– Continúa -dijo Win-. Acaba la historia.
– Ya está.
Win frunció el entrecejo.
– Entonces, ¿cuándo te marchas a París?
– No voy.
Había comenzado el segundo cuarto en la cancha. Era un partido de baloncesto de los chicos de quinto grado. Mi novia -el término parece un tanto pobre, pero no estoy seguro de si «amiga con derecho a roce», «persona importante» o «compañera» podría aplicarse-, Ali Wilder, tiene dos hijos, y el menor juega en este equipo. Se llama Jack y no es muy bueno. Lo digo no por juzgar o predecir futuros éxitos -Michael Jordán no empezó a jugar en el equipo del instituto hasta cursar tercero-, sino como una mera observación. Jack es grande para su edad, alto y pesado, lo que a menudo conlleva una falta de velocidad y coordinación. Hay algo como de trotón en su manera de correr.
Pero a Jack le encantaba el juego, y eso lo era todo para mí. Era un chico dulce, encerrado en su mundo pero de una manera positiva, y necesitado, como corresponde a un niño que pierde a su padre de una forma tan trágica y prematura.
Ali no podía venir hasta la media parte y yo, al chico, le apoyaba.
Win continuaba con el entrecejo fruncido.
– A ver si lo entiendo. ¿Has rechazado pasar un fin de semana con la adorable señora Collins y su culo de primera clase en un hotelito de París?
Siempre era un error hablar de relaciones con Win.
– Así es -respondí.
– ¿Por qué? -Win se volvió para mirarme. Parecía perplejo de verdad. Entonces su rostro se relajó-. Ah, espera.
– ¿Qué?
– Ha engordado, ¿no?
Win.
– No tengo ni idea.
– ¿Entonces?
– Ya sabes, estoy comprometido, ¿lo recuerdas?
Win me miró como si estuviese defecando en la cancha.
– ¿Qué? -pregunté.
Se echó hacia atrás en el asiento.
– Eres una maricona como una casa.
Sonó la bocina. Jack se puso las gafas protectoras y fue hacia la mesa de los árbitros con aquella maravillosa media sonrisa tontorrona. Los chicos de quinto grado de Livingston jugaban contra sus archirrivales de Kasselton. Intenté no sonreír con suficiencia ante el entusiasmo, no tanto de los chicos, sino de los padres en las gradas. No quiero generalizar, pero las madres se dividen en dos grupos: las charlatanas, que aprovechan la ocasión para socializar, y las sufridoras, las que viven y mueren cada vez que sus retoños tocan la pelota.
Los padres a menudo son más problemáticos. Algunos consiguen mantener la ansiedad más o menos controlada, reniegan por lo bajo, se muerden las uñas. Otros gritan a voz en cuello. Se meten con los árbitros, los entrenadores y los chicos.
Un padre, sentado dos filas delante de nosotros, tenía lo que Win y yo llamábamos el «síndrome de Tourette del espectador», y se pasaba todo el partido metiéndose a gritos con todos los que tenía a su alrededor.
Mi perspectiva en este campo es mucho más clara que en la de la mayoría. He sido agraciado con el don del atleta natural. Fue una sorpresa para toda mi familia desde el gran triunfo atlético conseguido por un Bolitar mucho antes de que yo apareciese, cuando mi tío Saúl ganó un torneo de tejos en un crucero de la Princess en 1974. Acabé el bachillerato en el Livingston High School como jugador del año. Fui el base estrella de Duke, donde dirigí al equipo en dos temporadas del campeonato de la NCAA. Los Boston Celtics me seleccionaron en primera ronda.
Entonces, pataplum, a tomar viento.
– Cambio -gritó alguien.
Jack se acomodó las gafas y corrió a la cancha.
El entrenador del equipo rival señaló a Jack y gritó:
– ¡Tú, Connor! Te toca el nuevo. Es grande y lento. A ver si lo mueves un poco.
El padre con el síndrome de Tourette gimió:
– Es un partido muy igualado. ¿Por qué lo hacen entrar ahora?
¿Grande y lento? ¿Había oído bien?
Miré al entrenador del Kasselton. Llevaba el pelo con reflejos, peinado con gomina como un puercoespín, y una perilla negra recortada que le daba el aspecto del envejecido bajista de una banda de música. Era alto; yo mido un metro noventa y dos y ese tipo me sacaba cinco centímetros, además de, calculé, unos diez o quince kilos.
– ¿Es grande y lento? -le repetí a Win-. ¿Te puedes creer que el entrenador acabe de gritar eso?
Win se encogió de hombros.
Yo también lo intenté. El calor del juego. Déjalo correr.
El marcador estaba empatado a veinticuatro cuando ocurrió el desastre. Fue inmediatamente después de un tiempo muerto y al equipo de Jack le tocaba subir la pelota hacia la canasta del equipo rival. Kasselton decidió hacer presión por sorpresa. Jack estaba solo. Le pasaron la pelota, pero por un momento, con la presión encima, no supo qué hacer. Ocurre.
Buscó ayuda. Se volvió hacia el banco del Kasselton, el más cercano a él, y el gran entrenador del pelo puntiagudo gritó:
– ¡Lanza! ¡Lanza! -Y señaló la canasta.
La canasta errónea.
– ¡Lanza! -gritó de nuevo el entrenador.
Jack, a quien por naturaleza le gusta complacer y confía en los adultos, le obedeció.
La pelota entró. En la canasta equivocada. Dos puntos para Kasselton.
Los padres de Kasselton estallaron en vivas e incluso risas. Los padres de Livingston alzaron las manos al aire y gimieron por el error del chico de quinto grado. Entonces el entrenador del Kasselton, el tipo del pelo puntiagudo y la perilla de bajista, chocó palmas con el segundo entrenador, señaló a Jack, y le gritó:
– ¡Eh, chico, hazlo de nuevo!
Posiblemente Jack era el chico más alto de la cancha, pero en ese momento parecía como si intentase con todas sus fuerzas ser lo más pequeño posible. La media sonrisa tontorrona desapareció. Le temblaban los labios. Parpadeaba. Todas las partes del chico se encogían y también mi corazón.
Un padre del Kasselton no dejaba de gritar. Se rió, se llevó las manos a la boca como si fuese un megáfono de carne y gritó:
– ¡Pásasela al chico del otro equipo! ¡Es nuestro mejor jugador!
Win le tocó el hombro.
– Vas a callarte ahora mismo.
El padre se volvió hacia Win, y vio la vestimenta decadente, el pelo rubio y las facciones de porcelana. Estaba a punto de burlarse y soltar una réplica, pero algo -probablemente el instinto de supervivencia básico y un cerebro de reptil- hizo que se lo pensara mejor. Sus ojos se cruzaron con los azul hielo de Win y luego los bajó.
– Sí, lo siento, eso estaba demás -se disculpó.
Yo apenas lo oí. No podía moverme. Permanecí sentado en la grada y miraba al ufano entrenador de los pelos puntiagudos. Sentía latir la sangre.
Sonó la bocina; final de la media parte. El entrenador, que no salía de su asombro, continuaba riéndose y sacudiendo la cabeza. Uno de sus ayudantes se acercó para estrecharle la mano. También lo hicieron algunos padres y espectadores.
– Tengo que irme -dijo Win.
No respondí.
– ¿Debería quedarme? ¿Por si acaso?
– No.
Win hizo un gesto y se marchó. Yo seguía mirando al entrenador del Kasselton. Me levanté y comencé a bajar las desvencijadas gradas. Mis pisadas sonaban como truenos. El entrenador caminó hacia la puerta. Lo seguí. Entró en los lavabos sonriendo como el idiota que sin duda era. Lo esperé junto a la puerta.
Cuando salió, le dije:
– Un tipo con clase.
Llevaba las palabras «Entrenador Bobby» bordadas en la camisa. Se detuvo y me miró.
– ¿Perdón?
– Animar a un chico de diez años a que lance a la canasta equivocada -dije-. Y después aquella divertida frase de «Eh, chico, hazlo otra vez» ayudó a humillarlo. Es un tipo con mucha clase, entrenador Bobby.
El entrenador entrecerró los ojos. De cerca era grande, ancho y tenía los brazos gruesos, los nudillos grandes y una frente de Neandertal. Conocía el tipo. Todos lo conocen.