– ¡Nooo! -protestó ella, prorrumpiendo en sollozos-. Nunca haría nada para herirte. Te amo. Quiero que vuelvas a mí.
Su desesperación le partía el corazón.
– Increíble -musitó.
Sin embargo, la certeza que sentía se había resquebrajado. Sería tan fácil cogerla entre los brazos…
– ¿Qué resulta increíble, señor Quaid? -preguntó Edgemar. Adoptó un tono de voz razonable-. ¿El hecho de que usted experimente un episodio paranoide activado por un agudo trauma neurológico? ¿O… -entonces su voz sonó burlona- que sea usted un agente secreto invencible de Marte y que sea la víctima de una conspiración interplanetaria que le hace creer que es un miserable trabajador de la construcción?
La poca certeza que le quedaba a Quaid estaba siendo más minada aún. ¡Ciertamente, los acontecimientos recientes que había experimentado sí parecían ahora carentes de toda lógica! Las cosas que no parecían tener mucho sentido…, ¿qué mejor forma de explicarlas que aduciendo que eran el producto de una mente soñadora y levemente perturbada?
Edgemar le observó con gran simpatía y calidez.
– Doug, ¿cuántos de nosotros somos héroes? Usted es un hombre bueno y honrado. Tiene una mujer hermosa que le ama.
Lori miró a Quaid, irradiando puro afecto.
– Posee un trabajo seguro con un futuro brillante -prosiguió Edgemar-. Le queda toda la vida por delante, Doug. -Frunció el ceño con gesto benévolo-. Pero tiene usted que querer regresar a la realidad.
Las piezas parecían encajar. Quaid casi estaba convencido. No cabía duda de que había deseado ser un héroe intrépido; sin embargo, esta aventura le había hecho cambiar de parecer con respecto a esas cosas. Deseaba a una mujer hermosa y, de hecho, así era Lori. Que su cabello no fuera oscuro…, ¿era una razón válida para rechazarla? Teniendo en cuenta la forma en que le tratara Melina…
– ¿Qué he de hacer? -preguntó.
Edgemar abrió la mano, mostrando una píldora pequeña.
– Tómese esta pastilla.
– ¿Qué es?
Quaid no era tan tonto como para no darse cuenta del hecho de que una pastilla imaginaria no podía hacer algo que a la imaginación le resultaba imposible.
– Es un símbolo. Un símbolo de su deseo de regresar a la realidad -explicó Edgemar-. Dentro de su sueño, se quedará dormido.
¿Y despertaría en la realidad? Ya le había ocurrido antes, cuando cayera en el precipicio de Marte para aparecer en su cama, al lado de Lori. ¡Tenía su atractivo! Cogió la píldora y la estudió. Podía apreciar su lógica: en la vida, una persona tomaba una pastilla para ponerse bien. En un sueño, tomaba una para querer ponerse bien. El efecto sería parecido.
– Ha de saber, señor Quaid, que Rekall le proporcionará una terapia gratuita durante todo el tiempo que le haga falta. Además, si firma un pliego de descargo contra nosotros, acordaremos una cantidad mayor como compensación económica.
– ¿Cuánto?
Formuló la pregunta de forma automática, aunque apenas le importaba. La pregunta más importante era si anhelaba la realidad que había conocido en la Tierra o una continuación de esta descabellada aventura en Marte. La respuesta debía de ser obvia; pero el recuerdo de Melina, y algo apenas vislumbrado, algo tan importante que…
– Mil créditos. Quizá más.
Lori se animó.
– Piensa en ello, Doug. Podríamos comprar una casa.
En vez del apartamento en el piso doscientos. También eso tenía su atractivo. Tal vez unas vacaciones en un domo submarino.
– Claro está -añadió Edgemar-, todo eso depende de que usted tome la píldora.
Cuando ya estaba a punto de sucumbir a su lógica, las sospechas de Quaid renacieron. ¿Por qué todo debía depender de que se tragara la pastilla? ¿Por qué no podía, simplemente, declarar: «¡He terminado de soñar! ¡Quiero regresar a la realidad y a Lori!», y estar allí? En muy contadas ocasiones había experimentado lo que creía que llamaban un sueño lúcido, en el que se daba cuenta de que estaba soñando y que, de alguna manera, podía controlar. Generalmente, cuando le ocurría eso, el sueño perdía su sustancia y se despertaba. De modo que, en vez de lanzarse hacia una chica desnuda de un anuncio, se despertaba con una erección y nadie con quien desfogarse. Aquello fue durante su adolescencia, antes de conocer a Lori. Sin embargo, el principio seguía siendo válido: si no conseguía salir sin la ayuda del símbolo, ¿por qué debería funcionar con el símbolo? ¿Por qué estaban tan ansiosos por ese símbolo?
– Digamos que tiene razón -comentó Quaid-. Que todo esto es un sueño. -Alzó la pistola a la cabeza de Edgemar-. Entonces, podría apretar el gatillo y no importaría.
Empezó a presionar el gatillo. Ésta era una prueba importante. ¡Si no se trataba de un sueño, Edgemar estaría muy ansioso por evitarla!
– ¡No lo hagas, Doug! -exclamó Lori.
No obstante, Edgemar permaneció con una calma preternatural. Sus ojos y su voz mostraban la preocupación altruista que sentía por su paciente.
– Para mí no significará ninguna diferencia, Doug; sin embargo, las consecuencias para usted serán devastadoras. En su mente, yo estaré muerto. Y, sin nadie que le guíe para salir, usted quedará estancado en una psicosis permanente.
¿Era posible? La psicosis era una enfermedad de la mente. ¿Su propia acción podía determinar el camino que seguiría su mente? ¿La decisión de dispararle a Edgemar representaría su decisión de evitar la realidad, más que cualquier hecho tangible de abrazarla, como el tomar la pastilla?
– ¡Por favor, Doug, deja que el doctor Edgemar te ayude! -rogó Lori.
Con el dedo en el gatillo, Doug se debatió entre la duda. Sabía que podía desperdigar por la estancia los sesos del doctor. Pero, ¿quería hacerlo? ¿Si eso significaba que se encerraría en un sueño de violencia, incertidumbre y amor frustrado?
– Las paredes de la realidad se derrumbarán -dijo Edgemar-. En un instante, usted será el salvador de la causa rebelde; luego, lo siguiente que verá es que usted es el camarada de Cohaagen. Hasta que, finalmente, en la Tierra le harán una lobotomía.
Quaid se sentía desmoralizado por completo. Debía de ser cierto: si, de verdad, se hallaba en un estado de semicoma allá en la Tierra y no le podían sacar de él, le harían una lobotomía. No tenía ningún sentido mantener a un vegetal. Era antieconómico. Un hombre lobotomizado quizá no fuera muy creativo; sin embargo, podía manejar un martillo perforador. Así que lo mejor era que tomara la decisión correcta; sería un desastre continuar con la ilusión, en cualquier dirección.
– De modo que contrólese firmemente, Doug -prosiguió Edgemar con voz severa-. Y baje la pistola.
Vacilante, Quaid bajó el arma. Si esto era un sueño, y él le disparaba a alguien, sería él quien moriría (o le harían una lobotomía, que era lo mismo) en vez de la otra persona.
– Eso es. Ahora tome la píldora, vamos… -Edgemar se detuvo unos instantes cuando la mano de Quaid, lentamente, cogió la pastilla-. Llévesela a la boca.
Quaid se llevó la píldora a la boca. Sabía exactamente igual que cualquier otra píldora. Por supuesto, siempre sería así, tanto en un sueño como en la realidad.
– Y tráguela -continuó Edgemar, como si le estuviera dando instrucciones para aterrizar a un piloto ciego.
Quaid titubeó. Edgemar y Lori le contemplaban con gran expectación.
– Adelante, Doug -comentó Lori.
Sin embargo, aún se sentía desgarrado por la duda. ¿Y si esto no era un sueño? Entonces, la pastilla sería -de hecho, probablemente lo era- un tranquilizante potente o incluso algo letal.
En ese momento vio que una única gota de sudor bajaba por la frente de Edgemar.
Su reflejo Hauser se apoderó de él. Bruscamente, apuntó a Edgemar con la pistola y disparó.
El explosivo plástico de la pistola de plástico envió la bala de plástico a través de la cabeza del hombre. La sangre salpicó la pared, formando un círculo de espeso líquido.