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– No me estás diciendo nada que yo no sepa.

– Slavick está organizando su propio movimiento aquí, en New Hampshire -dijo Boyle-. He estado en sus instalaciones. Tiene el cobertizo lleno de bombas, y en el sótano hay un montón de explosivos plásticos de fabricación casera. Podemos usarlos para distraer la atención y llegar hasta Rachel.

– ¿Quieres hacer estallar una bomba en el hospital?

– La explosión de una bomba provoca un caos inmediato. La gente creerá que se trata de un ataque terrorista: revivirán el once de septiembre. Mientras todos huyen despavoridos, nadie nos prestará atención. Uno de nosotros puede entrar en la habitación de Rachel, introducirle aire en el catéter y provocarle un infarto instantáneo. Parecerá que ha muerto por causas naturales.

Richard no contestó. Bien, eso era señal de que se lo estaba pensando.

– La bomba en el hospital no sólo nos servirá para matar a Rachel, también atraerá antes al FBI -prosiguió Boyle-. Cuando se contraste el ADN de Slavick en el CODIS, el FBI se presentará allí con la velocidad del rayo para ocuparse del caso.

– En eso llevas razón. Si la identidad de Slavick salta a la prensa, los federales tendrán que enfrentarse a una pesadilla mediática. ¿Dónde está Slavick ahora? ¿En casa?

– Se ha ido a pasar el fin de semana a Vermont, para entrevistar a miembros potenciales del movimiento -respondió Boyle-. Lleva el GPS instalado en su Porsche. Puedo localizártelo en un instante si es lo que quieres.

– Si llevamos esto a cabo tienes que actuar con rapidez.

– Es hora de que me mueva de todos modos. He estado considerando la posibilidad de volver a California.

– No puedes volver a Los Ángeles. Aún te están buscando.

– Pensaba en La Jolla, en algún lugar del norte. Podríamos aprovechar la ocasión para librarnos de Darby McCormick. Hacer que parezca un accidente. Se me han ocurrido varias ideas.

– Hablaremos de ello cuando llegue.

– ¿Y qué hago con Carol? ¿Puedo quedarme con ella?

– Por el momento, pero no la saques de la celda. Aún no.

– Te espero -dijo Boyle-. Podemos jugar con ella juntos.

Capítulo 24

Darby había montado una especie de despacho en su antigua habitación. Había sustituido la cama por la mesa del estudio de su padre, que había colocado mirando hacia las dos ventanas que daban al patio delantero.

Antes de salir del trabajo fotocopió los informes de las pruebas y las fotos. Enganchó las fotos en el tablero que tenía delante de la mesa y luego se apoltronó en una silla, enfrascada en el archivo de pruebas.

Durante un rato percibió todos los sonidos: el tictac del reloj de su abuelo que estaba en la planta baja y el leve ronquido de su madre procedente de su dormitorio, al otro lado del pasillo. Luego se concentró en el informe.

Dos horas más tarde, con la cabeza embotada por la ingente cantidad de datos, miró el reloj: eran casi las once. Decidió tomarse un descanso y bajó a prepararse una taza de té.

Las cajas llenas de ropa seguían junto a la puerta. La visión del suéter rosa disparó un nuevo recuerdo: ella sola en casa, con quince años, durante el fin de semana que siguió al entierro de su padre, aspirando el aroma a puros que se desprendía de uno de sus chalecos.

Darby sacó el suéter de debajo de unos tejanos rotos y se sentó en el suelo. El zumbido de la nevera llenaba la cocina. Palpó la lana. Pronto eso sería lo único que le quedaría de su madre: su ropa, restos de perfume, recuerdos congelados en fotos.

Darby posó la mirada en el lugar donde había visto a Melanie rogando clemencia. Miró la pared, la capa de pintura que ocultaba la sangre de Stacey. Victor Grady estaba encerrado en estas paredes, ahora y para siempre, junto con los recuerdos de su padre. Darby no comprendía cómo Sheila podía seguir moviéndose por esas habitaciones un día tras otro, con esos dos fantasmas totalmente opuestos pero igual de poderosos flotando en el ambiente.

Pasó un coche a toda velocidad, la música de rap resonaba por los altavoces.

Darby se percató de que se había incorporado. Con manos temblorosas se agachó para recoger el suéter. Sudaba, pero no sabía por qué.

Era casi medianoche. Lo mejor sería dormir un poco. A primera hora de la mañana tenía previsto ir con Coop a casa de los Cranmore. Una nueva visita con ojos frescos y descansados podía proporcionarle algún dato que antes le hubiera pasado desapercibido.

Ya en el cuarto de su madre, Darby se tumbó en la butaca reclinable, fría al tacto. Cuando por fin la venció el sueño, soñó con una casa llena de laberintos y oscuros corredores, llena de estancias y de puertas que se abrían hacia abismos negros.

Carol Cranmore también soñaba.

Su madre estaba en la puerta de su cuarto y le decía que era hora de levantarse para ir al colegio. Carol aún veía la sonrisa en la cara de su madre cuando sus ojos se abrieron en la tenebrosa oscuridad. Notó la áspera manta que la cubría, y entonces recordó dónde estaba y qué le había sucedido.

La asaltó el pánico, pero, por extraño que pareciera, fue sólo un instante. Lo más raro era que seguía teniendo sueño. No se sentía tan fatigada desde el verano, concretamente desde la fiesta de cumpleaños de Stan Petrie, en Falmouth, que había durado todo un fin de semana. Se habían pasado toda la noche bebiendo y dedicaron el día a jugar al fútbol en la playa.

Carol volvió a preguntarse por la comida. ¿La habrían drogado? El sándwich le había dejado un sabor a tiza en la boca -ya sabía raro mientras lo comía- y un rato después, cuando el hombre de la máscara cerró la puerta, la invadió un cansancio terrible que la pilló por sorpresa. No podía estar cansada. El miedo debía mantenerla despierta, pero apenas podía mantener los ojos abiertos. Y se moría de ganas de mear. De nuevo.

Se arrastró desde debajo de la cama, se puso de pie y extendió la mano derecha para palpar la pared. Ahí estaba. ¿Cuántos pasos le faltaban hasta el final de la pared? ¿Ocho? ¿Diez? Se tambaleó, parpadeando. Así debían de sentirse los ciegos: los ojos abiertos ante una negrura sin fin.

Encontró el retrete y se sentó. Sin motivo aparente, vio la mesa de su cuarto, la fea vista de la calle y de los árboles, cuyas preciosas hojas se habían vuelto doradas, rojas y luego amarillas. Se preguntó qué hora sería, si era de día o de noche. ¿Seguiría lloviendo?

Tras tirar de la cadena Carol se sintió mejor. Despierta. Ahora tenía que lidiar con el miedo.

Era consciente de que debía trazar un plan. El hombre que la había llevado allí volvería a por ella. No podía enfrentarse a él con las manos desnudas. Quizás en aquel lugar hubiera algo que le resultara útil. ¡La cama! La cama estaba hecha a base de barras de acero. Tal vez podía intentar desmontarla, usar una de las barras para golpearlo en la cabeza y dejarlo inconsciente.

Carol se abrió paso en la oscuridad, pensando en la persona que estaba atrapada allí con ella. Rezaba para que fuera Tony. Tal vez estuviera despierto, deambulando por su cuarto, buscando algo con lo que defenderse…

Carol se golpeó la cabeza contra algo sólido y profirió un grito mientras retrocedía, tambaleándose, casi a punto de caer.

No era una pared. Definitivamente no: una superficie dura y plana le habría dado una sensación distinta. ¿Qué era? Tampoco podía tratarse del lavabo. Esto era nuevo y diferente. ¿Qué? Fuera lo que fuese, le obstaculizaba el paso.

Una lucecita gris brilló en la oscuridad, justo frente a ella. El hombre de la máscara estaba ahí, con una cámara en las manos. Se disparó el flash: la luz blanca la deslumbró. Le cegó los ojos. Carol dio un paso atrás, tropezó con el lavabo y cayó al suelo.