– De acuerdo.
– Prométemelo.
– Lo prometo.
Ella se acurrucó todavía más en el rincón. Al diablo con después; yo quería abrazarla ahora.
– No tienes por qué hacerlo -señalé.
– Sí, debo. Solo que no sé cómo.
No dije nada.
– Conocí a Rick en mi primer año en Wesleyan. Yo venía de Shady Hills, Indiana, y era el perfecto cliché: la reina del baile que sale con el capitán del equipo, con todas las posibilidades de éxito, dulce como el azúcar. Yo era aquella niña guapa y empollona que estudia mucho y se pone muy nerviosa pensando que fracasará en el examen y que luego termina antes que todos y comienza a poner aquellos refuerzos en su libreta. ¿Recuerdas aquellas pequeñas cosas blancas que parecían Life Savers de menta, aquellos caramelos que parecían anillas?
No pude evitar la sonrisa.
– Sí.
– También era aquella chica guapa que quiere que todos escarben debajo de la superficie para ver que es algo más que guapa, pero la única razón por la que escarban es porque eres guapa. Ya sabes de qué va.
Lo sabía. Para algunos eso puede sonar poco modesto. No lo era. Era sincero. Como París, Terese no era ciega a su belleza, ni tampoco fingía lo contrario.
– Así que me teñí el pelo rubio de oscuro para parecer más lista y fui a un colegio pequeño de artes liberales del nordeste. Llegué, como muchas otras chicas, con mi cinturón de castidad bien cerrado y solo mi capitán del instituto tenía la llave. Él y yo íbamos a ser la excepción. Íbamos a hacer que la relación a larga distancia durase.
Yo recordaba también a aquellas chicas de mis años en Duke.
– ¿Cuánto crees que duró? -preguntó.
– ¿Dos meses?
– Digamos que uno. Conocí a Rick. Era un torbellino. Listo, divertido y sensual de una manera que jamás había visto antes. Era el radical del campus, con el pelo rizado, penetrantes ojos azules y la barba que rascaba cuando le besaba…
Su voz se apagó.
– No puedo creer que esté muerto. Esto va a sonar vulgar, pero Rick era un alma especial. Era bondadoso de verdad. Creía en la justicia y la humanidad. Y alguien lo mató. Alguien acabó con su vida con toda la intención.
No hice ningún comentario.
– Me estoy desviando -dijo ella.
– No hay prisa.
– Sí, la hay. Necesito acabar con esto. Si me demoro, me detendré, me haré pedazos y nunca me lo sacarás. Es probable que Berleand ya lo sepa. Por eso me dejó ir. Deja que te dé la versión resumida. Rick y yo nos licenciamos, nos casamos y trabajamos como reporteros. Con el tiempo acabamos en la CNN, yo delante de las cámaras, Rick detrás. Esa parte ya te la conté. En algún momento quisimos iniciar una familia. O al menos yo lo quise. Rick, creo, no lo tenía tan claro, o quizás intuía lo que se avecinaba.
Terese se acercó a la ventana, apartó con suavidad la cortina a un lado y miró al exterior. Me acerqué un paso. No sé por qué. Solo que de alguna manera necesitaba hacer el gesto.
– Tuvimos problemas de infertilidad. Me dijeron que era algo común. Muchas parejas los tienen. Pero cuando quieres hacerlo, parece que todas las mujeres que encuentras están embarazadas. La infertilidad es uno de los problemas que crece exponencialmente con el tiempo. Todas las mujeres que conocía eran madres, y todas se veían felices y gratificadas, y todo parecía ser muy natural. Comencé a evitar a las amigas. El matrimonio se resintió. El sexo se convirtió solo en algo para la procreación. Tienes un único objetivo. Recuerdo que hice un reportaje de las madres solteras de Harlem, aquellas chicas de dieciséis años que quedaban embarazadas con tanta facilidad, y comencé a odiarlas porque consideraba que era endiabladamente injusto.
Me daba la espalda. Me senté en una esquina de la cama. Quería verle el rostro, aunque solo fuese una parte. Desde mi nuevo punto de observación, conseguía ver un trozo, quizás una vista de cuarto creciente.
– Continúo yéndome por las ramas.
– Estoy aquí.
– Quizás no lo hago. Quizás necesite contarlo de esta manera.
– De acuerdo.
– Visitamos médicos. Lo intentamos todo. Fue todo bastante horrible. Me inyectaron Pergonal, hormonas y Dios sabe qué. Nos llevó tres años, pero finalmente concebimos. Todos lo llamaron un milagro médico. Al principio, tenía miedo hasta de moverme. Cada dolor, cada punzada, creía que iba a abortar. Pero después de un tiempo, me encantó estar embarazada. ¿No suena antifeminista? Siempre decía que las mujeres que hablan y hablan de sus maravillosos embarazos me irritaban, pero yo era como ellas. Me encantaba. No tenía náuseas. El embarazo nunca se me volvería a presentar, era un milagro, y lo disfrutaba. El tiempo voló y, antes de darme cuenta, tenía una hija de dos kilos y medio. Le pusimos el nombre de Miriam, como mi difunta madre.
Un viento gélido heló mi corazón. Ahora sabía cómo iba a acabar la historia.
– Ahora tendría diecisiete años -dijo Terese con una voz muy distante.
Hay momentos en los que sientes que te invade el silencio, y todo permanece inmóvil y frágil. Nos quedamos así, Terese, yo y nadie más.
– Creo que no ha pasado un día en los últimos diez años sin que no haya intentado imaginar cómo sería ahora. Diecisiete años. En el último año de instituto. Por fin habrían pasado los años rebeldes de la adolescencia. La torpe etapa de la adolescencia se habría acabado, y ella sería hermosa. Volvería a ser mi amiga. Se estaría preparando para entrar en la universidad.
Las lágrimas acudieron a mis ojos. Me moví un poco a la izquierda. Los ojos de Terese estaban secos. Empecé a levantarme. Su cabeza giró de inmediato en mi dirección. No, nada de lágrimas. Algo peor. La devastación total, aquella que hace que las lágrimas parezcan una nadería, impotentes. Levantó una palma en mi dirección como si fuese una cruz y yo un vampiro al que detener.
– Fue culpa mía -dijo.
Comencé a sacudir la cabeza, pero ella cerró los ojos fuertemente como si mi gesto fuese un estallido de luz intolerable. Recordé mi promesa, me aparté e intenté mantener una expresión neutra.
– Se suponía que aquella noche yo no debía trabajar, pero en el último minuto necesitaban a alguien que presentase las noticias de las ocho. Yo estaba en casa. Entonces vivíamos en Londres. Rick estaba en Estambul. Pero las ocho de la noche… no sabes cómo deseaba aquel horario de máxima audiencia. No podía perdérmelo. Aunque Miriam estuviera durmiendo. La carrera, ¿no? Llamé a una buena amiga, a la madrina de Miriam, y le pregunté si podía dejarla con ella unas pocas horas. Dijo que no había ningún problema. Desperté a Miriam y la instalé en el asiento trasero. El reloj corría y me urgía llegar a maquillaje. Así que conduje muy rápido. Las calles estaban mojadas. Así y todo, ya casi estábamos allí; como mucho a unos quinientos metros.
Dicen que no recuerdas los grandes accidentes, sobre todo cuando pierdes el conocimiento. Pero yo lo recuerdo todo. Recuerdo que vi los faros. Giré el volante a la izquierda. Quizás habría sido mejor seguir recto. Matarme yo y salvarla a ella. Pero no, fue un impacto lateral. De su lado. Incluso recuerdo su grito. Fue corto, más como una inspiración. El último sonido que hizo. Yo estuve en coma durante dos semanas, pero como Dios tiene un retorcido sentido del humor, me dejó vivir. Miriam murió en el choque.
Nada.
Ahora tenía miedo de moverme. Tenía la sensación de que la habitación estaba inmóvil, como si incluso las paredes y los muebles estuviesen conteniendo el aliento. No pretendía hacerlo, pero di un paso hacia ella. Me pregunté si esa parte del consuelo a menudo no sería egoísta, si el consolador también lo necesita, incluso más que el consolado.
– No -dijo ella.
Me detuve.
– Por favor, déjame sola. Solo por un momento, ¿de acuerdo?