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– Esa es una buena noticia.

– Sí.

– Pues no te veo muy animada… ¿Por qué?

– Si no sale bien, es probable que la mate.

– Eso escapa de tu control.

– Lo sé, pero he presionado para llevar adelante ese plan que tenemos previsto ejecutar mañana. Ahora me pregunto si me habré equivocado.

– Lo que quieres es que alguien te asegure que va a funcionar.

– Me huelo una reprimenda.

– Siempre has sido así, desde el día en que naciste. Tenías que controlarlo todo.

– ¿Y quién dice que he cambiado?

Sheila sonrió.

– Ahora eres una persona responsable… y lista. Muy lista. No lo olvides.

– La persona que buscamos es más lista aún. Lleva mucho tiempo haciendo esto. Además, podría haber más mujeres aparte de Carol. Quizá sigan vivas. Si no lo capturamos mañana, podría matarlas.

Su madre parpadeó y cerró los ojos.

– Prométeme una cosa.

– Sí, mamá, seguiré virgen hasta el matrimonio…

– Además de eso -dijo Sheila-. Prométeme que no te culparás si algo sale mal. No puedes culparte por cosas que no está en tu mano controlar.

– Parece un buen consejo. -Darby besó a su madre en la frente y se levantó-. Creo que probaré cómo está ese revuelto. ¿Quieres algo más?

– ¿Puedes traerme un caramelo? Tengo la boca tan seca…

Cuando Darby volvió, su madre ya dormía. Le tomó el pulso. Seguía allí.

Se dirigió al cuarto de invitados e intentó leer el informe del caso, pero lo único que veía eran las fotos de Carol Cranmore: Carol caminando por aquella celda oscura, con las manos extendidas; Carol chocando contra un muro, cautiva, aterrada.

Darby cerró el informe y se llevó el walkman a la butaca. Escuchó la conversación con Rachel Swanson, con la mirada fija en la ventana, en los árboles que temblaban con el viento bajo el cielo oscuro. Carol Cranmore estaba allí fuera, empapada en oscuridad y miedo.

«Aguanta, Carol. Lucha y aguanta.»

Darby pensó en los micrófonos y sintió que una llama de esperanza prendía en su interior. Era pequeña, pero suficiente. Apagó el reproductor, se arropó con la manta e intentó conciliar el sueño.

Capítulo 38

Carol Cranmore yacía acurrucada en el suelo frío, debajo de la cama, intentando darse calor con la manta. Había dejado de temblar, pero el corazón seguía latiéndole con fuerza.

El hombre de la máscara no le había hecho daño. La había cogido del pelo, le había dicho que dejara de resistirse y que cerrara la boca; en caso contrario, no le permitiría hablar con su madre.

Él se había colocado a su espalda; ella había notado algo afilado en la garganta. Un cuchillo, le dijo; le comunicó lo que tenía que decir y luego hizo que se lo repitiera. Ella obedeció. Luego le ordenó que volviera a repetir esas palabras, esta vez ante una grabadora.

Carol todavía hablaba cuando saltó la cinta. Él apartó el cuchillo y le dijo que se tumbara en el suelo, boca abajo. Lo hizo. Que cerrara los ojos. Lo hizo. La puerta se abrió y se cerró, el golpe resonó en su pecho. Oyó el ruido de la llave; volvía a estar sola, atrapada en aquella horrible oscuridad.

En algún momento se durmió. Se sentía mareada, la manta estaba húmeda de saliva. Pensó en el bocadillo que se había comido hacía un rato. Le había dejado un gusto raro en el paladar. ¿Estaba drogado? ¿Por qué el hombre de la máscara querría drogaría y hacerla dormir?

¿Y por qué había tomado esas fotos? ¿Planeaba enviárselas a su madre junto con la cinta y pedir una recompensa? No tenía sentido. En las películas y series de televisión raptaban a gente rica. Con sólo echar un vistazo a su barrio ya habría podido saber que allí no vivía nadie con dinero. Entonces, ¿para qué quería esas fotos?

Carol lo ignoraba, pero estaba segura de una cosa: el hombre de la máscara volvería a por ella, y esa vez quizá le haría daño. Quizá la matara. ¿Cómo iba a defenderse?

¿Había algo en aquel cuarto que pudiera usar?

Pasó los dedos por el borde de la cama y notó la áspera tela de poliéster que envolvía el armazón de metal. ¿Había alguna forma de desarmar aquellos tubos de metal? Sacudió con fuerza la cama, pero ésta no cedió. ¿Por qué no se movía?

Sus dedos palparon las tuercas y los tornillos que clavaban la cama al suelo. La cama estaba inmóvil, firmemente asentada en el suelo.

Carol se pasó media hora intentando partir un trozo de metal. Sin suerte.

El corazón le latía con fuerza debido al esfuerzo; la invadió otra oleada de miedo, un escalofrío que le recorría la piel. Apartó a un lado el terror que sentía. Tenía que mantener la mente lúcida. Tenía que pensar. «¿Qué más hay aquí?»

Carol repasó mentalmente el habitáculo: ducha, lavabo, retrete y cama. Necesitaba un instrumento afilado, algo que pudiera usar para apuñalarlo…

El retrete. En una ocasión había ayudado a uno de los novios de su madre a cambiar un pedazo de plástico que había en la cisterna, y recordaba los elementos que había visto: la palanca y el dispositivo. Ambos eran de metal. A continuación del dispositivo había una larga pieza de metal de extremo afilado. Podía usarla como arma. Podía clavársela, pero no le haría daño.

Podía clavársela en los ojos. A ver si la encontraba a ciegas.

Carol avanzó a tientas hasta el retrete. Se golpeó el tobillo con él, se agachó y palpó el asiento. Deslizó los dedos hasta la cisterna. No había cisterna: sólo frías tuberías de metal que goteaban.

El pánico se apoderó de ella. La voz de su cabeza, la misma que tanto se parecía a la de su madre, la reprendió para que alejara esos funestos pensamientos, para que se calmara y pensara con claridad.

Carol no quería pensar. Recorrió, tambaleante, la sala hasta dar con la puerta de acero.

– Tony, ¿me oyes? -Golpeó la puerta con los nudillos-. ¡Tony! ¿Estás ahí? ¡Contéstame!

Un ruido insistente, similar al del timbre de un colegio, la sobresaltó.

La puerta se abría. Crac-crac-crac.

Carol corrió hacia la cama y se escondió debajo, con la manta enrollada en la mano, como si fuera una cuerda, preparada para amortiguar el impacto si él la atacaba con un arma afilada.

El hombre de la máscara no entró.

Carol contempló una débil luz procedente del exterior. En el suelo, a unos tres metros de la puerta, había una botella de agua y un bocadillo envuelto en film transparente.

¿Estaba escondido en el rincón?

Carol no distinguía ninguna sombra en el suelo. Tal vez él estuviera a una distancia prudencial de la puerta, esperando a que ella se decidiera a salir. ¿Esperaba que saliera a coger la comida? Si daba un paso, ¿caería sobre ella el hombre de la máscara?

– ¿Hola?

No era la voz de Tony; era una voz de mujer, débil pero clara.

– ¿Alguien puede oírme? -preguntó la mujer.

– Te oigo -dijo Carol. Se secó las lágrimas de los ojos y observó la puerta, alerta, dispuesta a luchar-. Me llamo Carol. Carol Cranmore. ¿Dónde estás? ¿Quién eres?

– Soy Marci Wade. Estoy en mi cuarto.

– No salgas -gritó otra mujer.

¿Cuánta gente había allí con ella?

El timbre sonó de nuevo. La puerta se cerraba.

Y entonces empezaron los gritos.

Capítulo 39

Darby empezó la mañana en la comisaría de Belham. Eran las seis en punto. Coop y ella estaban al fondo de la gran sala de juntas. Había ejemplares del Herald por todas partes.

Carol Cranmore ocupaba la portada: «¿Dónde está? La policía sigue la pista de un asesino demente.»

Darby ya había leído el artículo. No es que contuviera mucha información, más bien conjeturas dispuestas aquí y allá entre multitud de fotos. Un fotógrafo había captado la imagen de Dianne Cranmore derrumbada en las escaleras del porche de su casa, las manos tensas en el aire.