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Después de aquel fin de semana, Boyle se despertó muchas veces a medianoche, sumido en los recuerdos del rato pasado con Marsha. En varias ocasiones se aventuró a salir: se apostaba frente a la ventana de su cuarto y la veía dormir, mientras imaginaba todas las cosas maravillosas que podría hacerle, sólo que esta vez ella estaría consciente. Era más emocionante cuando oponían resistencia. Pensó en la prostituta que Richard había asfixiado en el asiento trasero del coche. Aquélla no se había encomendado a Dios, ni había rogado por su vida; luchó con todas sus fuerzas y habría podido herir gravemente a Richard si Boyle no hubiera intervenido con aquella roca.

La voz de su abuela sacó a Boyle de su ensimismamiento.

– Daniel es problema tuyo, Cassandra. Eres tú quien tiene que decidir…

– Quiero que se vaya.

– Tuviste tu oportunidad -dijo la abuela-. Te hablé del médico suizo que nos habría librado de ese bastardo con una sencilla operación, pero tú te negaste en redondo porque querías chantajear…

– Lo que quería, madre, es que me protegieras. Papá se metió en mi cama, me puso las manos entre las…

– Ya me has castigado bastante, Cassandra, y no me negarás que le has sacado provecho a la situación. He atendido todas tus demandas. Te construí esta casa nueva, la llené con todo lo que pediste. Te he comprado coches caros… Te he concedido todos los caprichos, sin contar con la generosa suma de dinero que me exigiste. Ahora has dilapidado el dinero. Bien, pues no pienso darte más.

– Y tú pareces empeñada en olvidar que fue papá quien me dejó embarazada -dijo su madre-. Esa… cosa de ahí abajo es tu hijo, no el mío.

– Cassandra…

– Líbrate de él -dijo su madre-. O lo haré yo.

Días más tarde, su abuela abrió la puerta. Le dijo que se duchara y que se pusiera su mejor traje. Él lo hizo. Le dijo que subiera al coche. Lo hizo. Cuatro horas después, cuando ella aparcó delante de una academia militar especializada en tratar lo que llamaban «chicos problemáticos», le dijo que no llamara a casa con ningún pretexto. Su abuela correría con todos los gastos. Le dio un número privado para que llamara.

Boyle nunca lo usó. La única persona con la que habló fue la única con quien quería hablar: su primo Richard.

Durante los dos años en la Academia Mount Silver de Vermont, Boyle aprendió disciplina. Cuando se graduó, se alistó en el ejército. Fue allí donde aprendió a anteponer los planes y la organización al ansia secreta que ardía en su mente como una supernova. Tenía que aplicar aquella disciplina a la nueva situación.

A sus cuarenta y ocho años, Daniel Boyle entró en el cuarto contiguo y contempló el resplandor verde que emanaba de las seis pantallas del estante. La celda de Rachel Swanson estaba a oscuras. Las otras cinco estaban ocupadas. Carol Cranmore parecía estar despertando.

Capítulo 21

Sonó el móvil de Boyle. Era Richard. Boyle oía de fondo el ruido del tráfico. Richard llamaba desde una cabina. Siempre llamaba desde una cabina. Siempre andaba con mucho tiento.

– He estado pensando en Rachel -dijo Richard-. ¿Todavía conservas el Cok Commander de Slavick?

– Sí.

– Bien. Ahora escucha: quiero que lleves a Carol de regreso a Belham.

– No.

– Tenemos que librarnos de ella, Danny.

– No quiero.

– Vas a devolver a Carol a Belham.

– No.

– La llevarás al bosque y le pegarás un tiro en la nuca… Y asegúrate de que dejas el cuerpo bien visible. Quiero que la encuentren enseguida.

– Quiero mantenerla aquí -dijo Boyle.

– Después de matarla, quiero que dejes la sangre de Slavick por su ropa y debajo de sus uñas. La policía creerá que plantó cara a su asesino. Investigarán y descubrirán que la sangre pertenece a Slavick. Encajará con la sangre que dejaste en casa de Carol.

– Juguemos un poco con Carol. Ya sabes cómo se ponen las chicas cuando ven el sótano por primera vez.

– No podemos arriesgarnos. El sótano puede dejar demasiadas pruebas. No queremos que la policía encuentre nada que la relacione con Rachel.

– ¿Qué vamos a hacer con ella?

– Aún le estoy dando vueltas.

– Está en el Mass General. Sé cuál es su habitación.

– Hablaremos de eso cuando llegue. Estaré ahí en un par de horas.

– Espera, tengo que contarte algo -dijo Boyle-. Es acerca de Victor Grady.

– ¿Grady? ¿Qué pinta Grady ahora?

– ¿Recuerdas los nombres de las tres chicas que me vieron con Samantha Kent?

– Sé que dos están muertas.

– Me refiero a la pelirroja, Darby McCormick.

Richard no contestó.

– Es la adolescente que se dejó la mochila en el bosque -dijo Boyle-. Tú entraste en su casa y ella te fracturó el brazo con el martillo…

– Sé quién es.

– ¿Sabes que es investigadora forense del Laboratorio Criminalístico de Boston?

Richard no contestó.

– Está trabajando en el caso de Carol Cranmore -dijo Boyle.

– El caso Grady está cerrado.

– No me gusta la idea de que ande husmeando.

– Olvídate de Grady. Es un punto muerto. Prepara a Carol.

– Dejémosla aquí sólo por esta noche. Dame sólo una noche…

– Hazlo -dijo Richard, y colgó.

Boyle sólo necesitó un momento para organizarse.

Guardó el Colt Commander en la pistolera que llevaba bajo el chaleco. Dejó el silenciador y la munición en el bolsillo derecho del chaleco para tenerlos a mano. Tomó nota mental de hacerle un corte a Carol y recoger un poco de su sangre. Quería ponerla en casa de Slavick. Sería pan comido. Boyle disponía de un juego de llaves, tanto de la casa de Slavick como de su cobertizo.

Boyle estaba a punto de cerrar con llave el archivador cuando abrió el cajón y sacó la vieja máscara confeccionada con vendajes cosidos. Hacía años que no se la ponía. Sonriendo, Boyle se colocó la máscara en la cabeza y cogió la cuerda de la pared.

Capítulo 22

Carol Cranmore estaba sentada en la cama, cubierta con una manta de lana áspera que le provocaba escozor en la piel. No sabía cuánto tiempo llevaba despierta. Sabía que ya no llevaba puesta la camiseta de Tony. La ropa que vestía -leotardos ajustados y una camiseta ancha- olía a suavizante.

No recordaba haber sido desnudada. El único recuerdo que volvía una y otra vez a su mente era el de un extraño tapándole la boca con un trapo maloliente.

Carol se mesó los cabellos. «Esto no debería estar pasándome. Hoy debía estar en el colegio, había planeado comer con Tony y luego ir con Kari al centro comercial porque Abercrombie & Fitch está de rebajas y he ahorrado mucho dinero de los canguros porque soy buena persona no debería estar aquí oh Dios por qué me está pasando esto…»

El pánico parecía una ola monstruosa que se cernía sobre ella. Carol tomó aire, y el miedo y el terror entraron en ella, le subieron por la garganta, y salieron en forma de gritos que llenaron la oscura habitación: gritó hasta que la garganta se le quedó seca, gritó hasta que no le quedó nada.

La oscuridad no se desvaneció.

Carol cerró los ojos y le rezó a Dios; rezó con todas sus fuerzas. Abrió los ojos. La oscuridad seguía allí. Tenía que hacer pis. ¿Había algún retrete escondido en algún rincón de ese lóbrego cuartucho?

Carol bajó las piernas de la cama y su pie rozó algo que tenía un borde duro. Se agachó, recorrió la silueta del objeto con las manos. Era una bandeja que contenía un sandwich envuelto y una lata de soda. Quien la hubiera llevado hasta allí no sólo la había vestido antes de acostarla, sino que se había tomado la molestia de arroparla con una manta para asegurarse de que no pasaba frío, y le había dejado comida.

Carol se secó las lágrimas de la cara. Quitó el envoltorio y dio un mordisco al sándwich. Mantequilla de cacahuete y gelatina. Se lo tragó con ayuda de un trago de soda. Era Mountain Dew, su preferida.

Mientras comía, Carol se preguntó por un instante si el secuestrador podía ser su padre. No lo había visto nunca; ni siquiera sabía su nombre. Su madre se refería al hombre llamándolo «el donante», nada más.

Si su padre la había raptado -como sucedía tantas veces, según había visto en las noticias-, no la encerraría en una sala sin luz. No, no era su padre quien la había llevado allí. Era otra persona.

Carol apuró la Mountain Dew, preguntándose si habría algún interruptor en la pared.

A su espalda, la pared tenía la misma textura áspera del suelo, como si fuera papel de lija. Hormigón, seguramente. Pasó las manos por la pared situada junto a su cama y no consiguió encontrar un interruptor. Pero eso no significaba que no hubiera uno.

Carol recobró la calma. Bien, ahí estaba el final de la cama. Había dos opciones: derecha o izquierda. Decidió ir hacia la izquierda y empezó a mover las manos por la pared, contando los pasos mientras buscaba un interruptor. Al llegar a dieciocho se topó con el final de la pared. La única dirección posible era hacia la izquierda.

Nueve pasos; su barbilla dio con algo duro. Se agachó y notó una superficie fresca y lisa. Siguió pasando sus manos por la zona curvilínea, notó agua y supo de qué se trataba: un retrete. Bien. Quería hacer pis, pero eso podía esperar. Era mejor seguir explorando.

A los diez pasos se topó con un lavamanos.

Ocho pasos más y sus manos chocaron con los mandos de una ducha. Giró el grifo con cuidado, oyó cómo el agua recorría la tubería y notó cómo le mojaba la cabeza y la cara. Estaba encerrada en un cuarto pequeño y frío, provisto de una cama, un retrete, un lavamanos y una ducha.

Tenía que haber algún interruptor cerca. Su secuestrador no pretendería tenerla sumida en la oscuridad a todas horas, ¿no? «Por favor, Dios, por favor, que encuentre un interruptor.»

Dio seis pasos y llegó al final de la pared. Diez pasos más. La pared giraba a la izquierda y Carol la siguió con las manos, contando: uno, dos, tres, cuatro… Espera: allí había algo duro, áspero y frío. Metálico. Siguió moviendo las manos por el metal, arriba, abajo, de un lado a otro.

Era una puerta, pero no se parecía a ninguna que ella hubiera visto nunca. Aquélla era muy ancha y estaba hecha de acero. No tenía pomo ni palanca. Tony sabría lo que era si estuviera allí. Cuando su padre no estaba borracho, era contratista de obras, y muy bueno…

Tony. ¿Lo habrían llevado también allí?

– ¿Tony? Tony, ¿dónde estás?

Carol permaneció inmóvil en la fría oscuridad, esforzándose por oír algo que no fuera el brutal latido de sus sienes.

Una voz gritó desde lejos; parecía amortiguada, como si viajara por debajo del agua.

Carol volvió a gritar el nombre de Tony, tan fuerte como pudo, y apoyó la oreja contra el metal frío. Alguien intentaba responderle. Había una persona allí, pero la voz estaba demasiado lejos.

Una idea fue abriéndose paso hacia la superficie de la mente de Carol, sorprendiéndola: era código Morse. Había leído al respecto en la clase de historia. No conocía el código Morse, pero sabía lo suficiente para comunicar algo con él.

Carol golpeó la puerta dos veces. Escuchó.

Nada.

«Vuelve a intentarlo.» Dos golpes más. «Escucha.»

Se oyeron dos golpes: la respuesta, débil pero clara.

Un panel interno de la puerta dejó entrever una luz tenue. Al otro lado, mirándola, había una cara cubierta de vendajes sucios. Los ojos estaban ocultos detrás de trozos de ropa negra.

Carol cayó de espaldas hacia la oscuridad y gritó al ver cómo la puerta se iba abriendo, lentamente.