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La naturaleza siempre estará por encima de la preparación.

Yo había sido dotado de unos reflejos rapidísimos y una perfecta coordinación mano-ojo. No fanfarroneo. Es como el color del pelo, la estatura o el oído. Es así. Y aquí ni siquiera hablo de los años de entrenamiento para mejorar mi cuerpo y aprender a pelear. Aunque también es eso.

Bobby hizo lo más previsible. Se acercó y lanzó un golpe abierto. Un golpe abierto carece totalmente de efectividad contra un luchador veterano. Aprendes pronto que cuando peleas en serio, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Pegas unos golpes estupendos cuando lo sabes.

Me moví un poco a la derecha. No mucho. Lo suficiente para desviar el golpe con la mano izquierda y mantenerme lo bastante cerca para responder. Me metí dentro de la defensa abierta de Bobby. El tiempo se había ralentizado. Podía golpear entre varios objetivos blandos.

Escogí la garganta.

Doblé el brazo derecho y golpeé con el antebrazo en la nuez del cuello.

Bobby soltó un cacareo. La pelea se había acabado en ese instante. Lo sabía, o al menos tendría que haberlo sabido. Tendría que haberme retirado y dejarlo caer jadeando al suelo.

Pero aquella voz burlona seguía sonando en mi cabeza…

«Eh, chico, hazlo de nuevo… El resto de la temporada será un objetivo… Si tenemos una oportunidad para confundirlo, la aprovecharemos… ¡Gallina!»Tendría que haberlo dejado caer. Tendría que haberle preguntado si ya tenía suficiente y darlo por acabado. Pero en aquel momento se había desbordado la furia. No podía contenerla. Doblé el brazo izquierdo y comencé a girar con todas mis fuerzas en el sentido contrario a las agujas del reloj. Pensaba golpearlo de lleno en el rostro con el codo.

Mientras giraba comprendí que sería un golpe tremendo. La clase de golpe que hunde los huesos de un rostro. La clase de golpe que requiere cirugía y meses de calmantes.

En el último instante recuperé algo de sentido común. No me detuve, pero me contuve un poco. En lugar de pegarle de lleno, mi codo cruzó la nariz de Bobby. Brotó la sangre. Se escuchó un sonido como si alguien hubiese pisado una rama seca.

Bobby se desplomó con todo el peso.

– ¡Bobby!

Era el segundo entrenador. Me volví hacia él, levanté las manos con las palmas hacia fuera y grité:

– ¡No!

Pero fue demasiado tarde. Pat dio un paso adelante, con el puño en alto.

El cuerpo de Win apenas se movió. Solo la pierna. Descargó un puntapié en la rodilla izquierda de Pat. La articulación se dobló de lado, de una manera en la que nunca debía doblarse. Pat soltó un alarido y cayó al suelo como si le hubiesen disparado.

Win sonrió y arqueó la ceja hacia los otros dos hombres.

– ¿El siguiente?

Ninguno de los dos se atrevió siquiera a respirar.

Mi furia se disipó en el acto. Bobby estaba ahora de rodillas, sujetándose la nariz como si fuese un animal herido. Lo miré. Me sorprendió mucho ver como un hombre derrotado se parece a un chiquillo.

– Deje que lo ayude.

La sangre manaba de la nariz a través de los dedos.

– ¡Apártese de mí!

– Necesita presionarse la herida. Detener la hemorragia.

– ¡Apártese de mí!

Estaba a punto de decir algo en mi defensa cuando sentí una mano en el hombro. Era Win. Sacudió la cabeza como si quisiese decirme: «No sirve de nada». Tenía razón.

Salimos del bosque sin decir palabra.

Cuando llegué a casa una hora más tarde había dos mensajes de voz. Ambos eran breves y concisos. El primero me sorprendió. Las malas noticias viajan rápido en los pueblos.

«No puedo creer que rompieses tu promesa», dijo Ali.

Pues ya estaba.

Exhalé un suspiro. La violencia no resuelve nada. Win tuerce el gesto cuando lo digo, pero la verdad es que cada vez que recurría a la violencia, que solía ser algo bastante frecuente, nunca acababa allí. La violencia se transmite y reverbera. Resuena y su eco nunca parece acallarse.

El segundo mensaje era de Terese:

«Por favor, ven».

Cualquier intento de ocultar la desesperación había desaparecido.

Dos minutos más tarde vibró mi móvil. El identificador de llamadas me dijo que era Win.

– Tenemos un pequeño problema.

– ¿Cuál es?

– El segundo entrenador va a necesitar cirugía ortopédica.

– ¿Qué pasa con él?

– Es un oficial de policía de Kasselton. Un capitán, para ser precisos, aunque no le pediré llevar su cazadora del equipo en el baile de graduación.

– Vaya.

– Al parecer están pensando en hacer arrestos.

– Ellos comenzaron.

– Oh, sí -dijo Win-, y estoy seguro de que todos en el pueblo aceptarán nuestra palabra frente a la de un capitán de la policía local y tres residentes de toda la vida.

Tenía toda la razón.

– Pero se me ocurre -prosiguió- que podríamos disfrutar de unas semanas en Tailandia mientras mi abogado resuelve este asunto.

– No es mala idea.

– Me han hablado de un nuevo club para caballeros de Bangkok, en la calle Patpong. Podríamos iniciar allí nuestro viaje.

– No lo creo -dije.

– Qué puritano. En cualquier caso, tendrías que desaparecer por un tiempo.

– Ése es mi plan.

Colgamos. Llamé a Air France.

– ¿Queda algún billete para el vuelo de esta noche a París?

– ¿Su nombre, señor?

– Myron Bolitar.

– Ya tiene usted billete. ¿Desea ventanilla o pasillo?

4

Utilicé los puntos de viajero habitual para conseguir alguna ventaja. No necesito bebidas gratuitas o una comida mejor, pero el espacio para las piernas significa mucho para mí.

Cuando viajo en clase turista siempre me toca el asiento entre dos señoras enormes con problemas de espacio, y delante de mí, sin falta, hay una vieja diminuta cuyos pies ni siquiera tocan el suelo, pero que necesita echar el asiento hacia atrás todo lo humanamente posible para llegar casi al orgasmo cuando oye que el respaldo se aplasta contra mis rodillas, tumbándolo al máximo para que pueda pasarme todo el vuelo mirándole la caspa del cuero cabelludo.

No tenía el número de teléfono de Terese, pero recordaba el Hotel D'Aubusson. Llamé y dejé un mensaje en el que le anunciaba que iba de camino. Subí al avión y me puse los auriculares del iPod. Muy pronto me sumí en aquel duermevela de los vuelos, pensando en Ali: la primera vez que salía con una mujer con hijos, nada menos que una viuda, la manera como ella me había dado la espalda después de decir: «Lo nuestro no es para siempre, Myron…».

¿Tenía razón?

Intenté imaginarme la vida sin ella.

¿Amaba a Ali Wilder? Sí.

Había amado a tres mujeres en mi vida. La primera fue Emily Downing, mi novia del colegio universitario Duke. Había acabado por abandonarme en favor de mi rival universitario de Carolina del Norte.

Mi segundo amor, lo más cercano a una compañera del alma que he tenido, fue Jessica Culver, una escritora. Jessica también había aplastado mi corazón como si fuese un vaso de plástico; o quizás al final fui yo quien aplastó el suyo. Es difícil saberlo a estas alturas. La había amado con toda mi alma, pero no había sido suficiente. Ahora estaba casada. Con un tipo llamado Stone. [1] Stone. No es broma.

La tercera, bueno, Ali Wilder. Yo había sido el primer hombre con quien ella había salido después de que su marido muriese en la Torre Norte el 11-S. Nuestro amor era fuerte, pero también más sereno, más maduro, y quizás el amor no debía ser así. Sabía que el final dolería pero no sería devastador. Me pregunté si eso también venía con la madurez, o si después de años de que te rompiesen el corazón, de forma natural comenzabas a protegerte.

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[1]. Juego de palabras intraducibie. Culver Stone es un bloque de granito sobrante de la remodelación de la tumba de Lincoln en Springfield, Illinois. Se llama Culver Stone en honor del donante, J.S. Culver, el contratista encargado de la remodelación, que la mandó tallar como un monumento recordatorio de la madre de Lincoln, Nancy Hanks Lincoln. (N. del T.)