Y no era hasta que llegaban a Marte que se daban cuenta de que habían tenido que gastar la mayor parte de esa bonificación en aire, pensó lúgubremente Quaid. Puesto que las minas eran lo único disponible en la ciudad, la gente normal tenía que trabajar en ellas, simplemente para poder seguir respirando. Aunque sospecharan lo que les costaba…, ¿qué otra elección tenían? La mutación lenta era mejor que la muerte rápida.
Empezó a recordar por qué Hauser había cambiado de lado. Si la gente de Marte tuviera alguna alternativa a la minería del turbinio, habría una revolución. En realidad ya había una, pero no era suficiente, porque Cohaagen controlaba el suministro de aire.
– Y a nadie allá abajo en la Tierra le importa en absoluto -prosiguió Melina-. Mientras el turbinio siga fluyendo, mientras el Bloque Norte pueda mantener su superioridad militar en la Tierra, nadie va a volcar el pequeño y cómodo carrito de manzanas de Cohaagen. -Se detuvo y se volvió hacia Quaid, con esperanza en los ojos-. Pero quizá tú puedas cambiar todo eso.
Él desvió la vista, embarazado. ¡Si tan sólo pudiera desenterrar esos recuerdos, fuera lo que fuese lo que se suponía que sabía que podía hacerlo cambiar todo! Pero las cadenas de su mente permanecían firmes.
– Haré lo que pueda -dijo hoscamente.
Avanzaron a través de las catacumbas, Quaid al lado de Melina, Benny demorándose detrás.
– Es algo que tú sabes -indicó Melina-. Kuato va a hacer que recuerdes algunas cosas.
– ¿Como qué?
– Todo tipo de cosas. -Dudó, y cuando continuó su voz era ronca por la emoción-. Quizá incluso recuerdes que me quisiste.
Quaid no pudo soportar el oír el pesar en su voz. Sujetó su brazo y la hizo volverse de cara a él. Tenía que convencerla de que lo que había en su corazón era real; de que los falsos recuerdos en su cabeza no importaban.
– ¡Melina, escúchame! -dijo-. ¡No necesito a Kuato para eso! Soñé contigo cada noche, allá en la Tierra. Borraron todo lo demás; sin embargo, no consiguieron destruir lo que sentía por ti. Cuando dormía, te veía, y te deseaba, cada noche. El recuerdo de nuestra vida juntos puede haber desaparecido, pero el sentimiento permanece. Simplemente no pude soltarlo, puesto que sin él no hubiera podido seguir viviendo.
Melina le miró directamente a los ojos, y él vio que empezaba a creerle.
– Entonces, tú, realmente…
– ¡Siempre! -Se le acercó más, pero antes de que sus labios pudieran unirse Benny dejó escapar un grito de alarma.
¡Los cadáveres a su alrededor se estaban moviendo! Toda una sección de la pared de la catacumba se deslizó como una puerta. Tras ella había siete hombres armados.
Quaid se tensó, pero Melina apoyó una mano en su brazo, tranquilizándole.
– Todo va bien -dijo-. Son de los nuestros.
Uno de los rebeldes avanzó e hizo un gesto hacia Benny con el cañón de su arma.
– ¿Quién es ése? -preguntó.
– Nos ayudó a escapar -respondió Melina.
– Hey, no se preocupe por mí, amigo -dijo Benny-. Estoy de su lado. -Apoyó su mano izquierda sobre la derecha y tiró. Hubo un clic; luego la mano derecha se soltó, como si fuera el apéndice de una marioneta. Era artificial. Debajo había un deformado muñón con unos pocos dedos vestigiales. Quaid se sintió ligeramente enfermo ante la visión, pero los otros miraron con muda simpatía.
Entonces el taxista extendió su brazo y cerró el puño. Había algo extraño en la forma del brazo, y el estómago de Quaid se agitó cuando vio algo rebullir debajo de la manga. El taxista tiró de la manga hacia arriba, y un segundo antebrazo se desprendió del primero, un miembro grotesco con largos, huesudos y palmeados dedos que se cerraban y abrían lentamente. Incluso los rebeldes retrocedieron ante aquella visión…, pero sirvió para su propósito. Todos quedaron convencidos de que Benny era uno de ellos.
– Seguidme -dijo el rebelde. Siguieron a los hombres armados a través de un angosto túnel hasta una amplia caverna excavada donde había más luchadores de la Resistencia acampados en pequeños grupos. Se veían armas y municiones apiladas en torno a la estancia, y unos cuantos hombres examinaban unos mapas al fondo. El resto estaban comiendo, jugando a las cartas, limpiando armas, leyendo y durmiendo, pero había poca conversación y ninguna risa. El talante general era sombrío.
Quaid perdió algo de respeto hacia los rebeldes. No cabía ninguna duda de que eran una fuerza organizada; sin embargo, estaba averiguando demasiado acerca de ellos. Un espía lograría dar un informe bastante exacto sobre la cantidad de miembros de que disponían y su naturaleza, si era traído hasta allí de aquel modo. El procedimiento más sensato habría sido drogarle, traerle aquí inconsciente, y luego matarle si resultaba ser un espía.
El rebelde que iba en cabeza se volvió hacia Benny.
– Aguarda aquí -ordenó. Y luego, a Melina y Quaid-: Vosotros, venid conmigo. -Los escoltó hasta la mesa al fondo de la estancia. Ahora Quaid pudo ver que había un videófono entre los mapas y planos que cubrían la mesa. También pudo ver que el hombre sentado a la mesa, el hombre que estaba evidentemente al mando, era George, el afable minero del Último Reducto. Hablaba urgentemente por el videófono, y había autoridad en su tono.
– ¡Entonces bajad los sellos de presión! -dijo.
– No podemos -respondió una voz, y Quaid se envaró al oírla. Pertenecía a Tony, el ardoroso minero que había estado con Melina en el bar. Miró por encima del hombro de George y vio que el minero no estaba en forma para luchar con nadie en aquellos momentos. Parecía estar respirando con dificultad, y Quaid pudo ver a otros al fondo, tendidos en el suelo del bar o caídos sobre las mesas, jadeando en busca de aire.
– Cohaagen ha despresurizado los túneles -prosiguió Tony-. Y están preparados para hacerlos saltar.
George miró por encima del hombro a Melina y luego volvió los ojos a la videopantalla.
– De acuerdo, no pierdas la calma. Melina acaba de llegar aquí con Quaid.
– Espero que haya valido la pena -dijo Tony. George cortó la transmisión e hizo una momentánea pausa, con aspecto ceñudo. Se volvió para mirar a Melina, y una débil sonrisa cruzó sus labios.
– Me alegra que lo hicieras -dijo.
– No pareces tan alegre como eso -respondió Melina.
George se levantó de su silla, y su expresión ceñuda regresó.
– Cohaagen ha sellado Venusville.
– Lo sabemos -dijo Melina-. Casi nos atrapó a nosotros.
– Lo que no sabes es que está bombeando fuera el aire.
Melina se llevó una mano a la boca. Había sabido que Cohaagen era despiadado, pero hasta ahora no había sabido hasta qué punto lo era. George miró a Quaid.
– Tiene que saber usted algo malditamente importante, Quaid. Él le quiere a usted. -Quaid se sintió abrumado-. Si no lo entregamos, por la mañana todo el mundo estará muerto. -George les condujo hacia una puerta blindada. Tecleó una serie de números. La cerradura hizo clic.
– ¿Qué es lo que vais a hacer? -preguntó Melina.
– Eso es cosa de Kuato -respondió George. Hizo un gesto con la cabeza a Quaid-. Vamos.
¿Sería Kuato capaz de desbloquear su memoria? Puesto que el propio Quaid no sabía lo que se suponía que debía saber, dudaba de que nadie fuera capaz de decirlo simplemente mirándole. Quizá tenían intención de drogarle e interrogarle. Eso era muy poco probable que funcionara tampoco. Seguía sin poder recordar claramente su experiencia en Rekall, pero creía que se habían encontrado con serios problemas con el condicionamiento de su memoria anterior. No sería diferente aquí.