Otro fogonazo.
Carol se arrastró. Brillantes puntos de luz bailaban frente a sus ojos. Otro fogonazo; se golpeó la cabeza contra el rincón. Estaba atrapada.
Capítulo 25
Darby se montó en el coche cuando aún no había amanecido.
Media docena de agentes se ocupaban de reorientar el tráfico de Coolidge Road con el fin de ceder el paso al creciente número de coches patrulla, vehículos de la policía sin identificar y camionetas de prensa que atestaban las calles cercanas a la casa de Carol Cranmore. Había varios grupos de voluntarios, dispuestos a empapelar el barrio con carteles en los que aparecía la foto de Carol.
Darby posó su atención en los grupos de búsqueda con perros adiestrados. Verlos allí fue toda una sorpresa, ya que los recortes presupuestarios los habían eliminado de los casos de secuestro o personas desaparecidas.
– Me pregunto quién paga la cuenta de los perros -dijo Coop.
– Apuesto a que se trata de la fundación Sarah Sullivan.
Sarah Sullivan era una chica de Belham que fue secuestrada años atrás. Su padre, Mike Sullivan, constructor local, había creado una fundación para cubrir los gastos adicionales que surgieran en la investigación de personas desaparecidas.
Darby tuvo que esperar a que los polis apartaran las vallas. Nada más doblar la esquina, una nube de periodistas y cámaras de televisión vieron el vehículo del Laboratorio Forense y cayeron sobre ellos, asaeteándolos a preguntas.
Cuando por fin lograron llegar a la casa a Darby le zumbaban los oídos. Darby cerró la puerta y dejó el maletín en la sala de la planta baja. El acre olor a sangre se intensificó a medida que subía la escalera.
El dormitorio de Dianne estaba tan limpio y ordenado como la noche anterior. Uno de los cajones de la cómoda estaba entreabierto, al igual que la puerta del armario. En el suelo había una caja de seguridad, uno de esos modelos portátiles resistentes al fuego que se usaban para guardar documentos de valor.
La madre de Carol debía de haber subido para recoger algo de ropa mientras la casa seguía bajo custodia policial. Darby se recordó a sí misma, en su propio cuarto, metiendo cuatro prendas en una maleta para sobrevivir a su estancia en el motel mientras un inspector la vigilaba desde la puerta.
Darby entró en el cuarto de Carol. Una luz dorada, de amanecer reciente, penetraba por la ventana. Miró las superficies cubiertas de polvo para tomar huellas; hizo un esfuerzo por alejar de su mente los ladridos de los perros y las preguntas de los reporteros que resonaban por encima de los constantes cláxones procedentes de Coolidge Road.
– ¿Qué estamos buscando exactamente? -preguntó Coop.
– No lo sé.
– Bien. Eso nos facilitará mucho la tarea.
La ropa de la joven estaba colgada en perchas metálicas dentro del armario. Varias camisas y pantalones llevaban la clase de etiquetas que suelen usarse en las tiendas de gangas y mercadillos. Los zapatos y las zapatillas deportivas estaban dispuestos en dos filas ordenadas: las zapatillas y sandalias de verano en la parte de atrás; y, en la hilera de delante, las botas y los zapatos de invierno.
La ventana que había sobre la mesa daba a la valla de metal y al patio de la casa vecina; una cuerda de tender se extendía desde el porche trasero hasta uno de los árboles. Por debajo, en los frondosos arbustos, se veía una escalera de madera, medio enterrada en la maleza. Darby se preguntó qué habría pensado Carol de esta vista, cómo conseguía neutralizarla para no deprimirse.
La mesa estaba limpia y ordenada. Una serie de lápices de colores estaban dispuestos en tarros de vidrio. El cajón del centro contenía un dibujo al carboncillo bastante pasable de su novio leyendo un libro en la butaca marrón de la planta baja. Carol había dejado la cinta adhesiva en el dibujo.
El archivador que había debajo del cajón contenía recortes de periódicos y revistas relacionados con biografías de mujeres triunfadoras. Carol había subrayado varias citas con rotulador rojo y realizado anotaciones en los márgenes del estilo «importante» y «recuerda esto». En la parte interior de la carpeta, escrita en tinta negra, había una cita: «Detrás de cada mujer célebre está ella misma».
Había otra carpeta donde guardaba artículos sobre trucos de belleza. La sección marcada con el nombre de «Ejercicio» estaba dedicada a las dietas. Para inspirarse, Carol había pegado en ella la foto de una famosilla casi anoréxica que llevaba unas enormes y redondas gafas de sol.
– Esto es muy divertido, pero creo que no te soy de mucha ayuda. Voy a echar otro vistazo a la cocina. Si encuentras algo, llámame.
La cama de Carol seguía deshecha y revuelta. Darby se sentó en el colchón y miró por la ventana hacia las cámaras de televisión apostadas en el exterior. Se preguntó si el secuestrador de Carol andaría por allí.
¿Qué buscaba exactamente?
¿Qué rasgo común unía a Carol Cranmore con el resto de mujeres desaparecidas?
Tanto Carol como Terry Mastrangelo eran, desde el punto de vista físico, de lo más normal. En la foto de Terry, Darby había observado aquellos ojos de cansancio tan típicos de las madres solteras. Carol tenía cinco años menos, estudiaba el último curso en el instituto. Era la más guapa de las dos: tenía la barbilla afilada y grandes ojos azules que contrastaban con su piel pálida y pecosa.
No, no era atracción física; Darby estaba segura de esto. El rasgo que compartían ambas mujeres se hallaba más allá de la superficie, era algo invisible.
El problema era que Darby sólo conocía a Carol a través de las fotos enmarcadas del pasillo y de las pruebas guardadas en bolsas. Y en cuanto a Terry Mastrangelo, no la conocía en absoluto. En ese momento las dos mujeres sólo eran imágenes congeladas en fotos.
Terry Mastrangelo era madre soltera. Dianne Cranmore también. ¿Era Carol el auténtico objetivo?
Dianne Cranmore tenía diez años más que Terry, pero la edad no parecía ser un factor relevante en el proceso de selección del secuestrador. Darby seguía dándole vueltas a la idea; se levantó y se dirigió a la habitación de la madre.
Dianne se había gastado mucho dinero en el edredón y en las sábanas. Tenía algunas joyas decentes, pero nada que mereciera la pena robar. El armario estaba lleno de ropa usada. Daba la sensación de que prefería reservar el dinero para los zapatos, bastante más bonitos.
Al otro lado de la cama había una librería barata con fotos de Carol cuando era bebé; dos estantes llenos de novelas románticas de bolsillo compradas en tiendas de saldos. Los libros y adornos del estante inferior estaban cubiertos de polvo… Todos excepto los tres álbumes de fotos encuadernados en piel negra. Alguien los había movido.
¿Habría sido Dianne? Si lo hizo, ¿por qué los había devuelto a su sitio? Tal vez quisiera otra foto de Carol, la que aparecía ahora impresa en los carteles.
Darby se puso unos guantes de látex y se agachó para examinar el estante.
Debajo del estante, en el rincón donde podía pasar más desapercibida, había una cajita de plástico negro del tamaño de un terrón de azúcar. De ella sobresalía una antena, de apenas un centímetro de longitud.
Un micrófono.
Darby sacó una linterna del bolsillo, se tumbó de espaldas y examinó la cajita negra. Estaba sujeta a la madera por una cinta de velcro. No llevaba cables, así que lo más probable era que funcionara con pilas.
Había aparatos en el mercado que podían apagarse y encenderse a distancia para ahorrar pilas; algunos se activaban mediante la voz. Todos poseían distintas ondas transmisoras. En su caso, necesitaba saber las características de éste en concreto.
Darby examinó el modelo, intentando encontrar el nombre del fabricante y el número de serie. Sin éxito. Probablemente el nombre del fabricante estuviera en uno de los lados adheridos a la madera o en la parte trasera. Si quería averiguarlo, tendría que quitar el velcro. No había otra forma de hacerlo.