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Entonces Harry recordó.

– Oh, sí -dijo, y aulló la cancioncilla publicitaria de la compañía a pleno pulmón. Luego detuvo su máquina y preguntó-: ¿Estás pensando en ir ahí? -Quaid hizo una pausa también, apoyándose sobre su martillo perforador mientras éste siseaba en neutral.

– No lo sé -dijo, mientras se sacudía el polvo de roca de sus guantes-. Quizá.

– Bueno, no lo hagas -dijo firmemente Harry.

Lo seco y definitivo de la respuesta tomó a Quaid por sorpresa. Evidentemente, Harry sabía algo acerca de Rekall Incorporated que los anuncios no mencionaban.

– ¿Por qué no? -preguntó. Si había algo raro en aquel lugar, quería saberlo.

Harry se acercó más a él y bajó la voz.

– Un amigo mío probó una de sus «ofertas especiales». Casi lo lobotomizan.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Quaid.

– No me digas… -jadeó, llevándose una mano a la frente.

Harry le dio una palmada en el hombro y se apoyó una vez más en su máquina.

– No trastees con tus sesos, amigo. No vale la pena. -Su martillo perforador rugió a la vida, y Quaid puso a trabajar el suyo también. Volvió a enfrascarse en su trabajo mientras meditaba en las palabras de Harry. Era un buen consejo, por supuesto. Sólo un estúpido lo ignoraría.

Sin embargo, cuando terminó su jornada laboral, se dirigió a una unidad telefónica. Recorrió con el dedo una larga lista de compañías y los teléfonos de sus oficinas, y se detuvo en Rekall, Incorporated. Aún no estaba del todo seguro de que fuera a hacerlo; pero sí iba a averiguar algo más del asunto. Quizás ésa fuera la única manera de tratar con su sueño.

5 – Rekall

Quaid se detuvo delante de la consola de ordenador del directorio del edificio antes de seleccionar Rekall, Inc. de entre la lista de nombres. La pantalla mostró la localización de la oficina, pero pese a todo dudó.

¿Era ésta la respuesta? Harry le había aconsejado que no lo probara; pero Harry no se veía sometido a sueños crónicos sobre Marte. Marte era un íncubo que, sencillamente, tenía que quitarse de encima de cualquier manera. Debía desterrar por completo el asunto, lo cual era imposible, o viajar hasta allí, lo que también quizá resultara imposible, o descubrir un término medio. Y tal vez ésta fuera la solución.

Sabía que una ilusión, sin importar lo convincente que fuera, seguía siendo sólo una ilusión. Por lo menos, de forma objetiva. Pero, subjetivamente…, podía ser todo lo contrario.

Bueno, tenía concertada una cita. En los cinco próximos minutos. Se hallaba en un punto decisivo; tenía que entrar, y someterse a su estrategia de ventas, o arrugarse y marcharse. Habría aplastado a cualquier hombre que le hubiera llamado cobarde -afortunadamente, nadie lo había hecho desde que consiguiera su tamaño de adulto-; pero ahora se acusaba de ello a sí mismo. Experimentaba la terrible atracción de Marte; sin embargo, también el terror de caer por aquel misterioso agujero. ¿Deseaba, de veras, hacer que su sueño pareciera real?

Sólo había una forma de descubrirlo. Inspirando profundamente, subió en un ascensor y se encaminó a la zona de recepción de la compañía.

La recepcionista era una rubia de voz preciosa, que se pintaba las uñas mediante un único contacto con un pincelito de color blanco. Al instante, un pigmento rojo saturaba cada uña. Durante un instante pareció llevar el torso desnudo, con los pechos pintados de azul; pero entonces la luz cambió, y se dio cuenta de que se trataba del efecto de una de esas blusas de transparencia variable, donde ahora-lo-ves, ahora-no-lo-ves. Vista desde un ángulo, y bajo una luz, estaba completamente vestida; vista desde otro ángulo, bajo otra luz, estaba desnuda. La mayor parte del tiempo se hallaba en un estado intermedio, mientras el efecto cambiaba de forma intrigante a medida que ella variaba de postura. Se lo tendría que mencionar a Lori; probablemente se compraría un vestido similar para ella.

La mujer guardó los trastos sin sentirse cortada. Le sonrió con profesionalidad.

– Buenas tardes. Bienvenido a Rekall.

¿Estaba haciendo lo correcto? Tuvo la impresión de ser un escolar que se metía en un garito de adultos.

– He concertado una cita. Douglas Quaid.

Ella comprobó una lista. Quaid estuvo seguro de que se trataba de una pose; tenía una cita, y no había nadie más en la oficina. Ella alzó los ojos.

– Un momento, señor Quaid. -Habló en voz baja por un videófono mientras mantenía unos ojos apreciativos clavados en Quaid, que contemplaba inquieto los posters video de viajes que alineaban las paredes-. ¿Señor Quaid? -dijo al cabo de un momento-. El señor McClane estará inmediatamente con usted.

Apenas había terminado de hablar, un vendedor emergió de una oficina interior.

– Gracias, Tiffany -dijo. Hizo un guiño a la recepcionista, luego sonrió y ofreció su mano a Quaid-. Doug…, Bob McClane. Encantado de conocerle. Por aquí, por favor. -Quaid le siguió fuera de la zona de recepción.

McClane parecía un buscavidas jovial. Debía de tener unos cincuenta y tantos años, y llevaba un traje de piel de rana marciana color gris, a la última moda. Por supuesto, las ranas no eran nativas; no quedaba ninguna vida nativa superviviente en Marte. Sin embargo, las ranas terrestres importadas, criadas en granjas marcianas especiales, habían desarrollado unas características inusuales bajo la gravedad reducida y la mayor radiación, y ahora se había creado un buen mercado para sus pieles.

McClane abrió camino hasta su oficina, decorada con estilo.

– Siéntese, por favor, póngase cómodo.

Quaid se dejó caer en un sillón lustroso y de aspecto futurista, que se ajustó sutilmente para acomodarse a su peso y configuración. A Lori también le gustaría estar al tanto del sillón; esta gente se mantenía informada respecto a la última moda.

McClane se sentó detrás de su enorme escritorio de falsa madera de nogal.

– Bien, ¿usted desea un recuerdo de…?

– Marte -indicó Quaid, que se dio cuenta de que, de algún modo, ya había atravesado la delgada línea que separaba la duda del compromiso.

Sin embargo, la reacción del hombre le sorprendió.

– Correcto. Marte -repitió McClane, con poco entusiasmo.

– ¿Hay algo de malo en ello?

McClane frunció el ceño.

– Bueno, para serle franco, Doug, si lo que busca usted es algo del espacio exterior, creo que le gustaría mucho más uno de nuestros cruceros a Saturno. Todo el mundo está loco por ellos, y cuestan casi lo mismo.

Oh. Así que se trataba de una operación de anzuelo, con el fin de ofrecerle algo más caro.

– No me interesa Saturno -repuso Quaid con firmeza-. Me interesa Marte.

McClane, a quien la intriga no le había dado buen resultado, puso la mejor cara que pudo.

– De acuerdo, de acuerdo, será Marte. Aguarde un segundo mientras yo… -Tecleó algo en su ordenador, y aparecieron unos números en la pantalla-. Muy bien…, nuestro paquete de Marte sólo cuesta ochocientos noventa y cuatro créditos. Ello abarca dos semanas enteras de recuerdos, con todos los detalles. -Alzó la vista-. Un viaje más largo le costará un poco más caro, ya que necesitará un implante más profundo.

Más anzuelos.

– Quiero el viaje estándar.

En realidad, deseaba lo real real; pero hasta el viaje de recuerdos más completos estaría por encima de sus posibilidades.

McClane mostró la expresión de un hombre razonable enfrentado a un cliente poco razonable o ignorante.

– No tenemos ningún viaje estándar, Doug. Cada día se confecciona a la medida de sus gustos personales.

¡Era un tipo escurridizo! De una u otra forma, iba a conseguir subir los precios.

– Quiero decir, ¿qué hay en el itinerario?

El hombre adoptó un aire profesional.

– Lo primero, Doug, es que cuando usted viaja con Rekall, lo hace en primera clase. Una cabina privada en un transbordador de las Líneas Espaciales Interplanetarias. Un hospedaje de lujo en el Hilton. Y todas las atracciones más importantes: el Monte Olimpo, los canales, Venusville… -Le miró de soslayo, con la misma expresión lustrosa que la sonrisa de la recepcionista-. Lo que usted pida, lo recordará.