Melina se sentó en el suelo, magullada y atontada. Estaba claro que no había esperado que otra mujer la superara en combate.
– ¿Ésa era tu esposa?
Quaid asintió. La había matado, y sabía que tenía una justificación; pero, pese a ello, le enfermaba el acto cometido. Estaba claro que Lori no sólo no le había amado, sino que ni siquiera le había caído bien. Él no la amaba; pero sí que le gustaba. La había matado con más remordimientos de los que habría sentido ella si la situación hubiera sido a la inversa.
– Vaya zorra -comentó Melina.
Eso resumía adecuadamente la situación. Ocho años -o seis semanas- habían sido arrancados de su vida. Dolía.
Richter aporreó con impaciencia el botón de llamada del ascensor de servicio. Finalmente llegó. Helm y él entraron. Todavía lamentaba que Hauser no hubiera intentado escapar, así habría tenido una excusa para matarlo…, en cumplimiento del deber.
Con un gesto de dolor, Melina se arrastró hacia Lori y hurgó en sus bolsillos.
Quaid la observó.
– ¿Has venido a verme en tu pausa para el café? -preguntó sarcásticamente-. ¿Te has tomado un descanso en tu trabajo?
– Éste es mi trabajo -replicó ella.
– Y El Último Reducto es tu hobby. -Sabía que estaba siendo quisquilloso, pero estaba harto de permanecer en la oscuridad.
– Ésa es mi tapadera -dijo ella. Siguió su búsqueda.
Era una profesional, como lo había sido Lori. Hacía todo lo necesario para proteger su auténtica misión. Podía confiar en ello.
– Pensé que no te caía bien.
– Y así es -corroboró secamente Melina. Encontró la llave de las esposas y se las quitó.
– ¿Qué te hizo cambiar de parecer? -preguntó él, como si mantuvieran una conversación en vez de intentar escapar a la desesperada.
– Si Cohaagen quiere verte muerto, puede que, después de todo, digas la verdad.
En realidad, parecía como si Cohaagen, en esta ocasión, hubiera querido cogerlo con vida; los agentes podrían haberlo liquidado en cualquier momento desde el instante que penetraron a través de la pared; sin embargo, aguardaron a que acabara aquella breve escena con Lori y Edgemar. En cualquier caso, evitó clarificarle ese punto a Melina. El razonamiento de ella era parecido al que él hacía sobre ella: si se negó a tratar con él durante el tiempo en que dudó acerca de la naturaleza de su lealtad, probablemente también era sincera. Lori había sido todo lo opuesto a ella, y no sólo en el color del cabello. A veces resultaba necesario comprobar quiénes eran los enemigos de una persona antes de decidir si esa persona era amiga.
– Así que te dejaste caer para disculparte -indicó él.
– Kuato quiere verte. -Retiró las esposas de Quaid-. ¡Vamos! -Le hizo ponerse en pie y echaron a correr pasillo abajo.
Richter y Helm salieron corriendo del ascensor de servicio. Richter se detuvo en seco al ver el agujero de bala en la frente de Lori. La sangre huyó de su rostro al tiempo que era golpeado por una oleada de incredulidad y rabia. La última vez que la había visto había sido tan cálida, había estado tan viva, y ahora…
No, pensó. No Lori. ¡No mi Lori! Ella había sido lo mejor que le había ocurrido en su vida. Lista, hermosa, y estupenda en la cama. No podía soportar el pensamiento de no poder volver a abrazarla, de no poder volver a verla sonreír, de no escuchar de nuevo su sensual voz.
Se sintió lleno de una aturdidora angustia que se vio rápidamente reemplazada por una furia al rojo blanco. Hauser había hecho aquello. ¡Aquel asesino, traidor pedazo de escoria! Richter vengaría la muerte de Lori aunque fuese la última cosa que hiciera en su vida. Le arrancaría la cabeza al bastardo, le…, le…
Helm apoyó una mano en su hombro y señaló. Richter vio a Quaid y Melina correr pasillo abajo. Con un aullido incoherente, abrió fuego y cargó tras ellos. Las balas zumbaron junto a los oídos de Quaid.
¡Maldición! Había temido que saldrían más matones del ascensor, de modo que una ráfaga de balas acabarían matándolos a él y a Melina aun en el caso en que pudieran liquidar a Richter y a Helm. Sin embargo, daba la impresión de que únicamente estaban los dos hombres. En este momento, cualquier vacilación, cualquier intento de obtener una posición desde la cual disparar con precisión, les pondría en una desventaja fatal. Tenían que continuar corriendo.
Llegaron hasta una puerta de salida de emergencia. Melina tiró de ella. Se negó a abrirse.
– ¡Mierda! -exclamó.
Siguieron corriendo, ya que, de momento, no gozaban de otra alternativa. Se encaminaron hacia la gran ventana que había al final del pasillo. Más allá del cristal, sólo estaba el cielo rojo y el armazón geodésico, sin ninguna indicación de que hubiera alguna superficie sobre la que pudieran apoyarse.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Quaid, viendo el callejón sin salida al que se aproximaban.
– ¡Salta! -replicó ella sucintamente.
Si hubiera tenido un control más férreo sobre su voluntad, quizá lo habría cuestionado; pero aún seguía un poco atontado por el golpe recibido. Quizás a ella le sucedía lo mismo. Bueno, si iba a lanzarse al vacío, ¡ella era la persona con quien deseaba hacerlo! Recordó el sueño…
Saltaron juntos…, y atravesaron el cristal de la ventana. Volaron por el aire, y cayeron, y fragmentos de la vida de Quaid pasaron ante sus ojos, y de ellos pudo obtener una mayor comprensión de los sucesos que tenía enterrados en su mente. ¡Se relacionaban con el bienestar de la humanidad!
Entonces miró hacia abajo, y vio el techo a sólo un metro ochenta de distancia. Obviamente, Melina lo sabía. El hotel era una serie de terrazas construidas justo al lado del domo.
Aterrizaron, rodaron, y se pusieron de pie para reanudar la carrera. Richter y Helm aparecieron ante la ventana rota y les dispararon. En ese momento, Quaid y Melina se desvanecieron de su campo de tiro al girar una esquina.
Quaid escuchó el impacto producido por Richter y Helm cuando saltaron por la ventana para seguirles. ¡La persecución aún no había acabado!
Corrieron de techo en techo, zigzagueando para mantenerse fuera de la línea de tiro. Afortunadamente, sus perseguidores no podían disparar con precisión mientras corrían, de modo que estaban desperdiciando las balas.
Sin embargo, pronto se hallaron arrinconados, tal como lo estuvieran en el hotel, aunque en esta ocasión les rodeaba el precipicio y no las paredes. ¿Adonde irían ahora?
Melina corrió a toda velocidad hacia el borde de la tenaza. Quaid la siguió, consternado.
– ¿De nuevo?
Evidentemente, así era. Esperaba que ella supiese todavía adonde iba. Entonces vislumbró el domo. Dejó caerla ametralladora que llevaba, ya que le resultaría imposible sostenerla mientras empleaba ambas manos para aferrarse a la estructura que le esperaba delante. Se metió la pistola en el cinturón. Lamentaba no haber podido guardar la pistola de plástico que tanto le costó introducir en Marte; era un arma de excelente calidad.
Llegaron hasta el borde del techo de la terraza, saltaron y se aferraron al andamiaje del domo geodésico. ¡Nuevamente habían encontrado una vía de escape!
Mientras se sujetaba a una viga, Quaid echó un vistazo hacia atrás. Vio que Richter y Helm llegaban hasta el borde del techo. Richter alzó el arma para dispararles, pero Helm le dio un golpe en el brazo a tiempo para que el arma descargara contra el suelo.
– ¿Pretendes matarnos? -chilló Helm.
Furioso, Richter dio un manotazo a Helm en la cabeza e intentó disparar de nuevo. Helm luchó ferozmente con su más robusto jefe para impedírselo.
– ¡Agujerearás el maldito domo! -gritó mientras le daba de puñetazos a Richter.