Cuando regresó, las puertas de la furgoneta estaban abiertas. La mordaza y las esposas, tiradas en el suelo.
Nadie había escapado nunca antes.
Boyle sujetó el rosario con más fuerza. Una vez más había subestimado a Rachel, había olvidado lo ingeniosa que podía ser aquella zorra, un rasgo que, ironías del destino, era de los que le resultaban más atractivos de ella. Rachel le recordaba tanto a su madre…
Hacía algo más de dos semanas Rachel había fingido estar enferma, se había negado a comer durante días, y cuando él entró en su celda para ver cómo estaba, ella le atacó y le partió la nariz. El cayó al suelo y ella le pateó hasta dejarlo inconsciente.
Las llaves que ella le quitó del bolsillo no conseguían abrir el candado de la puerta del sótano. Esas llaves estaban en su despacho. Y fue allí donde la encontró, enfrascada en poner el lugar patas arriba, en busca del otro juego de llaves y, tal vez, también de su móvil. Quizá Rachel hubiera encontrado las llaves de las esposas. Él no había advertido su desaparición. Bastante tuvo con limpiar el desorden que ella había organizado.
Debería haberla dejado en su celda. Debería haber seguido su idea originaclass="underline" ir a Belham solo, capturar a Carol, y luego, después de volver a casa, habría salido de nuevo para enterrar a Rachel.
En su lugar se había dejado llevar por la idea de enterrar a Rachel cerca del lugar donde yacía su madre, en el bosque de Belham, alrededor del estanque de Salmón Brook. No había estado por allí desde hacía años; hacía tanto tiempo que, de hecho, había olvidado el lugar exacto donde estaba enterrada.
Boyle había trazado mapas de sus tumbas, pero no encontró el que mostraba dónde yacían los restos de su madre. Nunca había tenido un gran sentido de la orientación, así que dependía de su memoria. Había tardado casi cuatro horas en localizar el lugar, y luego otra hora para cavar. Al marcharse del bosque, la idea de enterrar a Rachel al lado de su madre llevaba días consumiéndolo. No podía zafarse de ella. Y ahora, por haber antepuesto el deseo a la disciplina, Rachel estaba ingresada en una habitación del hospital Mass General.
Se abrieron las puertas de la UCI y de ellas salió una mujer increíble, con una melena negra que le caía hasta los hombros y ojos castaños. Joven, de rostro perfecto y piel sin mácula. Llevaba unos tejanos ajustados y modernos, zapatos negros de tacón alto y una camiseta que dejaba al descubierto parte de la piel de su barriga, plana y suave. Boyle se dijo que debía de rondar los veintitantos. La joven entró en la sala de espera y cogió una caja de pañuelos de papel. La caja estaba vacía. La tiró a la basura. Todos los hombres de la sala de espera la observaban.
La mujer era consciente de la admiración que despertaba. En lugar de sentarse, se abrochó el abrigo y se volvió, dándoles la espalda. Era algo que la madre de Boyle solía hacer cuando pillaba a un hombre que no le gustaba babeando por ella. Si eran atractivos, les concedía toda su atención. Si eran ricos, les entregaba su cuerpo.
La joven se cruzó de brazos y mantuvo la mirada fija en las puertas de la UCI. Esperaba a alguien. No a su marido: no llevaba anillo. Quizás estuviera esperando a su novio. No. El novio habría salido con ella.
Se la veía disgustada, sin duda, pero decidida a no llorar; no aquí, no delante de esta gente.
Boyle podría hacerla llorar. Y suplicar. Podría hacer que aquella fachada falsa y pija cayera como la piel de una serpiente.
Cogió la caja de pañuelos que tenía a su lado, se levantó y caminó hacia ella. Olió su perfume. Algunas mujeres no sabían llevarlo. Ella sí.
Boyle le tendió la caja. La mujer se dio la vuelta: su rostro expresaba malhumor. Suavizó un poco el gesto cuando vio que él iba vestido con traje y corbata, y con zapatos bonitos. Él llevaba un anillo de casado y un Rolex. Parecía un profesional seguro de sí mismo. Alguien en quien se podía confiar.
– No quería molestarla -dijo Boyle-. Sólo pensé que le hacían falta. Yo ya he terminado una caja entera.
Tras pensárselo un momento ella cogió un pañuelo y se secó con cuidado los rabillos de los ojos, procurando no estropear el maquillaje. No le dio las gracias.
– ¿Tiene a alguien allí dentro? -preguntó ella, señalando hacia la UCI.
– A mi madre -dijo Boyle.
– ¿Qué tiene?
– Cáncer.
– ¿De qué?
– De páncreas.
– Mi padre tiene cáncer de pulmón.
– Lo siento -dijo Boyle-. ¿Fumaba?
– Dos cajetillas al día. Voy a dejarlo. Lo juro por Dios. -Se santiguó para dar más énfasis a su decisión- Disculpe, antes no quise ser grosera. Es sólo que… ¡Es esta maldita espera! Estoy harta de esperar que mi padre… ya sabe, se marche. Quizá parezca frío, pero está sufriendo tanto… Y luego está el tema de las esperas. A los médicos les encanta hacerte esperar. Ahora mismo aguardo a que su alteza me conceda audiencia.
– Sé a lo que se refiere. Ojalá tuviera más familia en la que apoyarme, pero soy hijo único, y mi padre murió hace años.
– Estamos en el mismo barco. Mi padre es mi familia. Cuando se vaya… -hizo una inspiración profunda para calmarse-, estaré sola.
– ¿No está casada?
– No tengo marido, ni novio, ni madre, ni hijos. Estoy sola.
Boyle pensó en la celda vacía del sótano y se preguntó si alguien echaría de menos a esta mujer en caso de que desapareciera. Nunca había capturado a ninguna tan guapa. Tenía el peso justo. Las más obesas duraban más en el sótano. Las delgadas no duraban, a menos que fueran muy jóvenes, como Carol.
– ¿Vive por aquí? -dijo Boyle-. Se lo pregunto porque me parece haberla visto por el barrio. Yo vivo al otro lado de la calle, en Beacon Hill.
– Soy de Weston, pero vengo mucho a Boston. Tengo amigos que viven en el Hill. ¿Cómo se llama?
– John Smith. ¿Y usted?
– Jennifer Montgomery.
– ¿Su padre no será Ted Montgomery, el agente inmobiliario? Posee un montón de edificios en mi barrio.
– No, tiene una empresa de perfumes.
A Boyle le costaría poco averiguar su nombre y su dirección.
Se abrieron las puertas de la UCI. Un médico salió por ellas, buscó con la mirada a Jennifer Montgomery y se dirigió hacia ella.
– Buena suerte -dijo Boyle, y cruzó al interior de la UCI antes de que se cerraran las puertas.
Boyle escrutó rápidamente el lugar: las cámaras de seguridad que apuntaban al mostrador, el equipamiento médico de la esquina que controlaba a todos los pacientes de la UCI. Al final del pasillo vio al agente, sentado en una silla, delante de la habitación que ocupaba Rachel. No le preocupaban las cámaras de seguridad. Cambiaría de aspecto la próxima vez que fuera por allí.
La enfermera del mostrador lo miró.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– ¿Podría darme una caja de kleenex? Mi prima está muy alterada.
– Por supuesto.
Cuando la enfermera se dio la vuelta para coger la caja de pañuelos, Boyle memorizó los nombres que constaban en la hoja de visitantes. Tendría que encontrar la manera de firmar sin dejar huellas.
Boyle le dio las gracias por los pañuelos.
– ¿En qué habitación está el señor Montgomery? Me gustaría dejarle unos vídeos mañana.
– Está en la habitación veintidós. Asegúrese de que son vídeos, no disponemos de reproductores de DVD.
Boyle comprobó dónde estaba ingresado Montgomery; su habitación estaba a tres puertas de distancia de la de Rachel. Perfecto.
Boyle salió de la UCI y recorrió el pasillo. Arrojó la caja de pañuelos en una papelera.
Mientras esperaba el ascensor pensó en Jennifer Montgomery. Era joven. Un dato relevante. Las jóvenes podían aguantar. Las mujeres de cuarenta y cincuenta no duraban mucho. No le gustaba llevárselas a casa, pero tenía que raptar a mujeres de cualquier edad, raza, color y talla para despistar a la policía. Era importante que la selección de las víctimas no siguiera un perfil definido. Boyle había estudiado el trabajo policial. Había muchos libros sobre esos temas; además, estaba internet. La información podía hallarse en cualquier parte.