Выбрать главу

Carol se secó las lágrimas de la cara. Quitó el envoltorio y dio un mordisco al sándwich. Mantequilla de cacahuete y gelatina. Se lo tragó con ayuda de un trago de soda. Era Mountain Dew, su preferida.

Mientras comía, Carol se preguntó por un instante si el secuestrador podía ser su padre. No lo había visto nunca; ni siquiera sabía su nombre. Su madre se refería al hombre llamándolo «el donante», nada más.

Si su padre la había raptado -como sucedía tantas veces, según había visto en las noticias-, no la encerraría en una sala sin luz. No, no era su padre quien la había llevado allí. Era otra persona.

Carol apuró la Mountain Dew, preguntándose si habría algún interruptor en la pared.

A su espalda, la pared tenía la misma textura áspera del suelo, como si fuera papel de lija. Hormigón, seguramente. Pasó las manos por la pared situada junto a su cama y no consiguió encontrar un interruptor. Pero eso no significaba que no hubiera uno.

Carol recobró la calma. Bien, ahí estaba el final de la cama. Había dos opciones: derecha o izquierda. Decidió ir hacia la izquierda y empezó a mover las manos por la pared, contando los pasos mientras buscaba un interruptor. Al llegar a dieciocho se topó con el final de la pared. La única dirección posible era hacia la izquierda.

Nueve pasos; su barbilla dio con algo duro. Se agachó y notó una superficie fresca y lisa. Siguió pasando sus manos por la zona curvilínea, notó agua y supo de qué se trataba: un retrete. Bien. Quería hacer pis, pero eso podía esperar. Era mejor seguir explorando.

A los diez pasos se topó con un lavamanos.

Ocho pasos más y sus manos chocaron con los mandos de una ducha. Giró el grifo con cuidado, oyó cómo el agua recorría la tubería y notó cómo le mojaba la cabeza y la cara. Estaba encerrada en un cuarto pequeño y frío, provisto de una cama, un retrete, un lavamanos y una ducha.

Tenía que haber algún interruptor cerca. Su secuestrador no pretendería tenerla sumida en la oscuridad a todas horas, ¿no? «Por favor, Dios, por favor, que encuentre un interruptor.»

Dio seis pasos y llegó al final de la pared. Diez pasos más. La pared giraba a la izquierda y Carol la siguió con las manos, contando: uno, dos, tres, cuatro… Espera: allí había algo duro, áspero y frío. Metálico. Siguió moviendo las manos por el metal, arriba, abajo, de un lado a otro.

Era una puerta, pero no se parecía a ninguna que ella hubiera visto nunca. Aquélla era muy ancha y estaba hecha de acero. No tenía pomo ni palanca. Tony sabría lo que era si estuviera allí. Cuando su padre no estaba borracho, era contratista de obras, y muy bueno…

Tony. ¿Lo habrían llevado también allí?

– ¿Tony? Tony, ¿dónde estás?

Carol permaneció inmóvil en la fría oscuridad, esforzándose por oír algo que no fuera el brutal latido de sus sienes.

Una voz gritó desde lejos; parecía amortiguada, como si viajara por debajo del agua.

Carol volvió a gritar el nombre de Tony, tan fuerte como pudo, y apoyó la oreja contra el metal frío. Alguien intentaba responderle. Había una persona allí, pero la voz estaba demasiado lejos.

Una idea fue abriéndose paso hacia la superficie de la mente de Carol, sorprendiéndola: era código Morse. Había leído al respecto en la clase de historia. No conocía el código Morse, pero sabía lo suficiente para comunicar algo con él.

Carol golpeó la puerta dos veces. Escuchó.

Nada.

«Vuelve a intentarlo.» Dos golpes más. «Escucha.»

Se oyeron dos golpes: la respuesta, débil pero clara.

Un panel interno de la puerta dejó entrever una luz tenue. Al otro lado, mirándola, había una cara cubierta de vendajes sucios. Los ojos estaban ocultos detrás de trozos de ropa negra.

Carol cayó de espaldas hacia la oscuridad y gritó al ver cómo la puerta se iba abriendo, lentamente.

Capítulo 23

Boyle estaba a punto de entrar en la celda de Carol, pistola en mano, cuando su madre le habló por primera vez en años.

«No tienes por qué matarla, Daniel. Puedo ayudarte.»

Boyle notaba su propio aliento, caliente y rancio, por debajo de la máscara. Carol estaba acurrucada debajo de la cama y le suplicaba que no le hiciera daño. El no quería perder a Caroclass="underline" nunca quería desprenderse de ninguna; no después de tanto esfuerzo, de tantos planes trazados.

«Puedes quedarte con ella, Daniel. Puedes quedarte con todas.»

«¿Cómo?»

«¿Por qué iba a decírtelo? ¿Después de lo que me hicisteis Richard y tú cuando volviste a casa? Te guardé el secreto durante muchos años y ¿cómo me lo pagaste? Enterrándome viva en el bosque. Entonces te advertí que nunca te librarías de mí, y tenía razón. Has matado a todas esas mujeres que te recordaban a mí, pero sigo contigo. Siempre estaré a tu lado, Daniel. Quizá deje que venga la policía y se te lleve.»

«No me encontrarán. Todas las pistas conducen a Earl Slavick. Ya he grabado las fotos en su disco duro. He impreso los mapas desde su ordenador para que el FBI pueda conectarlos con él. Una sola llamada es suficiente para llevarles hasta la puerta de su casa.»

«Pero eso no resuelve el problema de Rachel, ¿no crees?»

«Rachel no sabe nada. No…»

«Ella consiguió entrar en tu despacho, ¿no te acuerdas? Registró el archivador. ¿Quién sabe lo que encontró allí?»

«Nunca me vio la cara. Y tengo la sangre de Slavick. Entré en su casa con la ayuda de una copia de sus llaves, lo dejé inconsciente con el trapo empapado en cloroformo mientras estaba en la cama y le saqué sangre, y arranqué las fibras de color tostado de la alfombra de su dormitorio…»

«Eres muy listo, Daniel, pero cometiste un error con Rachel. Ella fue más lista que tú, y cuando despierte, y sabes que lo hará, le contará a la policía todo lo que sabe, y ellos vendrán y te encerrarán para siempre. Pasarás el resto de tus días encerrado en una celda pequeña y oscura.»

«No permitiré que eso suceda. Antes prefiero suicidarme.»

«No tienes que matar a Carol, pero sí a Rachel. Hay que acabar con ella antes de que despierte. Sé cómo resolver el problema de Rachel. ¿Quieres que te lo diga?»

«Sí.»

«¿Sí, qué?»

«Sí, por favor. Por favor, ayúdame.»

«¿Harás lo que te diga?»

«Sí.»

«Cierra la puerta.»

Boyle obedeció.

«Vuelve al despacho.»

Boyle lo hizo.

«Siéntate. Buen chico. Voy a decirte lo que tienes que hacer…»

Boyle escuchó las instrucciones de su madre. No formuló ninguna pregunta porque sabía que ella tenía razón. Su madre siempre tenía razón.

Cuando ella hubo terminado, Boyle se puso de pie y recorrió la estancia, deteniéndose varias veces para mirar el teléfono. Quería llamar a Richard, pero éste le había dado órdenes estrictas de no llamarlo nunca al móvil. Aunque Boyle sabía que debía esperar a que llegara Richard para ponerlo en antecedentes del plan, la impaciencia lo consumía. Estaba demasiado nervioso. Tenía que hablar con Richard ya.

Boyle descolgó el teléfono y marcó el número del móvil de Richard. Éste no contestó. Boyle colgó y volvió a marcar de nuevo. Richard contestó al cuarto timbrazo. Estaba enfadado.

– Te he dicho mil veces que no llames a este número…

– Necesito hablar contigo -dijo Boyle-. Es importante.

– Luego te llamo.

La espera fue insoportable. Boyle esperó a que sonara el teléfono, sentado en la mecedora, sin dejar de moverse. La llamada se produjo veinte minutos más tarde.

– Podemos relacionar a Rachel con Slavick -dijo Boyle.

– ¿Cómo?

– Slavick es miembro de la Hermandad Aria. Cuando vivía en Arkansas, en la finca de la Mano del Señor, intentó secuestrar a una chica de dieciocho años pero fracasó. Si ella hubiera podido señalarlo en la rueda de reconocimiento habría ido a dar con sus huesos en la cárcel. También se entrenó en sus campos de tiro, trabajó en su tienda de armas. Y puso bombas en iglesias de barrios negros y sinagogas.