Выбрать главу

– Usted oyó lo que me dijo. Su ex parecía asustado. Probablemente se había metido en algún lío; por eso le llamó.

Nos interrumpió el móvil. Berleand lo cogió, se lo llevó al oído y escuchó. Seguro que mi nuevo amigo Berleand sería un estupendo jugador de póquer, pero algo ensombreció su rostro y se quedó allí. Ladró algo en francés, claramente enojado a la vez que intrigado. Luego guardó silencio. Después de unos momentos, cerró el móvil, apagó la colilla y se puso de pie.

– ¿Problemas? -pregunté.

– Eche una última mirada. -Berleand se limpió los fondillos con ambas manos-. No permitimos que muchos turistas vengan aquí.

Lo hice. A algunos les puede resultar extraña esta jefatura con su espectacular vista. Decidí aprovechar la oportunidad para mirar y recordar por qué el asesinato era semejante abominación.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

– El laboratorio ha recibido los resultados preliminares del ADN de la sangre.

– ¿Ya?

Se encogió de hombros en un gesto un tanto teatral.

– Nosotros los franceses somos algo más que vino, comida y mujeres.

– Es una pena. ¿Cuál es el resultado?

– Creo -comenzó, mientras se agachaba para atravesar la ventana- que debemos hablar con Terese Collins.

8

La encontramos en la misma celda en la que yo había estado media hora antes.

Tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Cuando Berleand abrió la puerta, desapareció toda pretensión de fortaleza. Se abrazó a mí y yo la retuve. Sollozó contra mi pecho. La dejé hacer. Berleand permaneció allí. Lo miré directamente a los ojos. Él hizo otra vez aquel gran encogimiento de hombros.

– Los dejaremos ir a los dos -dijo-, si están de acuerdo en entregar sus pasaportes.

Terese se apartó y me miró. Ambos asentimos.

– Tengo unas preguntas más antes de que se marche -añadió Berleand. ¿Está de acuerdo?

– Me doy cuenta de que soy una sospechosa -manifestó Terese-. La ex esposa en la misma ciudad después de todos estos años, la llamada telefónica entre nosotros, lo que sea. No importa; solo quiero que atrape a quien mató a Rick. Así que pregunte lo que quiera, inspector.

– Aprecio su sinceridad y cooperación. -Parecía ahora titubeante, casi demasiado deliberado. Algo que había escuchado durante aquella llamada telefónica en el tejado lo había desconcertado. Me pregunté qué se traía entre manos.

– ¿Sabía que su ex marido se había vuelto a casar? -preguntó Berleand.

Terese sacudió la cabeza.

– No lo sabía. ¿Cuándo?

– ¿Cuándo qué?

– ¿Cuándo se volvió a casar?

– No lo sé.

– ¿Puedo preguntarle el nombre de su esposa?

– Karen Tower.

Terese casi sonrió.

– ¿La conoce?

– Sí.

Berleand asintió y volvió a frotarse las manos. Esperaba que preguntase cómo conocía a Karen Tower, pero lo dejó correr.

– Hemos recibido los resultados de los análisis de sangre preliminares del laboratorio.

– ¿Ya? -Terese pareció sorprendida-. Pero si he dado la muestra, cuándo, ¿hará una hora?

– No, la suya, no. Ésa llevará un poco más de tiempo. Se trata de la sangre que encontramos en la escena del crimen.

– Ah.

– Algo curioso.

Ambos esperamos. Terese tragó como si estuviese preparándose para recibir un golpe.

– La mayoría de la sangre, para ser precisos casi toda ella, pertenece a la víctima, Rick Collins -respondió Berleand. Su voz era ahora mesurada, como si estuviese intentando abrirse camino entre lo que fuese que iba a decir-. Eso no es una sorpresa.

Seguimos sin decir nada.

– Pero había otra mancha de sangre que encontramos en la alfombra, no muy lejos del cuerpo. No sabemos muy bien cómo llegó allí. Nuestra teoría original también fue la más obvia: hubo una pelea. Rick Collins hirió a su asesino.

– ¿Y entonces? -pregunté.

– En primer lugar, encontramos cabellos rubios con la sangre. Cabellos rubios largos. Como los de una mujer.

– Las mujeres matan.

– Sí, por supuesto.

Él se interrumpió.

– ¿Pero? -dije.

– Pero todavía parece imposible que la sangre sea del asesino.

– ¿Por qué?

– Porque, según las pruebas de ADN, la sangre y el pelo rubio pertenecen a la hija de Rick Collins.

Terese no gritó. Solo dejó escapar un gemido. Le fallaron las rodillas. Me moví deprisa y la sujeté antes de que cayese al suelo. Interrogué a Berleand con la mirada. Él no parecía sorprendido. La observaba; evaluaba esta reacción.

– Usted no tiene hijos, ¿verdad, señora Collins?

Todo el color había desaparecido de su rostro.

– ¿Puede darnos un segundo? -pregunté.

– No, estoy bien -afirmó Terese. Recuperó el control y miró a Berleand con firmeza-. No tengo hijos. Usted ya lo sabía, ¿verdad?

Berleand no respondió.

– Cabrón -le dijo ella.

Quería preguntar qué estaba pasando, pero quizás era el momento de cerrar la boca y escuchar.

– Aún no hemos podido encontrar a Karen Tower -añadió Berleand-. Pero supongo que esta hija era suya.

– Supongo -dijo Terese.

– Usted, por supuesto, no sabía nada de ella.

– Así es.

– ¿Cuánto hace que se divorciaron usted y el señor Collins?

– Nueve años.

Yo ya había tenido suficiente.

– ¿Qué demonios está pasando aquí?

Berleand no me hizo caso.

– Por lo tanto, incluso si su ex marido se casó muy poco después, esta hija en realidad no podría tener más de cuanto, ¿ocho años?

Eso hizo que reinase el silencio en la habitación.

– Por consiguiente -continuó Berleand-, ahora sabemos que la pequeña hija de Rick estuvo en la escena del crimen y que resultó herida. ¿Dónde cree que está ahora?

Optamos por volver a pie al hotel.

Cruzamos el Pont Neuf. El agua tenía un color verde fangoso. Sonaban las campanas de una iglesia. Los paseantes se detenían en mitad del puente y sacaban fotos. Un hombre me pidió que le sacase una a él y la que supuse era su novia. Se pusieron muy juntos. Conté hasta tres y tomé la foto. Luego les pregunté si les importaba que les hiciese otra. Conté de nuevo hasta tres, la hice y entonces me dieron las gracias y se marcharon.

Terese no había dicho ni una palabra.

– ¿Tienes hambre? -le pregunté.

– Tenemos que hablar.

– De acuerdo.

No se detuvo ni un momento al pasar por el Pont Neuf, la Rue Dauphine y el vestíbulo del hotel. El conserje, en el mostrador de recepción, nos saludó con un amable «Bienvenidos», pero ella pasó a su lado con una rápida sonrisa.

Una vez que se cerraron las puertas del ascensor, se volvió hacia mí y me dijo:

– Tú querías conocer mi secreto, lo que me llevó a aquella isla, por qué he estado huyendo durante todos estos años.

– Si quieres decírmelo… -dije de una manera que sonó incluso compasiva a mis propios oídos-. Si puedo ayudar…

– No puedes. Pero de todas maneras debes saberlo.

Bajamos en el cuarto piso. Abrió la puerta de su habitación, me dejó pasar y cerró la puerta. La habitación era de un tamaño normal, pequeña para lo habitual en Estados Unidos, con una escalera de caracol que llevaba a lo que imaginé era el ático. Se parecía mucho a lo que se suponía que era: una casa parisina del siglo xvi, aunque con un televisor de pantalla plana y DVD incorporado.

Terese fue hacia la ventana para alejarse de mí lo más posible.

– Ahora voy a decirte algo, pero quiero que primero me prometas una cosa.

– ¿Qué?

– Prométeme que no intentarás consolarme -dijo.

– No te entiendo.

– Te conozco. Escucharás esta historia y querrás ayudarme. Querrás abrazarme o sujetarme o decir las cosas correctas, porque es así como eres. No lo hagas. Hagas lo que hagas, estaría mal.