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O quizás Ali tenía razón. Lo nuestro no era para siempre. Así de sencillo.

Hay un viejo dicho yiddish que me parece muy adecuado, aunque no por elección: «El hombre planea, Dios se ríe». Soy todo un ejemplo. Mi vida ya estaba diseñada. Fui una estrella del baloncesto desde la infancia, destinado a ser un jugador de la NBA con los Boston Celtics. Pero en mi primer partido de la pretemporada, Gran Burt Wesson se me llevó por delante y me arruinó la rodilla. Intenté volver, pero hay una gran diferencia entre valentía y efectividad. Mi carrera se acabó antes de pisar la cancha.

También estaba destinado a ser un hombre de familia como lo había sido el hombre que más admiraba en el mundo: Al Bolitar, mi padre. Se había casado con su novia, mi madre, Ellen, se habían ido a vivir al suburbio de Livingston, en Nueva Jersey, y habían criado una familia, trabajado duro y organizado barbacoas en el patio trasero.

Así se suponía que sería mi vida: un padre amante, 2,6 hijos, las tardes sentado en aquellas gradas destartaladas mirando a mi propio hijo, quizás un perro, una canasta oxidada en la entrada del garaje, visitas a Home Depot y Modwell's Sporting Goods los sábados. Ya se hacen una idea.

Pero aquí estoy, pasados los cuarenta, todavía soltero y sin familia.

– ¿Le apetece alguna bebida? -me preguntó la azafata.

No soy bebedor, pero pedí un whisky con soda. La copa de Win. Necesitaba algo que me adormeciese un poco, que me ayudase a dormir. Volví a cerrar los ojos. De nuevo al bloqueo. El bloqueo es bueno.

Entonces, ¿dónde encajaba Terese Collins, la mujer por la que estaba cruzando el océano?

Nunca pensaba en Terese en términos de amor. Al menos no de esa manera. Pensaba en su piel tersa y su olor de manteca de cacao. Pensaba en la pena que emanaba de ella a oleadas. Pensaba en la manera como habíamos hecho el amor en aquella isla, dos náufragos. Cuando Win por fin vino a buscarme con un yate para llevarme a casa, era más fuerte gracias al tiempo que habíamos pasado juntos. Ella no. Nos dijimos adiós, pero la historia no había acabado. Terese me ayudó cuando más lo necesitaba, hacía ocho años, y entonces había vuelto a desaparecer con su dolor.

Ahora había regresado.

Durante ocho años, Terese Collins había desaparecido no solo para mí, sino de la vista del público. En los noventa, había sido una figura popular de la televisión, la principal presentadora de la CNN, y de pronto, puf, desapareció.

El avión aterrizó y fue hasta la puerta de desembarque. Cogí mi maleta -no hace falta facturar cuando se va solo por un par de noches- y me pregunté qué me esperaba. Fui el tercero en desembarcar, y con mis pasos largos ocupé de pronto el lugar número uno cuando llegamos a la cola de la aduana e inmigración. Había confiado en pasar sin problemas, pero acababan de aterrizar otros tres vuelos y había un atasco. La cola serpenteaba entre las cuerdas al estilo Disney World. Se movía deprisa. Los agentes en su mayoría dejaban pasar a las personas con un gesto, y solo dedicaban una mirada de trámite a cada pasaporte. Cuando fue mi turno, la funcionaría de inmigración miró mi pasaporte, luego mi cara, otra vez el pasaporte, y de nuevo a mí. Su mirada se demoró. Le sonreí, sin pasarme con el encanto Bolitar. No quería que la pobre mujer comenzase a desnudarse detrás del mostrador.

La funcionaría se volvió como si le hubiese dicho una grosería. Le hizo un gesto a un agente. Cuando me miró de nuevo, deduje que debía mejorar mi juego. Agrandar la sonrisa. Aumentar el encanto de poco a máximo.

– Póngase al lado, por favor -dijo ella con el entrecejo fruncido.

Yo continuaba sonriendo como un idiota.

– ¿Por qué?

– Mi colega se ocupará de su caso.

– ¿Soy un caso? -pregunté.

– Por favor, póngase al lado.

Estaba reteniendo la cola y los pasajeros de detrás de mí no estaban nada contentos.

Me aparté. El otro agente uniformado dijo:

– Por favor, sígame.

No me gustó, pero, ¿qué podía hacer? Me pregunté, ¿por qué yo? Quizás había una ley francesa contra ser demasiado encantador; tenía que ser eso.

El agente me llevó a un pequeño cuarto sin ventanas. Las paredes desnudas eran de color beige. Había dos ganchos detrás de la puerta que servían de percheros. Las sillas eran de plástico. Había una mesa en un rincón. El agente cogió mi maleta y la puso sobre la mesa. Comenzó a buscar en su interior.

– Vacíese los bolsillos, por favor. Póngalo todo en esta bandeja. Quítese los zapatos.

Lo hice. Billetero, BlackBerry, monedas, zapatos.

– Tengo que cachearlo.

Lo hizo muy a fondo. Iba a hacerle un chiste sobre cómo lo estaba disfrutando o quizás decirle que, después, un viaje en un Bateau Mouche no estaría nada mal, pero me pregunté cuál debía de ser el sentido del humor francés. ¿Acaso Jerry Lewis no era aquí un ídolo? Quizás un chiste visual sería más apropiado.

– Por favor, siéntese.

Lo hice. Se marchó, llevándose la bandeja con mis pertenencias. Durante media hora me quedé allí solo, esperando sentado, como se suele decir. No me gustó.

Dos hombres entraron en el cuarto. El primero era joven, veintitantos, apuesto, con el pelo rubio y aquella barba de tres días que los chicos guapos utilizan para parecer más duros. Vestía vaqueros, botas y una camisa con las mangas arremangadas hasta el codo. Se apoyó en la pared, cruzó los brazos sobre el pecho y mascó un palillo.

El segundo hombre tendría unos cincuenta y tantos, con unas grandes gafas con montura de acero y un pelo gris que se acercaba peligrosamente a la calvicie. Se secaba las manos con una toalla de papel cuando entró. Su cazadora de cuero parecía una de aquellas que Members Only vendía en 1986.

Para que después hablen de los franceses y su alta costura.

El tipo mayor llevó la conversación.

– ¿Cuál es el propósito de su visita a Francia?

Lo miré, después al mascador del palillo, y de nuevo a él.

– ¿Quién es usted?

– Soy el capitán Berleand. Él es el inspector Lefebvre.

Le hizo un gesto a Lefebvre, que masticó el palillo un poco más.

– ¿El propósito de su visita? -insistió Berleand-. ¿Negocios o placer?

– Placer.

– ¿Dónde se alojará?

– En París.

– ¿En qué parte de París?

– En el Hotel D'Aubusson.

No lo anotó. Ninguno de los dos tenía bolígrafo ni papel.

– ¿Estará solo? -preguntó Berleand.

– No.

Berleand continuaba secándose las manos con la toalla de papel. Se detuvo, utilizó un dedo para subirse las gafas en el puente de la nariz. Cuando seguí sin decir nada más, se encogió de hombros como diciéndome: «¿Y?».

– Me reuniré con un amigo.

– ¿El nombre del amigo?

– ¿Es necesario? -pregunté.

– No, señor Bolitar, soy curioso y hago las preguntas sin ninguna razón aparente.

A los franceses les da por el sarcasmo.

– ¿El nombre?

– Terese Collins.

– ¿Cuál es su ocupación?

– Soy agente.

Berleand pareció confuso. Lefebvre, al parecer, no hablaba inglés.

– Soy representante de actores, atletas, escritores, animadores -expliqué.

Berleand asintió, satisfecho. Se abrió la puerta. El primer agente le dio a Berleand la bandeja con mis pertenencias. Él la dejó en la mesa, junto a mi maleta. Luego comenzó a secarse las manos de nuevo.

– Usted y la señora Collins no viajaron juntos, ¿verdad?

– No, ella ya está en París.

– Comprendo. ¿Cuánto tiempo piensa permanecer en Francia?

– No estoy seguro. Dos, tres noches.

Berleand miró a Lefebvre. Éste asintió, se separó de la pared y fue hacia la puerta. Berleand lo siguió.