujer se asemejaba a la muchacha del sueño sólo exteriormente. Había poca dignidad en la seductora y barata sonrisa que le dirigió mientras cruzaba la estancia.

– Vaya, si es la erección humana -dijo Melina. Le dio un beso húmedo y empalagoso. Luego se pegó a él, palpando sus músculos debajo de la camisa-. Veo que aún abultas. -Bajó la vista-. Oooh. ¿Con qué la has alimentado?

Él se dio cuenta de que estaban en un lugar público, mientras que todo lo que había entre ellos era algo privado. No podían hablar de nada aquí…, si es que había algo de lo que hablar. Le siguió el juego.

– Con rubias.

Literalmente cierto; Lori era rubia.

– Creo que todavía está hambrienta. -Tiró de él hacia las escaleras. Cuando pasaron al lado de la mesa de los mineros, Tony adelantó una pierna para bloquear su camino.

– ¿Adonde crees que vas? -preguntó.

– Relájate, Tony -dijo Melina-. Quedará más que suficiente para ti.

Tony no quedó satisfecho. Cogió el brazo de Melina y la sentó sobre sus rodillas.

– ¡Yo estaba primero! -Se volvió hacia Quaid-. Coge número, amigo.

Quaid aferró la muñeca de Tony y se inclinó sobre él.

– Esto no es una panadería.

Tony parecía dispuesto a discutirlo.

– George -dijo Melina, con exasperación-. Métele algo de buen sentido en la cabeza a este mono. -El minero al otro lado de la mesa se echó hacia atrás en su silla. Parecía relajado y confiado en sí mismo.

– ¿Tienes que ir a alguna parte? -dijo razonablemente-. Dale a ese tipo una oportunidad.

Reluctante, Tony soltó el brazo de Melina. Entonces Quaid dejó de sujetarle la muñeca.

– Que te jodan -dijo Tony hoscamente.

Melina se puso de pie y continuó en dirección a las escaleras. Quaid la siguió, manteniendo un ojo alerta en Tony y el resto de la sala. Si aparecían algunos agentes… Perdió el tren de sus pensamientos cuando miró sorprendido a la mujer que bajaba las escaleras.

Era una enana. Su cabeza no llegaba más allá de la cintura de Quaid, e iba vestida tan sólo con un rígido corsé. Miró a Quaid con interés.

– Thumbelina, querida -dijo Melina-. Ocúpate de Tony, ¿quieres? Tiene hormigas en los pantalones.

La enana asintió, pero mantuvo los ojos fijos en los pectorales de Quaid.

– Si necesitas alguna ayuda, grita -dijo, con una sonrisa sugerente.

En el pasillo de arriba, Melina volvió la cabeza y le miró. Su gesto seductor prometía que le esperaba un rato estupendo. Abrió una de las puertas que flanqueaban el pasillo y le dejó entrar primero en la habitación.

Con cuidado, cerró la puerta tras ella, se volvió hacia Quaid…, y le abofeteó.

– ¡Bastardo! -exclamó-. ¡Estás vivo! ¡Pensé que Cohaagen te había torturado hasta matarte!

– Perdón -dijo Quaid, cogido por sorpresa.

El tono de su voz y su porte eran ahora distintos. La puta barata se había desvanecido apenas cerrar la puerta. De repente, tenía delante a una persona inteligente y motivada que, incluso en su cólera, mantenía una cierta dignidad. Quaid no supo qué sacar en limpio de este súbito cambio de actitud.

– ¡¿No pudiste coger un maldito teléfono?! ¿Nunca te preguntaste si yo estaba bien? ¿Ni siquiera sentiste la más mínima curiosidad?

Quaid no sabía qué decir. Le gustaba esta mujer mil veces más que la del bar; pero no la entendía ni un ápice mejor que a la otra. Simplemente se la quedó mirando con aire inocente.

La ira de Melina parecía haberse aplacado. Ya había soltado toda la presión. Le observó, y su expresión volvió a cambiar a un estado de ánimo más opaco.

De repente le rodeó con los brazos. Le besó apasionadamente. Quaid seguía perplejo, demasiado sorprendido como para cooperar adecuadamente.

– Oh, Hauser…, ¡gracias a Dios que estás vivo! -exclamó. ¡Así que le conocía! ¿De qué otro modo podía saber ese nombre? Hizo un poco entusiasta esfuerzo por liberarse de su abrazo. No había venido para esto, aunque la deseaba.

– Melina… Melina… -¿Era éste realmente su nombre? Parecía encajar, pero sus recuerdos no lo centraban. Con el corazón latiéndole aceleradamente, reunió todas sus fuerzas para apartarla-. ¡Melina!

Ella se detuvo, encendida y jadeante.

– ¿Qué?

– Hay algo que tengo que decirte…

Ella aguardó, curiosa. Quaid siguió con dificultad:

– No te recuerdo. -Eso era una simplificación del asunto; pero, de momento, tendría que bastar. La imagen soñada era sólo eso: una imagen sin ninguna sustancia. No conocía para nada a esta mujer, del mismo modo que desconocía a Hauser. ¿Había estado realmente en la superficie desnuda de Marte con ella, explorando la Mina Pirámide?