– Casi dos semanas. Al final han escogido nombre para mi sobrino. Fabrice.
– ¿Le van a poner el nombre de un ambientador?
– No, eso es Febreze. He dicho Fabrice. Es francés, como su marido.
– Pobre crío, será mejor que nazca con un par de cojones.
– Dímelo a mí -replicó Coop-. Brandy me dijo que el nombre sonaba moderno y con estilo.
– ¿Brandy?
– La chica con la que salgo ahora. Está estudiando cosmética. Cuando se gradúe, quiere irse a Nueva York y dedicarse a poner nombre a los pintalabios.
– ¿Qué significa eso? ¿Nombres de pintalabios?
– Las compañías cosméticas no pueden usar nombres como rosa y azul. Tienen que encontrar otros más sugerentes, que vendan, como rosa dulce o lavanda fresca. Esos nombres son suyos, por cierto.
– Vaya, no me cabe duda de que es la más lista de todas tus novias.
Las líneas de la pantalla del portátil empezaron a vibrar.
– Los dispositivos de escucha están en marcha -dijo el técnico del FBI.
Darby se agarró al borde del asiento. La furgoneta se puso en movimiento.
Capítulo 42
Los servicios del hospital olían a lejía. Boyle estaba solo. Entró en el último retrete del extremo izquierdo. Ya se había despojado de la cazadora y la gorra de FedEx. La mochila vacía, que llevaba colgada a la espalda, estaba ahora en el suelo.
Boyle llevaba un atuendo verde de cirujano debajo de la ropa. Se cambió las botas por unas zapatillas deportivas. Después de atarse una badana a la cabeza, guardó las botas y la ropa de FedEx en la mochila y abrió la puerta del retrete.
Se miró al espejo. Bien. Llevaba unas gafas de montura negra en el bolsillo del pecho. Se las puso.
Boyle arrojó la mochila en el cubo de basura. Sacó la BlackBerry y escribió: «Preparado. En posición».
Boyle abrió la puerta y salió al brillante y bullicioso pasillo de la octava planta. Avanzó por él y se detuvo junto a las grandes ventanas que daban a la entrada del Mass General.
Los únicos vehículos que no tenían acceso restringido a la puerta principal eran los taxis y las ambulancias. Vio seis de estas últimas aparcadas delante. Dos más se acercaban. La policía estaba ocupada dirigiendo el tráfico. Había más agentes de lo acostumbrado para tratar a la inquieta turba de periodistas, que estaban agrupados cerca del viejo edificio de ladrillos que hacía las veces de almacén del hospital.
El mensaje de Richard llegó cinco minutos más tarde: «Adelante». Boyle se palpó el interior del bolsillo. Notó el tacto frío del detonador.
Se alejó de las ventanas y se dirigió a la UCI. Nada más llegar a la sala de espera, presionó el botón.
Se oyó una detonación lejana, seguida del ruido de cristales al hacerse añicos. Luego empezaron los gritos.
Stan Petarsky se esforzaba en no pensar en el cadáver que había dentro de la caja que tenía a sus pies. Intentaba distraerse con alguna idea agradable -como un Jim Beam con hielo- cuando se abrió la puerta del ascensor.
Erin Walsh, la guapa rubia con la que en ocasiones coincidía en la cafetería, salía por la puerta con el móvil en la mano y le indicó por señas que la acompañara hacia la escalera. Stan cogió la caja y la llevó al Laboratorio de Serología.
Erin empezó a sacarle fotos. Stan no quería permanecer cerca de un cadáver mutilado. Se encaminaba a la puerta, pensando en cómo agenciarse un trago de Jim Beam, cuando el paquete hizo explosión.
Capítulo 43
Darby disfrutaba de una visión nueva: un monitor mostraba lo que sucedía en el exterior de la furgoneta.
Conducían a buena velocidad por Pickney Street, a tres manzanas de la casa Cranmore. Las viviendas eran algo mejores por esa zona, aunque no demasiado. Darby distinguió más de un coche abandonado en la calle.
Karl Hartwig, uno de los miembros del SWAT, iba de rodillas en el centro de la furgoneta; el periscopio le tapaba la cara. El resto tenía la mirada fija en el portátil.
En el monitor se veía cada vez más cerca una desvencijada furgoneta negra, aparcada en el lado izquierdo de la calle, cerca de una arboleda que conformaba un pequeño tramo de bosque empinado.
Unos puntos parpadearon en la pantalla del portátil.
– Está en la furgoneta negra -dijo el técnico del FBI.
Hartwig habló por el micrófono que llevaba en el pecho.
– Alfa Uno, aquí Alfa Dos, confirmamos presencia de una furgoneta Ford negra con cristales tintados y sin matrícula aparcada en Pickney Street. Cambio.
– Roger, Alfa Dos. Vamos hacia allí.
Un momento después el vehículo de vigilancia se detuvo. El motor seguía en marcha, Darby notaba la vibración del suelo. Hartwig movió el periscopio.
El monitor mostraba un camión de UPS ubicado al final de la misma calle por donde ellos habían venido. El vehículo avanzó unos cuantos metros antes de detenerse. Darby captó un fogonazo oscuro que procedía de la parte trasera.
El camión de UPS no se movió. Darby sabía que permanecería allí para bloquear la calle.
La energía estática resonó por el micrófono de Hartwig.
– Alfa Dos, aquí Alfa Uno.
– Equipos Alfa Tres y Cuatro están ocupando posiciones. Mantente a la espera.
– Roger, Alfa Uno. Listo.
El camión de UPS pasó frente al bosque.
El tercer vehículo de vigilancia, una furgoneta de una floristería, bajaba por Coolidge Road.
El Viajero no tenía escapatoria.
La furgoneta negra no se había movido.
Banville colgó el teléfono.
– Todas las salidas están cortadas. Todo el mundo a sus puestos.
– Alfa Uno, todos los equipos listos para actuar -dijo Hartwig-. Estamos en posición y a la espera. Corto.
– Entendido, Alfa Dos. Listos para empezar.
– Lo mismo digo, Alfa Uno.
Darby advirtió que la furgoneta se alejaba de la curva, se paraba y daba media vuelta. Hartwig cerró el periscopio y se agachó al lado de su colega cerca de las puertas traseras. Prendidas de los cinturones llevaban granadas de dispersión, también conocidas como flashes por el resplandor cegador y el ensordecedor estruendo que provocaban. Se había autorizado una partida de explosivos.
Darby vio la furgoneta negra en el monitor. Seguía sin moverse. Hartwig se volvió hacia ella y le dijo:
– Vosotros dos os quedáis aquí hasta que la zona esté controlada, ¿me explico?
La furgoneta aminoró la velocidad.
Hartwig hizo una señal a su compañero. Las puertas traseras se abrieron.
Los dos agentes del SWAT saltaron hacia el exterior, y dejaron las puertas abiertas. Llovía un poco. Darby se movió para tener una perspectiva mejor.
Los agentes del SWAT ya habían ocupado posiciones detrás de la Ford negra. Sus manos enguantadas estaban en la puerta. Otro agente del SWAT llegó corriendo desde el bosque, pistola en mano, apuntando hacia la ventanilla del lado del conductor.
Hartwig hizo una seña con la mano. Un agente del SWAT tiró de la manecilla y las puertas traseras de la Ford se abrieron de par en par.
Hartwig lanzó las granadas hacia el interior, y antes de cerrar los ojos Darby vio a un hombre, con una chaqueta oscura, sentado ante una mesa con un aparato que emitía lucecitas brillantes.
La explosión de la granada provocó una luz cegadora y un gran estruendo. Hartwig rodeó el vehículo y sacó su arma, apuntando con el láser a la espalda del individuo. Éste seguía sentado frente a la mesa. No se había movido y tenía las manos metidas en los bolsillos.
– ¡Las manos encima de la cabeza, ya, levanta las manos y no te muevas!
El Viajero no se movió.
Darby notó que el vehículo donde viajaban frenaba de golpe. Banville la apartó y se apeó. Hartwig corría hacia la parte trasera de la Ford.
– ¡He dicho las manos en la cabeza! ¡Ahora mismo!