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– Parte del juego, amigo.

– ¿Burlarse de un chico de diez años es parte del juego?

– Meterse en su mente. Forzar a tu oponente a cometer un error.

No dije nada. Me tomó la medida y decidió que, podía conmigo. Los tipos grandes como el entrenador Bobby están seguros de que pueden con casi todos. Yo únicamente lo miré.

– ¿Tiene algún problema? -preguntó.

– Son chicos de diez años.

– Sí, claro, chicos. ¿Qué es usted, uno de esos padres mariquitas que creen que todos han de ser iguales en la cancha? Nadie debe sentirse herido, nadie debe ganar o perder… Eh, quizás incluso ni siquiera deberíamos llevar el marcador, ¿no?

El segundo entrenador del Kasselton se acercó. Vestía una camisa a juego que decía «Segundo entrenador Pat».

– ¿Bobby? Está a punto de comenzar la segunda parte.

Me acerqué un paso.

– Déjelo en paz.

El entrenador Bobby me dirigió el previsible gesto burlón y respondió:

– ¿O qué?

– Es un chico sensible.

– Bu, bu. Si es tan sensible, quizás no debería jugar.

– Y quizás usted no debería entrenar.

El segundo entrenador, Pat, se adelantó. Me miró, y aquella sonrisa cómplice que yo conocía muy bien apareció en su rostro.

– Vaya, vaya, vaya.

– ¿Qué? -preguntó Bobby.

– ¿Sabes quién es este tipo?

– ¿Quién?

– Myron Bolitar.

Casi podías ver como Bobby procesaba el nombre, como si en la frente tuviese una ventana y el hámster que corría en la rueda estuviese cogiendo velocidad. Cuando las sinapsis acabaron su función, su sonrisa casi arrancó las esquinas de la perilla.

– Aquella gran «superestrella» -llegó incluso a marcar las comillas con los dedos- que no pudo entrar con los profesionales. ¿El famoso fracaso de la primera vuelta?

– El mismo -añadió el segundo entrenador.

– Ahora lo pillo.

– Eh, entrenador Bobby -dije.

– ¿Qué?

– Deje al chico en paz.

Frunció el entrecejo.

– No querrá meterse conmigo.

– Tiene razón. No quiero. Quiero que deje al chico en paz.

– Ni hablar, amigo. -Sonrió y se me acercó un poco más-. ¿Le causa algún problema eso?

– Sí, por supuesto.

– Entonces, ¿qué le parece si usted y yo lo discutimos un poco cuando acabe el partido? ¿En privado?

Las chispas comenzaron a encenderse en mis venas.

– ¿Me está retando a una pelea?

– Sí. A menos, por supuesto, que sea un gallina. ¿Es un gallina?

– No soy un gallina -respondí.

Algunas veces soy muy bueno en las réplicas cortantes. Intento mantenerme a la par.

– Tengo un partido que dirigir. Pero después usted y yo arreglaremos cuentas. ¿Me sigue?

– Lo sigo.

De nuevo con la réplica instantánea. Voy lanzado.

Bobby apoyó un dedo en mi cara. Pensé en mordérselo; eso siempre capta la atención de cualquiera.

– Es un hombre muerto, Bolitar. ¿Me oye? Un hombre muerto.

– ¿Un hombre tuerto?

– Un hombre muerto.

– Oh, claro, porque si fuese tuerto, no le vería muy bien. Ahora que lo pienso, si fuese un muerto, tampoco podría.

Sonó la bocina. Pat dijo:

– Vamos, Bobby.

– Un hombre muerto -repitió él.

Me llevé una mano al ojo, como si fuese tuerto, y grité: ¿Dónde está? Pero ya se había marchado.

Lo observé. Tenía aquel balanceo lento y seguro, los hombros echados hacia atrás, los brazos moviéndose casi demasiado. Iba a gritarle algo estúpido cuando sentí una mano en mi brazo. Me volví. Era Ali, la madre de Jack.

– ¿De qué iba todo esto? -preguntó Ali.

Ali tiene unos enormes ojos verdes y una cara bonita y franca que encuentro irresistible. Quería levantarla y besarla, pero algunos dirían que ése no era el mejor lugar.

– Nada -respondí.

– ¿Qué tal ha ido la primera parte?

– Perdemos por dos.

– ¿Jack marcó?

– No lo creo, no.

Ali observó mi rostro por un momento y vio algo que no le gustó. Me giré y volví a las gradas. Me senté. Ali se sentó a mi lado. Cuando llevaban dos minutos de juego, me preguntó:

– ¿Cuál es el problema?

– Ninguno.

Me removí en la incómoda grada.

– Mentiroso -dijo Ali.

– Solo estoy siguiendo el juego.

– Mentiroso.

La miré, miré su bonito rostro franco, las pecas que no tendrían que estar allí a su edad pero que la hacían condenadamente adorable, pero también vi algo más.

– Tú también pareces un poco distraída.

No solo hoy, pensé, sino también durante las últimas semanas las cosas no habían ido muy bien entre nosotros. Ali se había mostrado distante y preocupada y no había querido hablar del tema. Yo había estado muy ocupado con el trabajo, así que no había insistido.

Ali mantuvo la mirada en la cancha.

– ¿Jack jugó bien?

– Muy bien -respondí. Luego añadí-: ¿A qué hora sale tu vuelo mañana?

– A las tres.

– Te llevaré al aeropuerto.

Erin, la hija de Ali, se matriculaba en la Universidad Estatal de Arizona. Ali, Erin y Jack iban a volar hasta allí para pasar la semana dedicados a instalar a la estudiante.

– No pasa nada. Ya he alquilado un coche.

– Me gustaría llevarte.

– No te preocupes.

Su tono cortó cualquier discusión sobre el tema. Intenté acomodarme y mirar el partido. Mi pulso continuaba acelerado. Pocos minutos más tarde, Ali preguntó:

– ¿Por qué continúas mirando al otro entrenador?

– ¿Qué entrenador?

– Aquel con el pelo mal teñido y la perilla a lo Robin Hood.

– Busco modelos para acicalarme.

Ella casi sonrió.

– ¿Jack jugó mucho en la primera mitad?

– El tiempo habitual.

Acabó el partido; Kasselton ganó por tres. Sus seguidores aplaudieron. El entrenador, un buen tipo a todas luces, había preferido no hacer jugar a Jack en la segunda mitad. Ali estaba un tanto inquieta por eso -el entrenador por lo general procuraba que todos los chicos jugasen el mismo tiempo-, pero decidió dejarlo correr.

Los equipos se retiraron a los vestuarios para discutir las incidencias del partido con sus entrenadores. Ali y yo esperamos fuera de la puerta del gimnasio, en el pasillo del colegio. No tuve que esperar mucho. Bobby vino hacia mí con el mismo balanceo, aunque ahora sus manos se habían transformado en puños. Lo acompañaban otros tres tíos, incluido Pat, todos grandes, con sobrepeso y ni siquiera la mitad de duros de lo que creían ser. Bobby se detuvo a un metro de mí. Sus tres compañeros se desplegaron con los brazos cruzados sobre el pecho y me miraron.

Por un momento nadie habló. Solo me miraron como si fuesen a comerme.

– ¿Ésta es la parte en la que me meo en los pantalones? -pregunté.

Bobby comenzó de nuevo con el dedo.

– ¿Conoce el Landmark Bar de Livingston?

– Claro.

– Esta noche a las diez. En el aparcamiento de atrás.

– Se pasa de mi hora de recogida -dije-, y tampoco soy de esa clase de citas. Primero una invitación a cenar, unas flores.

– Si no se presenta -se acercó más con el dedo- buscaré alguna otra manera de obtener satisfacción. ¿Me pilla?

No, pero antes de que pudiera pedirle una aclaración se marchó. Sus compañeros lo siguieron. Me miraron por encima del hombro. Los saludé con la mano como si fuese un bebé. Uno de ellos insistió en la mirada y yo le soplé un beso. Se volvió como si le hubiese dado una bofetada.

Soplar un beso. Mi movimiento favorito para provocar la homo-fobia.

Me volví hacia Ali, vi su rostro y pensé: «Oh, oh…».

– ¿Qué demonios ha sido eso?

– Pasó algo durante el partido antes de que llegases -respondí.

– ¿Qué?