Sin embargo, en ese momento su mente no se hallaba concentrada en la supervivencia. Pensaba en Melina. ¿Qué debió haber hecho para que ella le creyera? Ya no tenía ninguna duda de que se trataba de la mujer de su sueño, porque una impostora le habría seguido la corriente, intentando sacarle la mayor información posible mientras, supuestamente, mantenía una relación sexual espontánea con él. Luego haría que los matones le atraparan. Por el contrario, ella le había echado. A pesar de lo doloroso que le resultaba, eso le convenció. Quizá, después de todo, él había actuado bien, porque ahora sabía que podía confiar en ella…, si tan sólo lograba convencerla para que ella confiara en él.
Bueno, dormiría con eso en mente. Quizá volviera a soñar con ella y, en el sueño, ella le explicara cómo podía aproximársele. Mientras tanto, trataría de relajarse. Había comido un montón de barritas de chocolate Mars y unas cuantas vitaminas, con el fin de mantener el equilibrio. No es que fuera un fanático de los dulces; sin embargo, le hacían sentirse cercano a Hauser, lo que le permitía mantener la esperanza de llegar lo más lejos posible en el conocimiento de su personalidad y, de ese modo, tener la posibilidad de recordar algo vital. No era más psicólogo que un asistente social; pero le parecía que, cuanto más se sumergiera en las cosas que se asociaban con Hauser, más probabilidades tenía de activar algún recuerdo adicional que le permitiera adentrarse en el hombre. Algo así podría salvarle la vida, o darle más significado.
Conectó el video. La habitación no tenía una pantalla que abarcara toda una pared, ya que Marte no poseía una gran industria de consumo; no obstante, se acostumbraría a una más pequeña.
Apareció un documental local sobre ¿qué podía ser? Marte. Eran imágenes monótonas de unas rocas negras en el desierto. Eso mismo le había fascinado antes; pero, ahora que se había peleado con Melina, todo lo que no se pareciera a ella le resultaba aburrido.
– La primera evidencia de una presencia alienígena en Marte no fue descubierta hasta transcurridos cuarenta años de la primera expedición tripulada -comentó un locutor-. Cuando la arena vitrificada suministró pruebas de la visita que realizaron viajeros no humanos.
Quaid estaba tendido en su cama, a oscuras, en el cuarto del hotel, bañado por el pálido resplandor azul de la pantalla y el tenue brillo rojo del cielo. Sabía que el programa debería interesarle; sin embargo, la imagen del rostro colérico de Melina cubría lo demás. Con ella a su lado, todo lo referente a Marte resultaba maravilloso; sin ella, el encanto desaparecía.
Cambió de canal. El rostro de Vilos Cohaagen llenó la pantalla, y Quaid se sentó en la cama para mirar más atentamente. Cohaagen estaba pronunciando un discurso desde su oficina.
– Esta noche, a las 6:30 p.m., he firmado la orden declarando la ley marcial en toda la Colonia Federal de Marte. No toleraré más daños a nuestras operaciones de exportación de mineral. El señor Kuato y sus terroristas deben de comprender que sus esfuerzos abocados a la derrota sólo traerán miseria…
Quaid contempló el rostro de su enemigo. ¿Por qué declaraba Cohaagen la ley marcial? ¿Cuál era su utilidad? Con su poder como Administrador y con la Agencia en la punta de sus dedos, parecía ridículamente redundante. Pero así actuaban los políticos. Mientras las cosas parecieran exteriormente claras, podrían seguir con todo el trabajo sucio que les pareciera bajo mano.
El noticiario cambió. Aquí había otra cosa que no se mencionaba nunca a los terrestres que consideraban el emigrar a Marte.
La escena era en una cámara de descompresión en la que había de pie cuatro prisioneros con grilletes. Estaban despresurizando poco a poco la cámara. Resultaba claro que los prisioneros conocían la situación y se hallaban indefensos.
– Francis Aquado, por destrozar una propiedad pública -explicó el locutor-. Judith Redensek y Jeanette Wyle, por ofrecer resistencia al arresto. Thomas Zachary, por traición.
La descompresión continuaba. Los prisioneros jadeaban, sofocándose. Sus membranas mucosas sangraban. Tenían los ojos desorbitados. La cámara se centró en ellos de uno en uno, mientras los primeros planos mostraban todos los detalles que podría desear un sádico. No cabía duda de que eso era muerte por tortura. No sólo resultaba evidentemente estándar, sino que se encontraba tan firmemente arraigado que se hacía de forma abierta, televisado para una audiencia masiva. Eso no hablaba muy a favor del público. Por lo menos en la Tierra, normalmente, el polvo se barría debajo de la alfombra.
La pantalla se quedó a oscuras. La había apagado de modo involuntario. Se llevó las manos a la cabeza, sintiéndose perdido.
Si el castigo por estropear una propiedad pública en Marte era una muerte agonizante, ello significaba que si se atrapaba a alguien en el acto de realizar una pintada estaba perdido. Si una persona inocente era arrestada por un cargo falso y se resistía, la resistencia ofrecida daba pie a una ejecución. La traición quizá sólo significara que alguien había objetado en voz alta contra semejante política. ¡Él ya era culpable de todos esos cargos! Odiaba a Cohaagen y, de hecho, había destrozado propiedades públicas cuando se resistió al arresto, ya que seguro que le culparían por el ventanal roto del espaciopuerto. No cabía duda de que era culpable de traición, debido a que él ya había condenado al gobierno de Marte. Si alguna vez aparecía ante él un botón mágico con la frase abolición del gobierno de Marte, no vacilaría un instante en oprimirlo. Sin embargo, las posibilidades eran que el gobierno marciano le cogiera a él primero y apretara el botón de abolición de Hauser/Quaid.
Pero se suponía que en su cabeza había un secreto que podía desenmascarar toda la situación. ¡Si pudiera recordarlo!
Le sorprendió escuchar una llamada en la puerta. Permaneció inmóvil, alerta. ¿Llamarían los matones?
Repitieron la llamada.
– Señor Quaid…
Titubeó un instante y, luego, tomó la decisión de contestar. Después de todo, los matones, probablemente, habrían irrumpido por la fuerza o disparado una ráfaga a través de la puerta.
– ¿Sí?
– Tengo que hablar con usted… acerca del señor Hauser.
Quaid no había empleado ninguno de esos dos nombres en el hotel. Estaba registrado bajo el nombre de Brubaker. Eso significaba que la persona que llamaba no lo hacía por nada rutinario. La voz, sin embargo, parecía familiar, y Quaid frunció el ceño en un esfuerzo por situarla. No lo consiguió.
No podía arriesgarse. Sacó la pistola y le quitó el seguro. Lo primero que había hecho, apenas llegar al hotel, fue montar los diversos segmentos que llevaba en los bolsillos y que, a su vez, habían sido montados de los diferentes objetos que aparentaban ser los componentes. Con suma cautela, se acercó a la puerta y se colocó a un lado.
– ¿Quién es usted? -preguntó.
– El doctor Edgemar -replicó la voz apagada-. Trabajo para Rekall, Incorporated.
– ¿Cómo me encontró?
– Es difícil de explicar -repuso Edgemar-. ¿Podría abrir la puerta, por favor? No voy armado.
Quaid abrió la puerta con precaución, dispuesto a disparar al menor movimiento brusco.
Una persona de aspecto intelectual y poco amenazador, con una chaqueta de tweed, estaba allí de pie. Al verle, Quaid supo finalmente dónde había oído antes su voz. Era el narrador del anuncio de Rekall que había visto en el metro, allá en la Tierra. El anuncio que había desencadenado toda aquella cadena de acontecimientos.