– Es un procedimiento muy delicado, señor Quaid -le advirtió el doctor-. Si no se queda quieto, terminará esquizofrénico.
¿Les impediría eso que descubrieran el mensaje de los No'ui? Si fuera así, podía ser una salida. Pero no confiaba en ello. Reunió todas sus fuerzas para mantener intacta su identidad y soltarse del sillón.
Los grilletes no cedieron nada; Cohaagen se había cerciorado de que fueran eficaces. Sin embargo, los tornillos que mantenían unido el sillón empezaban a crujir.
– Active el sedante -le dijo el doctor a un ayudante.
¡Eso sería el fin! Quaid supo que era su última oportunidad. Aun así, su fuerza se hallaba al máximo de tensión; ¿qué más podía hacer?
¡No'ui!, pensó. ¡Necesito ayuda!
Y de una fuente intacta surgió una oleada de fuerza. El ruido, el dolor y el forcejeo crecieron, y le pareció que ya no podía aguantar más; sin embargo, notó que la fuerza aumentaba. Quizá se tratara de la fuerza que otorga la locura y que el implante de los No'ui sabía cómo llamar. No importaba. Tensó aún más los brazos y abrió la boca para lanzar un grito.
¡Entonces, con un rugido tanto vocal como estructural, arrancó el apoyabrazos derecho del sillón! Colgó de su brazo como una tablilla floja. ¡Se estaba liberando!
De inmediato, se quitó de un golpe la intravenosa de la otra mano, deteniendo el sedante. Con una mano parcialmente suelta podía…
El doctor se abalanzó sobre él para detenerle. Quaid empuñó el apoyabrazos como una incómoda arma y lanzó un golpe duro y abierto a la garganta del médico.
Los ayudantes cayeron sobre él. Uno asió el antebrazo de Quaid. Quaid lo retorció en una presa de un sólo brazo y le rompió el cuello.
Entonces dispuso de un instante para quitarse el equipo. Alzó el casco de su cabeza. ¡Con eso liquidaba el proceso de implantación! Mientras se lo sacaba sintió un terrible dolor de cabeza, como si se estuviera arrancando cables del cerebro; luego la sensación desapareció.
Otro ayudante, a espaldas de Quaid, le aferró la muñeca. Quaid agarró el cabello del hombre y tiró brutalmente de él hacia delante por encima de su hombro. La cabeza aterrizó entre sus rodillas. Las cerró de un golpe, presionando el cráneo como si fuera una nuez en un cascanueces. El hombre lanzó un aullido y se derrumbó.
Quaid alargó el brazo y soltó la abrazadera que le rodeaba la muñeca izquierda. Ya tenía los dos brazos libres. Vio que Melina aún luchaba contra el lavado de cerebro.
– ¡Aguanta! -gritó.
Tres ayudantes más se lanzaron sobre Quaid, sujetándole los brazos. Y otro le atacó con una larga vara metálica. Quaid colocó a un hombre delante de él, como un escudo. La vara le atravesó el ojo. Eso acabó con él. Los otros, asustados, se quedaron congelados durante un momento. Quaid aprovechó para agacharse y quitarse la abrazadera de un pie.
En el acto le propinó una patada en la entrepierna al ayudante que se lanzaba contra él; recordó exactamente lo que se sentía cuando pensó en la patada que le diera Lori. El hombre cayó de lado.
Quaid se ayudó con los brazos y se incorporó. Aún tenía una pierna inmovilizada, pero no disponía de tiempo para soltarla. Dos ayudantes más le acosaban, manteniéndole a raya como a un oso, utilizando la vara y un hacha de mango largo contra incendios. Quaid esquivó la embestida del hacha, aferró el extremo de la vara metálica, y luego se inclinó con rapidez para soltar la última abrazadera que tenía alrededor del tobillo. El hacha cayó en un arco descendente sobre él, y apenas logró apartarse a tiempo.
Completamente libre ya, Quaid empaló al asistente que había blandido la vara con su propia arma. Luego se dirigió hacia Melina para quitarle el casco.
El ayudante que quedaba hizo lo que debió haber hecho desde el principio: activó la alarma y corrió hacia la puerta. Quaid saltó detrás de él, lo atrapó y le ayudó a llegar más deprisa a la puerta, con la cara por delante. La nariz del hombre dejó un reguero sangriento en la superficie de la puerta mientras se deslizaba sin sentido hacia el suelo. Qué pena que no fuera Richter, que se merecía la devolución de una palmadita en el hocico. No es que eso le hiciera más feo de lo que era.
Quaid regresó al lado de Melina y empezó a quitarle las abrazaderas de los brazos y las piernas.
– ¿Te encuentras bien?
Ella asintió.
No era suficiente. Había estado bajo tratamiento más tiempo que él.
– ¿Sigues siendo tú?
Ella lo meditó.
– No estoy segura, cariño -repuso, con voz perfectamente dócil-. ¿Tú que crees? -Quaid se sintió horrorizado. Entonces ella sonrió y restalló-: ¡Larguémonos de aquí!
¡Ese tono irritado fue como música para sus oídos! Soltó la última abrazadera. Ella bajó del sillón, cogió el hacha empotrada en los restos del sillón de Quaid y corrió hacia la puerta.
Salieron corriendo del laboratorio. Las alarmas aullaban. Dos soldados aparecieron por una esquina. Melina clavó el hacha en el esternón de uno. Quaid golpeó con la vara metálica la sien del otro. Dos menos.
Recogieron las ametralladoras de los soldados, corrieron hacia el ascensor y pulsaron el botón de llamada. Quaid dudaba que la cosa resultara tan fácil como bajar simplemente por el ascensor; pero ninguno de los dos se podía permitir el lujo de ignorarlo.
¡Ding! El ascensor subía. Se detuvo, las puertas se abrieron…, y había una docena de soldados en el interior.
Quaid lanzó una andanada de balas, derribándolos. ¡Ding! Las puertas del ascensor se cerraron ante esa carnicería.
Llegó el otro ascensor. ¡Ding! La flecha señalaba hacia abajo. Las puertas se abrieron. Éste se hallaba vacío. ¡Era como si incluso los ascensores aprendieran con la experiencia! Se metieron dentro.
Quaid se volvió hacia Melina mientras el ascensor bajaba.
– En caso de que no tengamos otra oportunidad para hablar, quiero que sepas que yo…, no importa lo que haya podido ser antes…
Ella se le acercó y le besó.
– Lo sé -murmuró, pasado un rato.
– Pero ese disco de Hauser…
– Me podrías haber tenido en bandeja si te hubieras quedado quieto -dijo ella-. A cambio, luchaste como mil demonios y me liberaste. En seguida supe que no eras así.
– ¡Te deseo! ¡Te amo! Pero…
– Pero no al precio de la traición de Marte -completó ella.
– Sí. Además…
El ascensor se detuvo en la planta baja.
– Más tarde -cortó ella sucintamente.
Las puertas se abrieron. Salieron a una frenética actividad. Las alarmas aullaban. Los mineros se movían por los alrededores como un enjambre de hormigas. Los vehículos de minería y de seguridad avanzaban en todas direcciones. Los soldados estaban en posición de alerta. Aparentemente, la alarma había galvanizado el establecimiento en unos movimientos frenéticos pero inútiles.
Intercambiaron una mirada, ¿podía resultar tan fácil?
Salieron, tratando de aparentar que estaban igual de ocupados que los demás. No tuvieron suerte. Les vieron. Los soldados empezaron a dispararles.
Corrieron. Quaid saltó a una excavadora en movimiento, arrancó al conductor de la cabina y tomó su lugar, aferrando el volante. Miró por la ventanilla en busca de Melina. Los soldados no cesaban de dispararle; las balas rebotaban en el blindaje metálico del vehículo.
No pudo localizarla.
– ¡Melina! -gritó, alarmado.
– Aquí -replicó ella.
Giró la cabeza bruscamente. Allí estaba, en el asiento del. acompañante, cerrando la puerta de golpe. No había esperado a que él la llamara.
Quaid pisó el acelerador. La excavadora salió disparada hacia delante, convirtiéndose de repente en un monstruo. Los soldados y los mineros se apartaron de su camino.
Cohaagen permanecía de pie delante de la ventana que iba del suelo al techo en su oficina y contemplaba pensativamente los domos. El horizonte tenía un color rosado, señal de la próxima llegada del amanecer. Las alarmas seguían sonando como fondo, ahogadas pero insistentes.